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Anthropologica

versión impresa ISSN 0254-9212

Anthropologica vol.40 no.49 Lima jul./dic. 2022  Epub 27-Feb-2023

http://dx.doi.org/10.18800/anthropologica.202202.008 

Masculinidades en el Perú y América Latina

Por qué la vulnerabilidad importa. La relación entre masculinidad, emociones y vulnerabilidad en el ejercicio de violencia contra las mujeres en la pareja

Why vulnerability matters. How masculinity, emotions and vulnerability are related to intimate partner violence

Matías de Stéfano Barbero1  2 
http://orcid.org/0000-0001-7561-4267

1Universidad de Buenos Aires (IIGG) - Argentina, matiasdestefano@hotmail.com

2Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Argentina

Resumen

A partir de una investigación en la que se realizó una observación participante en grupos psicosocioeducativos y entrevistas en profundidad con hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja, este artículo analiza la relación entre masculinidad, emociones, vulnerabilidad y violencia. Se sugiere que la violencia masculina no solo está vinculada con el poder, sino que emerge como una resistencia a la vulnerabilidad ―entendida como una apertura al otro, a lo emocional y a lo incierto― que demandan los vínculos afectivos. La posición vulnerable es, al mismo tiempo, una posición que encuentra resistencia en los mandatos de masculinidad, pero también una posición necesaria para poder construir los conflictos sin llegar a la violencia. A partir de las experiencias de trabajo que permiten los grupos psicosocioeducativos, se pone de relieve la importancia de repolitizar las emociones y la vulnerabilidad como herramientas para el cambio social, y especialmente para transformar la relación de la masculinidad con la violencia.

Palabras clave: masculinidad; vulnerabilidad; violencia; emociones; poder

Abstract

Based on qualitative research that includes participant observation in psycho-socio-educational groups and in-depth interviews with men who exercised intimate partner violence, this article analyzes the relationship between masculinity, emotions, vulnerability and violence. It is suggested that male violence is not only linked to power, but also emerges as a resistance to vulnerability ―as openness to the other, to emotion and the uncertain― that affective bonds demand. The vulnerable position is, at the same time, a position that finds resistance in the mandates of masculinity, but also a necessary position to be able to build conflicts without reaching violence. Psycho-socioeducational groups shows the importance of repoliticizing emotions and vulnerability for social change, especially transforming how masculinity links to violence.

Palabras clave: masculinity; vulnerability; violence; emotions; power.

INTRODUCCIÓN1

Desde que en la II Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Copenhague en 1980, la ONU aludiese por primera vez de forma explícita a la violencia que sufren las mujeres en el hogar (como parte de las discriminaciones abordadas anteriormente en la CEDAW de 1979), el marco de interpretación de la violencia de género del feminismo institucional ha privilegiado las explicaciones que vinculan el ejercicio de la violencia con el poder masculino, y como medio por el cual se sostiene el patriarcado (ver De Miguel, 2005; Lorente, 2001)2. Sin embargo, otras perspectivas críticas desde los feminismos, si bien reconocen su papel, advierten que la violencia no necesariamente es una expresión del poder masculino, sino de su fragilidad, y señalan como emergente en sus trabajos de campo el vínculo entre la masculinidad y la vulnerabilidad y su relación con la violencia (Artiñano, 2016; Connell, 2003; De Stéfano Barbero, 2021; García Selgas y Casado Aparicio, 2010; Guillot, 2008; Hautzinger, 2003; Izquierdo, 2006; Jimeno, 2004; Segato, 2014). No obstante, la relación entre masculinidad, vulnerabilidad y violencia, en los términos en los que se propondrá en este artículo, ha sido escasamente teorizada y desarrollada.

Si no se ha privilegiado la perspectiva de la vulnerabilidad masculina en los marcos de interpretación de la relación entre violencia y género, es porque la vulnerabilidad se ha entendido frecuentemente de forma dualista y excluyente: quienes sufren la violencia son vulnerables, y quienes la ejercen no lo son (Gilson, 2014). Esta visión fragmentada del mundo social no sólo contribuye a la creación de «buenas» y «malas víctimas», sino también a creer que la invulnerabilidad ―una característica de la personalidad que el mandato de masculinidad privilegia en los hombres― es, de hecho, un atributo que efectivamente poseen, y no una forma de “hacer género” (West y Zimmerman, 1987). Este sesgo lleva a la reproducción de una visión caricaturizada de los hombres que ejercen violencia contra las mujeres en la pareja, caracterizados homogéneamente como sujetos poderosos, controladores, fríos, calculadores, dominantes, racionales, tradicionales y autoritarios (García Selgas y Casado Aparicio 2010). Como han advertido diversas autoras y autores, la caricaturización de los hombres que ejercen violencia contra las mujeres en la pareja sostiene una serie de dualismos (nosotros / ellos, modernidad / tradición, igualitarismo / autoritarismo, amor / violencia, poder /vulnerabilidad, en definitiva, buenos / malos), que no solo hacen difícil complejizar los análisis de la relación entre violencia y género (y transformarla), sino que también dificultan que tanto mujeres como hombres puedan reconocer(se) en situaciones de maltrato y violencia (Artiñano, 2016; De Stéfano Barbero, 2021a; Casado Aparicio y García Selgas, 2011).

Ir más allá de las reducciones dualistas y considerar el papel del poder y de la vulnerabilidad en el ejercicio de violencia, supone considerar la masculinidad no como una identidad fija, una esencia o una serie de características de la personalidad, sino como una posición en las relaciones de género que varía de acuerdo con múltiples variables, que se intersecan unas con otras (Connell y Messerschmidt, 2021). De manera que las posiciones de poder y vulnerabilidad en las relaciones de género no responden a asignaciones automáticas, como si los hombres ―por el mero hecho de serlo― estuvieran siempre en una única posición, la de poder, y las mujeres ―por el mero hecho de serlo― estuvieran siempre relegadas a una posición de vulnerabilidad. En la práctica, tanto la relación de la masculinidad y de la feminidad con el poder y la vulnerabilidad, se interiorizan, encarnan y reproducen a través de discursos, prácticas, relaciones, instituciones y estructuras generizadas, a través de procesos (inter)subjetivos y sociales, inherentemente conflictivos, plagados de desafíos, crisis y reposicionamientos (Messerschmidt, 2018). La multiplicidad y el dinamismo que sugiere este enfoque supone que el poder y la vulnerabilidad no son exhaustivos y excluyentes, ni uno el reverso de la otra. De hecho, como veremos, es posible (y frecuente), que las personas nos encontremos en posiciones de poder y vulnerabilidad de forma simultánea e incluso contradictoria.

Para desarrollar este planteamiento, en el próximo apartado expondré las conceptualizaciones que desde los feminismos críticos se han hecho del concepto vulnerabilidad, cómo se vincula con la masculinidad y, específicamente, con las emociones. Sobre esta base, veremos luego las posibilidades que ofrece esta conceptualización para analizar la relación entre masculinidad, emociones, vulnerabilidad y violencia a partir de un trabajo de campo con hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja.

VULNERABILIDAD, MASCULINIDAD Y EMOCIONES

Zeus, quizás equivocadamente, le encarga a Epimeteo mejorar la creación; le pide que entregue a los animales recién nacidos herramientas para sobrevivir. Pinchos, caparazones, alas, garras, lo que sea para completarlos. Pero olvida a una criatura, a quien deja desnuda, desprotegida y desplumada, condenando a su especie a una infancia tan larga que nunca se supera del todo: los seres humanos. Para remediar la torpeza de Epimeteo, Zeus les otorga a los humanos dos facultades: aido y dike. La primera, aido, tiene relación con el pudor, con la desnudez ―tema recurrente en los sueños que angustian―: saberse desnudos es la metáfora de reconocer que detrás de todo somos a medias, mortales. Mientras que dike tiene relación con la justicia, facultad que destina a lo político, al pacto, a la negociación. De manera paradojal, nuestra caparazón faltante es la dependencia: solo junto a otros podemos estar seguros. Constanza Michelson (2021, p. 106).

Si bien lleva décadas dentro del acervo conceptual de las ciencias sociales y humanas, el concepto de vulnerabilidad se ha visto revitalizado especialmente en la última década gracias a la reconceptualización que se propone desde campos como la ética, la filosofía, la ciencia política, la sociología o la antropología. Especialmente relevantes para la propuesta de este trabajo son las más recientes reflexiones de diversas autoras feministas que abordan la vulnerabilidad desde una perspectiva crítica (Butler, 2020, 2015, 2006; Feito, 2021; Gil, 2018; Gilson, 2014; Nussbaum, 1995; entre otras).

Las perspectivas más extendidas sobre el concepto de vulnerabilidad parten de su raíz etimológica, que proviene del latín vulnus: «herida». Decimos que algo o alguien es «vulnerable» para aludir a su exposición a la posibilidad de sufrir un daño físico, psíquico o moral, y nos referimos a la condición de «invulnerable», cuando algo o alguien no está expuesto a ser dañado. Desde una perspectiva ontológica o antropológica, la vulnerabilidad es una característica de lo humano que pone de relieve la inexorable interdependencia de la vida (Butler, 2006; Feito, 2021), que depende de la cooperación y la asociación humana (y no humana) para su desarrollo, pero que también está expuesta al daño individual y social que puedan generar tanto nuestras acciones como las derivas de la fortuna, entendidas como «lo que no le ocurre al ser humano por su propia intervención activa, sino lo que simplemente le sucede, en oposición a lo que hace» (Nussbaum, 1995, p. 31). De acuerdo con esta perspectiva, la vulnerabilidad nos ayuda a comprender que nuestra vida depende de algo más que de nosotros mismos, y supone abrirse a afectar y dejarnos afectar por la alteridad, pero también por la contingencia, a exponernos a situaciones sobre las que no tenemos el control. Pero, como señala Butler (2020), la vulnerabilidad no es un estado subjetivo, sino un aspecto de nuestras vidas interdependientes, en el sentido en que:

nunca somos simplemente vulnerables, sino que somos vulnerables a una situación, una persona, una estructura social, algo en lo que confiamos y en relación con lo cual quedamos expuestos […] uno es vulnerable a la estructura social de la que depende así que, si la estructura fracasa, uno queda expuesto a una situación precaria. Si esto es así, no hablamos de mi vulnerabilidad o de la tuya, sino de un aspecto de la relación que nos vincula con otro y con las estructuras e instituciones de las que dependemos para la continuidad de la vida (Butler, 2020, p. 62).

Es decir, la condición de interdependencia que hace la vida posible también la hace vulnerable, de manera que nos expone a que la opresión y la violencia puedan aumentar o disminuir de acuerdo a diferentes condiciones y situaciones. En este sentido, la cuestión de la vulnerabilidad trae consigo dimensiones éticas y políticas que nos llevan a pensar en cómo la vulnerabilidad ontológica o antropológica se distribuye desigualmente por cuestiones sociales (Feito, 2021), situacionales (Gilson, 2014) y particulares (Delgado Rodríguez, 2017).

Diversas autoras han advertido que, sin tener en consideración su dimensión política, y la influencia de los contextos y las interacciones, se corre el riesgo de utilizar el concepto de manera puramente negativa y esencialista, casi como un sinónimo de debilidad, incapacidad o victimización, invisibilizando (o negando) la capacidad de agencia de las personas y grupos definidos como «vulnerables» por las políticas públicas3 (Anderson, 1994; Butler, 2020; Feito, 2021; Gilson, 2014). Considerar variables como el género o la edad puede ser relevante a la hora de identificar situaciones de vulnerabilidad específicas, pero debemos advertir siempre que los grupos humanos nunca son perfectamente homogéneos. De manera que pertenecer a un determinado grupo no debiera generar automáticamente una determinada condición de vulnerabilidad (Anderson, 1994). Identificar a determinados grupos como homogéneamente vulnerables implicaría también asumir una lógica binaria, exhaustiva y excluyente, que supondría la existencia de algo así como un grupo «normal», homogéneamente invulnerable, caracterizado por individuos autosuficientes, cuya razón y control les permiten tener los medios y recursos para evitar o reducir su vulnerabilidad (Delgado Rodríguez, 2017; Gilson, 2014). Estos rasgos han sido históricamente adscritos a las posiciones masculinas, lo que ha favorecido las perspectivas dualistas sobre la vulnerabilidad, y nuestra dificultad para considerar la relación entre masculinidad y vulnerabilidad. Como señala la propia Butler:

Yo me opondría a este esfuerzo por instalar una nueva norma para la categoría de las mujeres que descanse en una noción fundacional de la vulnerabilidad. De hecho, el mismo debate sobre quién pertenece al grupo llamado «mujeres» marca una zona distinta de vulnerabilidad, a saber, aquellas/os que no se conforman al género, y cuya exposición a la discriminación, acoso, y violencia aumenta claramente por esos motivos. Entonces, un grupo provisionalmente limitado (bound) llamado «mujeres» ni es más vulnerable que un grupo provisionalmente limitado llamado «hombres», ni es particularmente útil o verdadero intentar demostrar que las mujeres valoran (value) la vulnerabilidad más que los hombres. Más bien, ciertos tipos de atributos definidores del género, como la vulnerabilidad y la invulnerabilidad, se distribuyen desigualmente bajo ciertos regímenes de poder, y precisamente con el propósito de apuntalar ciertos regímenes de poder que privan a las mujeres de sus derechos (Butler, 2015, pp. 142-143, traducción propia).

Siguiendo la conceptualización de Butler, podríamos decir que no hay algo así como personas vulnerables e invulnerables, sino estructuras sociales e instituciones que distribuyen desigualmente la vulnerabilidad. Si bien, como sugieren diversas autoras, la invulnerabilidad parece haberse establecido como el estándar de éxito en nuestra sociedad (Brown, 2016; Gilson, 2014; Solé Blanch y Pié Balaguer, 2018), es preciso reconocer que el rechazo a la vulnerabilidad está vinculado de formas específicas con la construcción de la masculinidad.

De acuerdo con Butler (2020), la relación entre (in)vulnerabilidad y masculinidad puede rastrearse en la construcción de los relatos hobbesianos o marxistas sobre el estado de naturaleza de la humanidad. En estas ficciones originarias, el primer momento de lo humano se nos presenta a través de un individuo, categoría reservada por entonces para aquellos con un género y una edad ya asignados: en el relato originario, el individuo es un hombre adulto. Lo que supone que no ha nacido de otro cuerpo, no ha sido nunca niño, ni cuidado o apoyado por otros, no ha dependido de sus padres ni de vínculos cercanos para sobrevivir, crecer y aprender. La historia sobre el contrato social fundacional esconde una prehistoria, la del «contrato patriarcal» (Connell, 2003), donde ni siquiera es posible representar una alteridad, ya asignada como femenina. Masculino por definición, el sujeto moderno fue diseñado desde la Ilustración sobre una ficción que todavía sostiene el orden social, una fantasía de individualidad masculina.

Siguiendo a Hernando (2018), la construcción de esta fantasía puede rastrearse incluso arqueológicamente, a partir de la cultura material. Fue en el siglo XVII que el control tecnológico, que llevó a la multiplicación de funciones y la especialización del trabajo, posibilitó que una mayoría de hombres comenzaran a individualizarse, y a concebirse a sí mismos de forma separada del grupo. Su sentido del yo y su necesidad de seguridad no dependían ya de su vínculo con otros, sino de su propia capacidad de razonamiento. Es a partir de entonces que comienza a considerarse que la razón puede existir al margen de la emoción, «que cuanto más individualizada está una persona, menos necesita vincularse con una comunidad para sentirse segura, y que cuanto más utiliza la razón para relacionarse con el mundo, menos utiliza la emoción» (Hernando, 2018, p. 35). En palabras de Segato (2018), esta es la pugna entre el proyecto histórico centrado en las cosas, que produce individuos, y el proyecto histórico de los vínculos, que produce comunidad.

En el retrato originario del sujeto moderno no hay entonces conciencia de interdependencia, sino una «aniquilación de la alteridad» (Butler, 2020, p. 53), y una construcción de la subjetividad «invulnerable» (Gilson, 2014) basada en la autosuficiencia, la individualidad y el control de sujetos supuestamente coherentes, unificados y racionales. De acuerdo con Hernando (2018), en este proceso, la dimensión emocional de la existencia se fue convirtiendo para los hombres en un sinónimo de las necesidades, debilidades, inseguridades y temores, que cada vez menos podían reconocer y habitar, mientras más poder generaban a través de los mecanismos de la razón y el control que sostienen la fantasía de la individualidad masculina, estrechamente vinculada con una subjetividad reforzada por las relaciones sociales que legitima el capitalismo contemporáneo.

Así, el sentido privilegiado de la masculinidad de nuestro tiempo está necesariamente construido sobre la negación de la vulnerabilidad propia, pero también sobre la distribución desigual de la vulnerabilidad vinculada con el género. Como señala Wendy Brown, el sujeto autónomo liberal es un personaje fantástico que participa de un «mito de la masculinidad» que exige el rechazo de la vulnerabilidad y la interdependencia, pero que, para asegurar su supervivencia, «necesita una gran población que genere, atienda y reconozca los vínculos, relaciones, dependencias y conexiones que sustentan y nutren la vida humana» (Brown, 2019, p. 285). Es por ello que «si la autonomía liberal se universalizase, los apoyos sobre los que reposa se disolverían» (Brown, 2019, p. 286). Es decir, el proyecto en curso del neoliberalismo centrado en el individualismo, la autonomía, y la negación de la interdependencia y la vulnerabilidad es en sí mismo un proyecto inviable si el horizonte político es la igualdad (Butler, 2020).

Siguiendo lo planteado por Butler, Hernando y Brown, diversas autoras consideran que la vulnerabilidad está estrechamente vinculada con las emociones. Gilson (2014) y Seguró (2021), de hecho, sostienen que vulnerabilidad es afectabilidad, mientras que Hooks (2021) la vincula con la intimidad y Brown (2016), con la incertidumbre, el riesgo y la exposición emocional. Estas autoras señalan que la vulnerabilidad no se reduce únicamente a la posibilidad de sufrir un daño, sino que supone una apertura al mundo (Gilson, 2014) donde el daño es posible, pero no es la única posibilidad, y definen la vulnerabilidad como la condición de posibilidad de todas nuestras experiencias (Seguró, 2021), lo que incluye también experiencias humanas significativas como el amor, la integración, la dicha, el valor, la empatía o la creatividad (Brown, 2016).

Los estudios sobre masculinidades han indagado ampliamente en la relación entre masculinidad y emociones y han destacado que, lejos de ser innatas o meros procesos fisiológicos, competen a la educación y se adquieren según las modalidades particulares de la socialización del niño, que responde a procesos sociales vinculados con el género, la edad o la clase social, entre otras variables, y por los cuales aprendemos a «ritualizar la emoción, a contenerla en las normas de expresión […] propias de la trama de sentido que circunscribe y estructura [nuestro] grupo social de pertenencia» (Le Breton, 2009, p. 159). En este sentido, no se trata de que los hombres sean menos proclives a sentir determinadas emociones sino de que la compleja relación que guardan las emociones con las relaciones de poder generizadas regulan su legitimidad y pautan su expresión de forma diferencial (De Boise y Hearn, 2017).

Ya desde la infancia, la posición masculina en las relaciones de género no deja lugar para expresar emociones como el miedo, la vergüenza o la tristeza. El mandato de masculinidad, encarnado en diferentes agentes de socialización como familiares, amistades, referentes institucionales, etcétera, muestra a los niños que hay todo un rango de emociones deslegitimadas para ellos por estar asociadas a la feminidad, y que castiga a través de la humillación, la exclusión e incluso la violencia física, a quienes osen mostrarlas. Para Hooks (2021) esta «mutilación emocional» es la primera forma de violencia que el patriarcado impone sobre los hombres, en una «pedagogía de la crueldad» (Segato, 2018) ―que también podemos entender como una pedagogía de la invulnerabilidad― que les enseña que estar abiertos a ser afectados y a afectar, es decir, que ser vulnerables, es una forma de debilidad, de pasividad y de falta de poder4.

Es por ello que, como señala Seidler (1995), es frecuente que los hombres consideren su vida afectiva como su vida privada, porque han aprendido que la dimensión emocional de sus vidas los hace vulnerables, y cualquier muestra de vulnerabilidad puede ser utilizada en su contra en las relaciones de poder intra e intergénero. Así, lo que caracteriza la relación de la masculinidad con las emociones es el silencio que, como veremos, ayuda a mantener invulnerable la posición masculina, alimentando la impresión de autosuficiencia, racionalidad e independencia propias del mandato de masculinidad.

En las experiencias de los hombres que han ejercido violencia contra las mujeres en la pareja, si bien el miedo, la vergüenza o la tristeza son emociones negadas y silenciadas, están lejos de estar ausentes en sus vidas, y rigen poderosamente sus vínculos y relaciones (Hooks, 2021; Kaufman, 1995; Kimmel, 1997; Stepien, 2014). Como veremos, en sus experiencias, estas emociones se imponen en muchos de los conflictos que tienen en sus vínculos, pero son rechazadas en sí mismos y en sus parejas, y solo pueden ser codificadas en términos de enojo o frustración. La vulnerabilidad que suponen las emociones para la masculinidad genera un conflicto que difícilmente puede habitarse cuando la dimensión emocional es negada y silenciada. El conflicto no resuelto, entonces, genera las condiciones de posibilidad para que emerjan formas de violencia que restituyen la posición masculina de invulnerabilidad.

METODOLOGÍA

Las reflexiones presentes en este artículo parten de los datos producidos en el marco de una investigación antropológica con hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja, y de mi participación como miembro del equipo de coordinación de los grupos psicosocioeducativos que ofrece la asociación Pablo Besson, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. El trabajo de campo se realizó en dos períodos: el primero, entre 2015 y 2020, y el segundo, desde marzo de 2022 y todavía se encuentra en curso. Inicialmente, mi participación en los encuentros grupales se limitó a la observación no participante, y a la realización de algunas entrevistas de admisión a los grupos. A medida que se sucedían los encuentros, los miembros del equipo de coordinación comenzaron a aludirme cuando abordaban alguna cuestión relativa a la masculinidad, lo que me llevó a comenzar a participar activamente de la dinámica grupal. Unos meses después de comenzar las observaciones, me ofrecieron formar parte del equipo de coordinación de los grupos, y comencé a participar activamente de las reuniones de coordinación, proponiendo dinámicas y actividades para trabajar sobre masculinidades en los encuentros grupales. Un trabajo de campo que inicialmente estaba planificado desarrollar a través de la observación no participante y la realización de entrevistas, terminó resultando en una suerte de investigación-acción participativa que me permitió producir información invaluable en el marco de los encuentros grupales, que adquirieron, por momentos, carácter de entrevistas grupales y grupos focales. Así, las actividades y dinámicas sobre masculinidades que desarrollé como miembro del equipo de coordinación de los grupos, además de ayudar a reflexionar a los hombres sobre su identidad, expresión y relaciones de género, fueron configurándose como herramientas de investigación que resultaron de suma utilidad para acceder a los discursos que se analizarán en la segunda parte de este trabajo. En este sentido, y como sugiriera Scheper-Hughes (1997), procuré, en la medida de mis posibilidades, comprometerme en hacer una antropología implicada ―con «los pies en la tierra» diría la antropóloga―, pretendiendo investigar para comprender la realidad, pero también intervenir para transformarla.

A lo largo del trabajo de campo, se tomaron registros de 103 encuentros grupales de frecuencia semanal y dos horas de duración, donde participaron un total de 78 hombres. Los participantes de los grupos, que accedieron a la institución tanto por demanda espontánea como derivados por la justicia, tenían entonces entre 20 y 68 años de edad pertenecían a diversos niveles educativos, clases sociales, nacionalidades, y ejercieron diversas formas de violencia con diferentes frecuencias.

Por otra parte, se realizaron entrevistas individuales de entre dos y cuatro horas de duración a dieciocho de los hombres participantes de los grupos, con el objetivo de profundizar en las intersecciones entre violencia y género en las «experiencias de vida» (Meccia, 2020) de los hombres participantes, una metodología bien conocida por la antropología feminista (Dauer, 2014) y utilizada para conectar las biografías individuales a los contextos culturales y estructurales en los que se desarrollan. Me refiero a «experiencias» y no a «hechos», siguiendo a Meccia (2020), quien afirma que «los “hechos” refieren a lo que efectivamente pasó, a cuestiones fácticas que (se) sucedieron; las “experiencias”, en cambio, [refieren] a las formas que tiene la gente de significar esos hechos por intermedio de su propia memoria biográfica» (Meccia, 2020, p. 25). Todos los hombres que participaron de este trabajo, a los que se aludirá con seudónimos para garantizar su anonimato, dieron su consentimiento expreso para participar de la investigación.

«DETRÁS DEL ENOJO, HAY MIEDO Y DOLOR». (IN)VULNERABILIDAD Y EMOCIONES EN LOS HOMBRES QUE EJERCIERON VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES EN LA PAREJA

Agustín, uno de los participantes de los grupos psicosocioeducativos para hombres que ejercieron violencia de la asociación Pablo Besson, describió en uno de los encuentros su relación con sus emociones de la siguiente manera: «Nunca fui una persona muy conectada con mis emociones. Yo hice a lo largo de mi vida una construcción, un personaje, de ser así, más insensible». En uno de los episodios que compartió, Agustín relató que, en una oportunidad, reaccionó agresivamente después de que su pareja le dijera que estaba preocupada porque las condiciones meteorológicas no eran las ideales para que él practicara un deporte de riesgo, y le pidiera que hablara con el instructor. Agustín identificaba como fuente de su enojo el «tono imperativo» con el que su pareja le pedía que hablara con el instructor. Sin embargo, después de que comentáramos la situación en el grupo, agregó: «Me molestó que ella me hiciera decirle que no pasaba nada, cuando en realidad yo también tenía miedo. Lo que me molestó, en realidad, era que ella me estaba exponiendo a mis propios miedos».

En este relato Agustín señala el vínculo que tienen las emociones de su pareja con sus propias emociones. Como señala Le Breton (2009), la dimensión emocional humana es inexorablemente relacional. Es por ello que consideramos que, cuando nos relacionamos con las emociones de los otros, nos relacionamos en alguna medida con nuestras propias emociones. En ocasiones, los hombres que ejercieron violencia sienten que sus parejas los exponen a una serie de emociones que no identifican fácilmente, o que, aun identificándolas, prefieren ignorar. La irrupción de lo emocional en sus vínculos es vivida como una dimensión plagada de incertidumbre, sobre la cual no tienen control, como un espacio que no saben habitar. Esta sensación, que describen muchas veces como de «frustración», es definida por Moore como «el resultado de contradicciones en el momento de tomar múltiples posiciones de sujeto y la presión de múltiples expectativas sobre la propia identidad o la representación social» (Moore, 1994, p. 151). En muchas oportunidades, esta frustración es codificada en términos de enojo, con expresiones como «ella me rompe las pelotas», un enojo que se erige como una barrera frente al otro y sus emociones, frente a la afectación y la vulnerabilidad que inexorablemente supone el vínculo. La negación de emociones como el miedo, la vergüenza o la angustia, es generalmente codificada en términos de enojo, de ira, porque estas emociones son las que la «cultura afectiva» masculina (Le Breton, 2009) presenta como disponibles para los hombres, son las que pueden reconocer más fácilmente, al tiempo que pueden reconocerse «como hombres» en ellas. Así lo expresaba en uno de los grupos Esteban:

Después de pensarlo, creo que detrás del enojo hay miedo y dolor. El enojo encubre el verdadero dolor. Es el orgullo que muchas veces tenemos los hombres cuando nos sentimos vulnerables. Quizás esto de no mostrarnos vulnerables, porque fuimos criados en una sociedad en la que un varón no debe mostrar eso, nos lleva también al tema de no ser totalmente transparentes, y la otra persona no termina de conocernos y eso nos lleva a ser agresivos, a enojarnos fácilmente.

Al rechazar las propias emociones y la de sus parejas, los hombres sostienen lo que Hooks (2021) llama la «máscara de la masculinidad», que cubre la vulnerabilidad de los hombres y no solo esconde su sufrimiento, sino que bloquea y niega consciente e inconscientemente toda una serie de emociones. Como expresaba en uno de los grupos Lionel:

Frente a las emociones de mi pareja, las rechazo, que es lo mismo que hago con mis propias emociones. Porque eso me da poder también. Pero el que tiene baja la autoestima, esa desconfianza, en realidad soy yo. Cuando uno las ve en otro, las ataca, porque uno está muerto de miedo de que eso se vea.

En estas palabras de Lionel encontramos la relación entre las emociones, la vulnerabilidad, la violencia y el poder. La vulnerabilidad, entendida como apertura al mundo y al otro, es un terreno incierto mediado por las emociones, donde también puede disputarse el poder en la pareja. En este sentido, la vulnerabilidad es también un espacio para el conflicto y para la violencia.

En este punto, es importante distinguir teóricamente violencia de conflicto. El nuevo sentido común sobre la violencia de género ha tendido a considerar que la violencia es la máxima expresión de un conflicto (ver García Selgas y Casado Aparicio, 2010). Sin embargo, siguiendo la propuesta teórica de Wieviorka (2006) o Han (2016), y diversas investigaciones empíricas (De Stéfano Barbero, 2021; García Selgas y Casado Aparicio, 2010), consideraremos que la violencia no es una forma de conflicto, ni su máxima expresión. El conflicto remite al reconocimiento del otro como un legítimo adversario, a «una oposición entre actores susceptibles de negociar, de debatir, de intercambiar argumentos» (Wieviorka, 2006, p. 34), mientras que la violencia no pretende actuar sobre la libertad del otro, sino destruirla (Han, 2016). En este sentido, «el espacio de la violencia se reduce mientras hay una fuerte conflictividad […] y se amplía cuando el conflicto decae o se debilita, o incluso no se construye» (Wieviorka, 2006, p. 34).

Consideraremos, entonces, que la violencia surge cuando el conflicto no consigue construirse, lo que puede deberse, según lo observado en el campo, a dos motivos. Por un lado, la falta de reconocimiento de la otra parte como una «legítima adversaria», que se expresa en afirmaciones de los participantes de los grupos como: «Con la mujer no se discute, la mujer acata» (Marcos), «no me iba a poner condiciones una mujer a mí» (Santiago), o «ella tenía que estar a mis pies» (Carlos). Esta dimensión del «no conflicto» está más vinculada con la dimensión del poder masculino, que no es reconocido ni aceptado por la otra parte, y donde se recurre a la violencia para restituir la posición masculina. Por otro lado, podemos considerar que los conflictos no pueden construirse, sostenerse y resolverse o habitarse, por la dificultad que genera la relación del mandato de masculinidad con las emociones a la hora de encontrarse en posiciones vulnerables.

Como dijera Celso durante un encuentro grupal: «A veces uno es violento porque se siente inseguro». Construir un conflicto supone, en estos casos, no solo reconocer a la otra parte como una «legítima adversaria», sino reconocer también tanto sus emociones como las propias, poder expresarlas y «soportar» la posición de vulnerabilidad que supone para la subjetividad masculina sensaciones de inseguridad, incertidumbre y falta de control. Condiciones que no siempre están dadas entre los hombres que asisten a los grupos, debido al papel que tienen las emociones y la vulnerabilidad en la socialización masculina, que privilegia las subjetividades construidas en función de la razón, la potencia, la independencia y la desafectación emocional. Además, en sus experiencias biográficas, la vulnerabilidad que genera la expresión de emociones como el miedo, la vergüenza o la tristeza supuso exponerse frecuentemente a formas de humillación, ridiculización, exclusión y violencia (ver Artiñano, 2016; De Stéfano Barbero, 2021, 2019). El ejercicio de violencia contra las mujeres en la pareja, entonces, puede ser entendido no solo como un abuso de poder masculino, sino también como una huida de la propia vulnerabilidad percibida como feminizante.

En las experiencias de los hombres que participan de los grupos, los conflictos que supone la posición de vulnerabilidad, raramente se dirimen a través de la palabra, y es más frecuente que se diriman a través de diferentes formas de violencia física, psicológica o ambiental, que he analizado en otro trabajo (ver De Stéfano Barbero, 2021). Me centraré aquí en otra forma en la que los hombres rehúyen de la vulnerabilidad y del conflicto, y que es especialmente recurrente en los relatos que comparten en los grupos, el silencio.

Siguiendo a Tannen (2008), no consideraremos al silencio como pasividad, sino como una estrategia lingüística polisémica que permite formas de ejercicio del poder, pero también formas de resistencia a ocupar posiciones vulnerables. Es frecuente escuchar en los encuentros grupales que, frente a los conflictos y a las emociones que les plantean sus parejas, los hombres se mantienen en silencio o, directamente, huyen de la escena: «yo me doy vuelta y la dejo hablando sola» (Vicente), «si discutíamos, me iba, me rajaba a tomar con los amigos, me olvidaba» (Alberto), «yo no tengo las condiciones para entablar un diálogo, no quiero escuchar sus miedos, sus dudas, sus reclamos» (Lionel), «cuando ves que hay un conflicto, te vas. […] Directamente te escapás y lo estirás. […] Me cuesta mucho hablar, ¿cuántas situaciones se me fueron al carajo por no poder hablar?» (Lucas).

Como señala Seidler (1995), en ocasiones a los hombres les cuesta mucho trabajo escuchar, porque sienten que son responsables de los sentimientos «negativos» de sus parejas, y entienden que sus parejas les están demandando soluciones. Como lo expresaba Mauro en uno de los encuentros grupales, a veces no se quiere escuchar o «no se contiene a la pareja porque uno no tiene una respuesta».

Como hemos aprendido a tratar así con nuestros propios sentimientos negativos depresivos y de tristeza, pensamos que esa es la clase de apoyo que se nos está pidiendo. Pero a veces nuestras parejas se sienten frustradas y no escuchadas pues no buscaban soluciones que podían descubrir por sí mismas, sino solamente la experiencia de ser escuchadas (Seidler, 1995, p. 105).

Seidler apunta que esta es una estrategia de evitación de las propias emociones, que podemos reconocer en el relato de Esteban: «cuando [ellas] nos piden hablar es un miedo a lo desconocido, porque no sabemos lo que sentimos. Al no tener entrenado el tema emocional, hay un miedo atrás del “¿podemos hablar?».

El habla no solo es una condición de posibilidad para construir los conflictos en las relaciones de pareja (Tannen, 2008), sino que también, cuando involucra la dimensión emocional, supone abrirse a afectar y ser afectado, es decir, supone habitar una posición de vulnerabilidad, que algunos hombres interpretan como una puesta en riesgo de su posición de poder. Como señalaba Carlos en uno de los encuentros grupales, «si uno dice lo que le pasa se muestra vulnerable». En estas interpretaciones, «la información es poder» (Santiago), de manera que escuchar en silencio las emociones de sus parejas, supone que solo ellas se muestren vulnerables, dejándolos a ellos en una posición ventajosa para el control de la interacción y el ejercicio de poder.

Volvamos por un momento al relato inicial de Agustín, para analizar el papel de las emociones en la intersección entre las relaciones inter e intragénero. Cuando su pareja le pidió que consultara al instructor por el riesgo de salir a practicar ese deporte con condiciones meteorológicas desfavorables, le pedía a Agustín que reconociera el miedo frente a otro hombre, una emoción que, como hemos apuntado, es especialmente amenazante para los hombres, porque consideran que ser masculino supone que no deberían siquiera sentirlo (Hollis, 1994). Pero, además, porque han aprendido que expresarlo supone el riesgo de ser humillado o avergonzado frente a la mirada del par masculino, porque en el marco de las relaciones de poder intragénero, todo discurso y práctica puede ser considerado una fuente de prestigio o de subordinación, una instancia para ganar poder o para perderlo (Artiñano, 2016; De Boise y Hearn, 2017; Kimmel, 1997).

Si bien Agustín nunca llegó a hablar con el instructor, podríamos considerar, con Le Breton, que las sensaciones que le generó la posibilidad de esa escena, formaron parte de su reacción agresiva frente a su pareja, ya que:

la afectividad es una relación con el sentido, no hunde sus raíces únicamente en el carácter concreto actual de una situación, sino que puede prever un acontecimiento futuro y estar así penetrada de imaginarios y fantasmas que no por ello dejan de producir emociones bien reales […] El imaginario proyecta sentido en el acontecimiento venidero y fabrica por anticipado una emoción que repercute con fuerza en el momento presente (Le Breton, 2009, pp. 109-110).

Evitar la expresión de emociones a través del silencio, entonces, ayuda a reproducir la posición masculina en las relaciones de género, porque no expone a los hombres a la vulnerabilidad, y continúan dando a sus parejas, a otros hombres y a sí mismos, una impresión de invulnerabilidad basada en la autosuficiencia, la racionalidad, el control y la independencia.

Hasta aquí, vemos que los hombres que ejercieron violencia consideran la vulnerabilidad que supone reconocer y expresar sus emociones como una experiencia únicamente negativa, lo que lleva a que rehúyan de ella y de los conflictos que supone, incrementando las condiciones de posibilidad para que emerja la violencia. Sin embargo, de acuerdo con Gilson (2014), la vulnerabilidad es una experiencia indeterminada, en el sentido en que no está sujeta a lo que surge de ella (porque no podemos saberlo de antemano), a menos que adoptemos un sentido de vulnerabilidad previo (por ejemplo, la posibilidad de sufrir un daño). De esta manera, la vulnerabilidad no se reduce a una forma particular de ser afectado, sino que se trata de una persistente apertura al cambio. La vulnerabilidad, entonces, es en sí misma una experiencia particular, ambigua y ambivalente, en el sentido en el que las formas en las que la experimentamos, y los resultados que produce no pueden ser previstos y es posible que sean simultáneos y contradictorios dependiendo de las relaciones, situaciones y contextos en los que tenga lugar. Siguiendo esta propuesta, y como ya hemos mencionado, la vulnerabilidad es también la condición de posibilidad para vivir experiencias emocionales significativas (Brown, 2016).

Es frecuente que, cuando los hombres llegan a los encuentros grupales, se encuentren en lo que Dobash et al. (2000) llaman «el punto de silencio», y consideren de manera únicamente negativa la vulnerabilidad que sienten frente a los otros y, especialmente, frente a sus parejas. Sin embargo, gracias al trabajo que realizan en los grupos, comienzan a percibir las posibilidades que ofrece romper ese silencio, expresar sus emociones y habitar la vulnerabilidad para construir los conflictos y evitar la violencia. Así lo expresaba Alberto:

Yo no podía saber que hablar hacía bien, porque aprendí a hablar y a decir mis problemas en el grupo. Antes, cuando algo me molestaba, tomaba [alcohol] y decía todo lo que me molestaba, así. Solamente hablaba cuando ya estaba enojado. Yo no me sentaba a hablar tranquilamente, eso no aprendí a hacer.

Los primeros días en los que participó de los grupos, Martín, como muchos otros, solo escuchó a sus compañeros, pero poco a poco fue ganando la confianza necesaria para compartir algunas de sus experiencias y emociones:

Tenía la necesidad como de sacar cosas, ¿viste? Con todo este concepto que tenía de que un hombre no es sensible, no habla, ¿viste? Porque por ahí, cosas que viví que pueden ser como decir: «este es un gay, es un marica, por eso pasó». Entonces, siempre fue como que no podía hablar. Fue algo que tenía que quebrar, poder contar cositas con más detalle.

Como señalan Dobash et al. (2000), el cambio que los hombres pueden experimentar participando de los encuentros grupales, incluye «aprender, hablar y escuchar. Aprender a comunicarse con las parejas y otras mujeres sobre la violencia y las fuentes de conflicto, aprender a escuchar a los demás y comprender su posición y perspectiva» (Dobash et al., 2000, p. 169, traducción propia). Esta fue, precisamente, la experiencia de Agustín, que al final de la escena en la que reaccionó agresivamente frente al pedido de su pareja, consiguió reconocer sus emociones y las de ella, y al expresarlas, sintió que «facilitó la reconciliación»:

Al reconocer ese miedo delante de ella, sentí que me sacaba un peso gigante de encima. En otro momento no lo hubiera sabido identificar, ni siquiera decirlo. Uno se siente como aliviado de haber encontrado el motivo del conflicto y poder resolverlo.

Si la violencia desgarra y quiebra los espacios de actuación que posibilitan la mediación y la reconciliación (Han, 2016), la vulnerabilidad, como expresión relacional, permite construir y habitar los conflictos para, eventualmente, resolverlos o habitar sin violencia la diferencia que suponen. Podríamos, entonces, considerar que la sensación de «alivio» de Agustín expresa la restitución del vínculo con su pareja, que posibilitó la apertura a la vulnerabilidad y el conflicto, frente a la ruptura del vínculo que generaba la violencia, con la que acostumbraba a sostener su invulnerabilidad, su inaccesibilidad frente a sus propias emociones y las de su pareja.

REFLEXIONES FINALES

Considerando las experiencias producidas en el trabajo de campo, y retomando los planteamientos teóricos reseñados en el primer apartado del artículo, podríamos considerar que el mandato de masculinidad es una estructura social que distribuye de manera diferencial la vulnerabilidad. En el caso de los hombres que participaron de esta investigación, el mandato de masculinidad dificulta el reconocimiento de su vulnerabilidad ontológica, porque ésta les devuelve una imagen de sí mismos no individualizada, necesariamente interdependiente, emocional y menos sujeta al control, la racionalidad y la autosuficiencia que la posición masculina demanda.

Podemos entender entonces que la violencia masculina contra las mujeres en la pareja no sólo está vinculada al poder, sino también a la vulnerabilidad, y a la estrecha relación que mantienen entre sí. Hemos visto que la violencia emerge como una resistencia a la vulnerabilidad, a la apertura que demandan los vínculos afectivos, y que es percibida como conflictiva. Un conflicto que, de manera circular, solo puede construirse, sostenerse y resolverse o habitarse sin violencia en el espacio que la vulnerabilidad ofrece. La violencia, al tiempo que custodia las fronteras del individuo, alejándolo del otro y de sí mismo de una dimensión emocional conflictiva, permite reforzar la posición masculina, no sólo porque la violencia es masculinizante, sino porque la invulnerabilidad también lo es.

En este sentido, la definición de vulnerabilidad no debe restringirse únicamente a sus acepciones negativas, ya que también es una condición de posibilidad, no solo para construir los conflictos inherentes a la vida vincular e interdependiente, y necesarios ―pero no suficientes― para evitar que emerja la violencia, sino también para vivir experiencias humanas significativas. Es posible entonces, a partir de analizar la vulnerabilidad allí donde los hombres (pero también quiénes nos dedicamos a los estudios sobre masculinidades) nos resistimos a encontrarla, que podemos considerar la necesidad de reconceptualizar y repolitizar la relación entre masculinidad, emociones y vulnerabilidad como herramientas para el cambio social y, especialmente, para transformar la relación de la masculinidad con la violencia.

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1Agradezco a Natalia Castelnuovo, Laura Morroni, Santiago Morcillo, Estefanía Martynowskyj y Mónica Ruiz por las conversaciones que contribuyeron a elaborar las ideas de este artículo.

2Para un análisis del proceso histórico vinculado a la institucionalización del género que ha privilegiado este tipo de explicaciones sobre la violencia, ver De Stéfano Barbero (2021, cap. 5).

3En su aplicación a personas y grupos humanos, el concepto vulnerabilidad fue utilizado por el modelo neoliberal de gobernanza y sus políticas de ajuste estructural en regiones como América Latina (ver Madrid, 2018). Este modelo, que distribuye recursos y servicios de forma diferencial de acuerdo con el grado de vulnerabilidad de las poblaciones, tiende a invisibilizar el carácter social de la desigualdad, y a perpetuar una lógica de «ayudas» y «apoyos» monetarios, donde es preciso instaurar cambios estructurales que garanticen derechos sociales universales, como el empleo, la vivienda o la salud (Paiva et al., 2018).

4Para un análisis sobre la especificidad de los procesos de socialización en la infancia y adolescencia de los hombres que ejercieron violencia contra las mujeres en la pareja, ver De Stéfano Barbero (2019). Para una distinción entre afectos y emociones en el campo de las masculinidades, ver Reeser (2020).

Recibido: 13 de Junio de 2022; Aprobado: 21 de Diciembre de 2022

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