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Lexis

versão impressa ISSN 0254-9239

Lexis vol.45 no.1 Lima ene./jun. 2021

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202101.011 

Artículos

La composición de El morador (1944) de Javier Sologuren: estructura temática y unidad estilística

The Composition of El morador (1944) by Javier Sologuren: Thematic Structure and Stylistic Unity

Renato Guizado-Yampi1  2 
http://orcid.org/0000-0002-1200-3132

1Universidad de Piura - Perú, renato.guizado@udep.edu.pe

2Universidad de Salamanca - España

Resumen

El morador es el primer conjunto de poemas de Javier Sologuren, publicado en 1944 como separata del número 8 de la revista Historia. La crítica conviene en destacar el alto dominio de formas poéticas y del lenguaje que muestran sus versos; sin embargo, no ha atendido ese riguroso trabajo de Sologuren que opera también al componer el conjunto no como una adición accidental de poemas, sino como una estructura que los integra según un sentido alineado a la concepción de poesía que estos trasuntan. El presente artículo examina ese aspecto de la escritura de El morador, colección concebida con una estructura secuencial y una unidad de estilo, y ofrece una interpretación a partir del análisis de cada poema.

Palabras clave: Javier Sologuren; El morador; Vida continua; Poesía peruana del siglo XX; Grupo poético de 1945

Abstract

El morador is the first poetry collection of Javier Sologuren, published in 1944 as a brochure of the journal Historia (n°8). Many critics argue that in these poems the author demonstrates his deft skills with language and poetic forms. That rigorous work of Sologuren also operates composing the set as a structure which integrates the poems in a sequence and meaning aligned with the conception of poetry they express; however, the critics do not mention that aspect of the collection. This paper examines that point on the writing of El morador (which was conceived with a sequential structure and with stylistic unity) and interprets it on the basis of the analysis of each poem.

Keywords: Javier Sologuren; El morador; Vida continua; 20th century Peruvian poetry; Poetic group of 1945

1. El morador: un acierto técnico

Cinco años después de haber dado a conocer sus primeros versos en El Comercio (1939-1940), Javier Sologuren publica a fines de 1944 su primer conjunto de poemas, con el título de El morador. Este poemario aparece como una pequeña separata adjunta al octavo número (octubre-diciembre) de la revista de cultura Historia, que dirigía el historiador Jorge Basadre. En escasas doce páginas, el autor dispone ocho poemas breves: “Décimas de entresueño”, “Encuentro”, “Hora”, “Elegía a Blanca, una barca posible”, “Semblante”, “Paso”, “Interludio” y “El morador”.

Sus méritos serían celebrados por la crítica posterior. En 1971, Abelardo Oquendo señala la rigurosidad de su factura en contraste con la juventud de ese entonces del autor: “Cuando Javier Sologuren publica El morador (1944) tiene veintitrés años y un concepto plenamente formado de la poesía: Formado y estricto: ningún desliz, ninguna concesión: sabe lo que quiere y ofrece sólo los versos en que lo logra” (VII). Ricardo Silva-Santisteban refrenda el acierto y observa que El morador “se caracteriza […] por la búsqueda de un estilo personal y un gran dominio formal que muestran el rigor con que Sologuren comenzó y continuó escribiendo su poesía posterior” (en Sologuren 2016: 8). Es así que, por su verso feliz y la rica sensibilidad sonora e imaginativa, este pequeño cuadernillo (o “plaqueta”) se instituye como título de referencia en la obra del autor, reunida bajo el título Vida continua desde 1966.

Para comprender la magnitud de su calidad es necesario leer el cuadernillo como esa búsqueda de lenguaje personal que indica Silva-Santisteban, es decir, como testimonio de la maduración artística del autor. Su amigo de juventud y poeta Raúl Deustua es el primero en notarlo en un comentario de 1948, donde sostiene que estos poemas cancelan los versos adolescentes del autor (2015: 205) porque El morador es consecuencia de una reflexión sobre la escritura y la vivencia humana de la que nace una poética total, es decir, una concepción de la poesía que fundamenta coherentemente un estilo y otros aspectos textuales. La solidez de este sistema permite la escritura de un grupo de composiciones que poseen unidad de perspectiva y de estilo. La amplitud de sus pretensiones expresivas permite que el autor trabaje en todos los estratos del discurso: sonoro, léxico, sintáctico, estructural y también el intertextual. El morador, entonces, puede calificarse como obra de maduración, porque sus poemas conforman una unidad según unos principios creadores fundamentados.

Que la crítica no haya caído en la cuenta de esto se debe a que las colecciones más afamadas, como Otoño, endechas (1959) o Folios de El enamorado y la muerte (1974-1978), se forman por adición, así que, en líneas generales, es cierto que al autor le preocupa “escribir sobre todo poemas más que conjuntos de poemas […]” (Silva-Santisteban 2020: 499). El mismo autor se empeñó en disipar la imagen que se tenía de él como un escritor ceñido a un plan de trabajo, en pro de la imagen de un poeta más espontáneo cuyas colecciones no necesariamente se organizaban según una idea premeditada (véase Sologuren 2005b: 528). Ese perfil no concuerda con el creador que se infiere de esta plaqueta, en cuya producción sí hubo una preocupación por la forma, tal como lo admite el autor (2005b: 409).

Sería extraño que Sologuren, gran conocedor de formas, no hubiese contemplado la posibilidad de integrar sus composiciones individuales según un orden como lo hacían Charles Baudelaire o Stéphane Mallarmé, cuyas obras frecuentaba. De hecho, El morador no sería un caso aislado: Dédalo dormido (1949) posee una estructura analítica, cuya primera composición expone los motivos que las subsiguientes habrán de tratar.

Recuerda Jorge Eduardo Eielson que El morador se escribe desde 1941 (1989: 280), y la fecha la refrenda el índice de la edición de 1989 de Vida continua. Como se sabe por dicha edición, hacia 1944 Sologuren tendría al menos doce poemas inéditos, de los que seleccionó solo ocho para la primera publicación en separata. La segunda edición de Vida continua (1971) aumenta los poemas “Perfil” y “Juglaría”; y, la de 1989, otros dos: “Canción” y “Breve poema”. Aunque la reducción inicial pudo deberse a un límite de páginas impuesto por la revista, lo cierto es que entre los poemas escogidos se aprecia un esquema temático cuyo perfil se difumina cuando se agregan los poemas restantes.

El presente artículo analiza la estructura temática de la edición príncipe de El morador, ensaya la hipótesis de un orden secuencial y explica las razones estilísticas de la reducción selectiva que hizo el autor. De ello no solo se obtiene un perfil más completo del gran creador que fuera Javier Sologuren, sino un mejor acercamiento al sentido de una colección tan apreciada como compleja en sus modos de significación.

2. “Décimas de entresueño”: un poema programático

Dentro de la vasta obra de Javier Sologuren, El morador se caracteriza por su lengua especialmente abstrusa y la riqueza sensorial de sus imágenes simbólicas, las cuales se presentan al lector con todo su esplendor desde el primer poema, “Décimas de entresueño”:

1 Si suspendida arena, nuevo mundo, nace pronta en elipse aclimatada, el silencio recoge despuntada su espina de fragor, que no circundo, y en crecida marea me confundo; naufrago en olivar y renacido a cuestas de sus ramas verdecido, recuerdo, acaso, la virtud del verde, descanso de la vista que se pierde en sueño rondador no repetido.

2 Pero es sombra y vigilia en su momento (incandescente flor, casi pupila) mariposa luz de piedra hila que hila madeja trabajada en movimiento de vuelo circular y seco aliento. Y es sentirse en el aire o sobre el suelo, abrasado, sin luz; despierto en hielo, acechando el revés de la conciencia; dormir ejercitando olvido, ausencia de la tierra - y del infierno al cielo.

3 Apronta tu partir, sal de tu ciego ambular de color, papel alado, hacia tu verde mar alimonado; suelta tu viento en llama, débil fuego en la palma de la mano; aunque lego tu ademán, ignorante del viaje, alcanza su motivo y su paisaje en la linde del mundo (en incipiente aventura del párpado yacente) viéndolo todo, y todo sin su traje.

4 A tono de la tierra con su oficio encanecido y apagada lumbre, recóndita ceniza y muchedumbre llovida del recuerdo (buen servicio para el llanto) recorre su solsticio inesperado; ya durmiente, instancia desolada, vivido azar, distancia desenvuelta casi al rodar de ovillo que diestro tejedor vuelve al anillo del minuto interior, crecido en ansia (2016: 25-26).

No yerra Luis Hernán Ramírez al interpretar estas décimas como un arte poética (1967: 5-6), cuyo trasfondo es una reflexión sobre la creación del poema. Ese carácter se trasluce tanto en el contenido como en el estilo: en lo primero, el texto asoma una definición de la poesía, de cuáles son sus virtudes y su ejercicio creador; en lo segundo, ejemplifica los rasgos lingüísticos y estructurales de su propuesta estética.

El texto es una invitación a la creación poética, simbolizada en una oruga a la que el enunciante insta a convertirse en “mariposa” (vv. 1, 13 y 21-22). La poesía se configura como un viaje, vuelo y navegación a la vez, que debe alcanzar un mundo nuevo nacido del poema (vv. 5-6 y 23-27) (Gazzolo 1989: 228). En esto, la concepción de Sologuren procede del surrealismo: la poesía crea su propia realidad (Oquendo 1971: VII), la del sueño, con el esplendor de la fantasía y sus maravillas (Ramírez 1967: 6-7). Ese nuevo mundo se descubre en el interior (y revés) de la consciencia del sujeto (vv. 18 y 40) y posee cualidades extrarreales: tiene su propia lógica que concilia los fenómenos opuestos (vv. 11, 16-20) y funde las materias disímiles que lo forman (vv. 5, 13). Como se confirma en los poemas subsiguientes, el sueño es eminentemente un ámbito de unión de los cuerpos.

El asunto metapoético de “Décimas de entresueño” se complementa con alusiones al esfuerzo del creador. El acceso al mundo onírico es tarea esforzada y el poeta se debate entre la vigilia y el sueño, por lo que debe “acechar” (v. 18) y trabajar constantemente. Entonces, se le reconoce en el “diestro tejedor” (v. 39) y, por lo tanto, en esa oruga que “hila [que hila]” las alas al interior de su capullo (v. 13).

La expresión difícil de El morador se explica en esa condición creadora de la poesía, pues una realidad nueva solo puede brotar de un lenguaje inusitado. De los numerosos estratos del discurso sobre los que Sologuren demuestra su destreza, son tres los que complican la expresión: la objetivación de la subjetividad, el discurso simbólico y el plano gramatical. En cuanto al primero, como apunta Ana María Gazzolo, las marcas de la primera persona gramatical disminuyen hasta volver prácticamente imperceptible al sujeto de estos poemas (1991: 10). El enfoque subjetivo es rasgo tradicional del discurso lírico, pero Sologuren apuesta por un enunciante que se distancia de su subjetividad y la objetiva en imágenes, y eso le permite analizar sus anhelos, emociones y vivencias. Los versos resultantes prescinden de la confesión sentimental y, en cambio, se concentran en recrear el mundo onírico, que surge pleno y dinámico. Así, la materia fluye independiente del enunciante y despliega todas las asociaciones trascendentes que van conformando su faz, su trasfondo y su ámbito (véase Guizado Yampi 2020: 7-8).

Entonces, Javier Sologuren despliega a plenitud su sensibilidad plástica al construir las imágenes más variadas, especialmente tomadas de la vegetación. En El morador, el núcleo semántico del poema se sostiene de la capacidad simbólica de esas imágenes para suscitar pensamientos y estados anímicos. Sucede que los procedimientos de simbolización más fecundos de El morador son la elusión del nombre del objeto poético y la perífrasis alusiva, que sirven de pauta para la construcción de los demás textos. En esto subyace la verdadera dificultad del lenguaje: el poema evita mostrar directamente el asunto o el objeto poético, que solo asoman en algunos puntos del discurso y, en cambio, son aludidos con imágenes de otros campos semánticos a modo de rompecabezas que el lector debe resolver. Esa perífrasis alusiva refigura y abstrae una situación concreta reconocible, o en otros casos diseña escenas de la pura fantasía. En algunos versos, el autor evoca emociones conjugando imágenes de difícil comprensión y sin nexo racional entre sí, de significado abierto y sugerente. En retribución, las imágenes confieren al objeto nuevas dimensiones y significados, de modo que producen símbolos y textos polisémicos.

La búsqueda del lenguaje personal se gesta también en el léxico y la sintaxis. Hay un gusto por las palabras de raíz culta, las frases extendidas y los verbos personales con pronombre enclítico, así como algunos hipérbatos y cultismos sintácticos. Al igual que la décima y el soneto, presentes en seis de los poemas, estos giros los toma de la lírica española del Siglo de Oro. El resultado es un estilo complejo y enrarecido, tanto por lo arcaizante de las formas como porque paradójicamente elaboran modernas estructuras simbólicas.

En suma, la poética que estipula “Décimas de entresueño” es tan sólida y eficiente que se cumple en los poemas posteriores sin caer en la monotonía. Su visión de la escritura como acceso al mundo subjetivo justifica la diversificación temática posterior y, principalmente, es la clave para interpretar un sentido en el orden de la colección.

3. Estructura secuencial: el viaje simbólico

Como se deslizó en el apartado anterior, para esta poética “crear” es “descubrir”: por medio de la palabra, el sujeto configura y da entidad al mundo que descubre en su interior. En consecuencia, entre los poemas de El morador hay referencias intertextuales que establecen la secuencia de un proceso, que es la introspección progresiva del sujeto en el mundo lírico y subjetivo del sueño y que adopta la figura del viaje.

Como itinerario simbólico, la sensibilidad de El morador tiene una preferencia por la imaginería geográfica y náutica: el “mar”, la “barca”, el “mundo”. Es también revelador que el título remita a Las moradas del castillo interior (1588) de Santa Teresa de Jesús, libro que traza un camino místico en el que, con amor y oración, el ser se adentra en su propia alma. Asimismo, el epígrafe del conjunto pertenece a una canción castellana medieval en la que el yo lírico se adentra en un jardín:

Dentro en el rosal matarm’han.

El sujeto lírico de este cuadernillo vendría a ser quien busca “morar” en su interior, y por eso el título. Como se aprecia, Sologuren dispone varios signos que delatan un esquema lineal.

Entonces, como poema programático que invita al viaje, “Décimas de entresueño” principia la secuencia. “Encuentro”, segundo poema, es el primer asedio al alma y sus imágenes simbolizan las dos paradojas que más han preocupado al hombre: la fugacidad del tiempo y el vaivén del amor:

1 Como en soñada flor venido presto. Color en llama, labio de la suerte encontrada; rendida que no inerte sorpresa de alabastro, nardo enhiesto en perfume de su muriente gesto de amor; en mar creciente, milagroso, presencia arrebatada sin reposo a cierta sed presente (todo y nada, y silencio y fragor - luz destinada a nacer y morir en cada gozo).

2 Suben impares, álzanse en corolas, lunas de nueva altura cautivadas, al desvelo nacidas, desveladas de ciegos ruiseñores, nieves solas. Cielos claman dolidos por sus olas, sus pulsos y sus sombras en ausencia; descárgase la luz -suave dolencia del rostro y del amor; vuelve a su punto, desolada, perdido su conjunto de tenaces llamadas, la presencia (2016: 27).

El evento básico aludido es el ciclo del día: la primera estrofa trata del sol y del ocaso (“en mar creciente […] / presencia arrebatada”); en la segunda, aparecen las “lunas”. Las imágenes se superponen fundadas en el aspecto visual de esos cuerpos celestes: en la primera décima hay imágenes de color encendido y flores (semejantes al sol en su forma); en la segunda, lo harán otros de tonalidad blanca. A la vez, estas insinúan una dicotomía erótica: el sol se alude con signos de unión amorosa (“Color en llama, labio de la suerte”) y la noche, con signos de separación desolada (“nieves solas”, “en ausencia”, opuesta a la “presencia”). Del gozo del vivir se pasa al temor por la muerte (nótense las sensaciones de frío y ceguera de la segunda décima), mientras que el amor fluctúa entre contacto apasionado y fría ausencia. Las imágenes son el reflejo transfigurado del paso de las horas en el subconsciente del yo, con la preocupación que le concita la caducidad de la dicha humana (y en ello el simbolismo de las flores). Los “ciegos ruiseñores” en desvelo son el signo metapoético del lamento por la ausencia. El sentimiento, pues, brota por medio de una actitud descriptiva que se distancia, objetivándolo sin que aparezca la primera persona ni confesión sentimental alguna.

Las tres composiciones siguientes, “Hora”, “Elegía a Blanca, una barca posible” y “Semblante”, profundizan el tema amoroso tratando las diferentes facetas de la relación con la amada: el contacto, el olvido y el recuerdo, respectivamente. En los tres sonetos finales, “Paso”, “Interludio” y “El morador”, se delinea paso a paso el arribo a la “fresca tierra” onírica, desde el tránsito de la vigilia al sueño, hasta la inmersión total en sus aguas. Con la finalidad de examinar los lazos tendidos entre los textos, los logros expresivos de su lenguaje y la constancia del estilo, se comentarán las seis últimas composiciones del conjunto.

3.1. Un asedio al corazón: amor y erotismo en El morador

El distanciamiento del objeto poético y la disminución de la primera persona no buscan anular el significado emotivo que, para Sologuren, es condición de todo discurso lírico (2005b: 479-480). De hecho, la concepción de que el poema nace del corazón fundamenta la idea medular del mundo poético interior. En algunas composiciones, dicha idea es más notoria y la primera persona aparece muy atenuada, pero, como se dijo, su base expresiva no es la confesión emocional o la exclamación, sino la capacidad simbólica de las imágenes.

“Hora”, el tercer poema de la serie, tematiza ese paradigma de lirismo:

En el activo espejo de este pecho, ebrio piadoso, ríndome al amargo laurel cuyo retoño es la caricia. Por inviolable música del héroe amoroso, su gesto repentino bate los muros ciegos del silencio. Cava la interna fiesta de la sangre su cautiva azucena, su dulzura; en pura sed levántase terrestre y acércame la cárdena palabra a la certeza lívida de un verso (2016: 28).

Asoma en estos versos una compenetración amatoria que no está descrita, sino aludida y vuelta símbolo. En la primera estrofa, la unión feliz de los amantes está en la metáfora del “espejo de este pecho”, donde el sujeto se “rinde” (se recuesta) y se ve reflejado en calma tras la unión (nótese la oposición entre “activo” y “ríndome”). En la segunda, la “caricia” dada al sujeto “bate los muros ciegos del silencio”, lo que es metáfora del amor que ingresa en el cuerpo del sujeto rendido, y quizá dormido. En la estrofa final, la “caricia” termina por penetrar en “la fiesta interna de la sangre”. Los rasgos del evento concreto han sido depurados de sus circunstancias y reducidos solo al punto intenso del contacto de los amantes; el título “Hora” es por ese instante crítico. Tal depuración lírica implica también reducir las presencias personales.

Con dicha técnica, Sologuren cede espacio a las imágenes y metáforas que aluden al hecho para conferirle nuevos valores semánticos. Por ejemplo, el acercamiento de la amada se figura en la “caricia” del “laurel” y luego en la “azucena”; el cambio expresa la dualidad paradójica del amor, que es “amargo” al tiempo que bello. El gesto de amor se ha transformado en vida vegetal que crece con plena agencia ante un sujeto lírico pasivo: como una enredadera, franquea el “muro” de su cuerpo y “cava” en su corazón (“la sangre”) para enraizarse. Al representar el amor como entidad que adquiere independencia, se manifiesta la intensidad pasional.

Pero todavía más: la alusión instituye un evento paralelo al erótico y simbolizado por este, el de la creación poética. En las tres estrofas hay remisiones a la poesía en imágenes que surgen como signo de la compenetración entre amantes. Primero, el “laurel” es símbolo de la poesía, como lo es en la tradición clásica (Salazar Rincón 2001: 342). Ya “los muros ciegos del silencio” indican que la “caricia” buscará despertar en el sujeto un canto que antes no estaba. Y finalmente la imagen de la tercera estrofa indica que la “caricia” ha germinado y hecho brotar (“levántase”) la “cárdena palabra” y el “verso”. La poesía envuelve todo el encuentro: de la unión amatoria nace el “laurel” que ingresará a la “sangre” para elevar el canto: se trata de la inspiración amorosa que desde siempre ha alcanzado a los poetas (y a Sologuren en especial, como él menciona). El sentir humano y el arte se corresponden íntimamente y, de hecho, la elisión de la persona femenina permite pensar que la amada es la poesía misma: si en este encuentro amoroso el yo lírico tiene un rol pasivo, se debe a que el agente es una entidad superior.

“Elegía a Blanca, una barca posible” tampoco declara un sentimiento, lo que responde a la pauta de “Décimas de entresueño” de recrear una realidad dinámica desde la elusión. La mujer y la relación amorosa no se nombran, se esbozan en la metáfora del naufragio:

¿Y podía espantarme con tu espanto -salado torbellino a devorarte de improviso- si tengo todo amargor de mar aquí en mi boca? ¿Y podía buscarte bajo el agua, ella que ayer no más te sustentaba con oculta alegría, Blanca, tan a la gracia marinera? Pero siento que se abren tus costados y la sombra te invade las entrañas; que a través de los peces lentas flores aduermen tu madera (2016: 28-29).

Coinciden estos versos con la propuesta de El morador de considerar la herencia literaria, en el asunto náutico y la adscripción al género de la elegía fúnebre. Se trata del naufragio de una embarcación, Blanca, de cuyo desastre el enunciante se distancia física y emocionalmente. La imagen náutica ha sido ya usada como metáfora de la escritura literaria en “Décimas de entresueño”, pero aquí el significado es otro y su faceta es la menos feliz: la del motivo clásico del navigium amoris que metaforiza al amor como una navegación en mar tempestuoso (Ramajo Caño 2001: 510), ampliamente usado por los elegiacos. Sin embargo, no es el enunciante quien corre peligro, sino la amada quien se hunde.

Sologuren plantea su naufragio como un hecho en plena actividad. Cada estrofa insinúa una etapa del desastre desde los momentos previos al hundimiento. El lenguaje está dispuesto para manifestar lo repentino del transcurrir. La primera estrofa presenta tres momentos ordenados cronológicamente: el susto de Blanca, el torbellino que llega y la caída del enunciante al agua; y se expresan como simultáneos gracias a que forman una sola frase condicional en la que el antecedente es la acción final de la cadena conjugada en presente y el consecuente es el evento inicial en pasado imperfecto (cuando lo usual es que sea al revés). La tercera estrofa se introduce con un “pero” de eventualidad reciente y los complementos del verbo enumeran los efectos progresivos de la descomposición de la nave. Es como si todo ocurriera durante la lectura.

Esa cualidad se desliga de las convenciones de la elegía fúnebre, que ha perdurado como una lamentación manifiesta y retrospectiva sobre una persona perdida o un suceso consumado. Por otro lado, la pérdida de Blanca no ocasiona melancolía alguna en la voz. Eliminar la declaración sentimental permite crear una emoción no convencional, mezclada: de la amargura del inicio (v. 2) se llega a la indiferencia por el destino de Blanca, reflejada en la falta de reacción del yo, que se muestra en su actitud descriptiva y la interrogación donde se exime de buscarla (vv. 5-8). El enfoque objetivador deshumaniza a la mujer (la vuelve nave) y crea ese tono impasible en la voz; lo mismo que el nombre “Blanca” se escoge para simbolizar el vacío que su persona inspira. El poema es, más que una elegía por ella, una elegía por la extinción (o, mejor, hundimiento) del amor que le tenía. En ese sentido, es revelador el verbo “siento” del v. 9, pues indica que el hecho no es físico (no se “ve”), sino ya únicamente emotivo. La corrupción de la barca bajo el agua (los pensamientos) es símbolo del olvido al que están destinadas las personas cuando se acaba el sentimiento.

La pérdida, entonces, no concita emociones “románticas” donde la mujer es un ente tierno o tristemente irrecuperable. Blanca no es una flor, es una barca, un objeto rudo y peligroso. Y la voz incluso se permite en el v. 8 una pincelada de sarcasmo frente a la desgracia: el agua antes la sustentaba “a la gracia marinera”.

El poema “Semblante” es otra elegía, cuyo enunciado afectivo inicial confía su desarrollo a las imágenes sucedáneas:

La oscura enredadera de mi sangre ardiendo está en silencio antiguo aroma. Tuya esta tibieza, esta perfecta invasión de tu memoria en el sentido. (Como aquella breve campánula: soledosa transparencia en la pupila). Y es rendido labio, adolescencia, que en el bosque marmóreo la sombra bebe (2016: 31).

Trata del recuerdo del rostro de una mujer, la cual se reduce al pronombre (v. 4) y a un “labio” indeterminado; por eso el título. Fundadas en el contraste luz-oscuridad y en imágenes vegetales, sus cuatro estrofas analizan el instante del recuerdo. Al amor del pasado le corresponden las imágenes luminosas (“soledosa”, “bosque marmóreo”); al pensamiento del sujeto lírico, las imágenes oscuras (“oscura enredadera”, “sombra”). La oscuridad transmite el dolor del recuerdo, manifestado en la enredadera quemada (“ardiendo está”) y la alusión al llanto de la “transparencia / en la pupila”. Ese contraste entre presente lúgubre y felicidad recordada se refuerza porque la “campánula” (reflejo de ella en la “pupila”) tiene flor, mientras que la “enredadera” (la sangre del yo lírico), no; y porque el “bosque” posee más entidad que su “sombra” (yo lírico).

En “Semblante” no falta la ironía: pese a su luminosidad, el pasado concita emociones nefastas en el sujeto. Las imágenes manifiestan, sin patetismos, una dependencia emocional con claros visos de depresión, expresada como amenaza latente que las imágenes luminosas sotierran, porque el verbo “bebe” indica que la “sombra” (metáfora de la sangre “oscura” del enunciante que simboliza su situación) se nutre del recuerdo del “rendido labio” de la mujer; y en el mismo sentido la “enredadera” es una planta parásita. La intensidad del recuerdo amoroso está expresada en la violenta ­reacción corporal: la sangre arde. En El morador, lo corporal es material simbólico gracias al tratamiento objetivador del enunciante. Así, la blancura de la tez se transforma en el “bosque marmóreo” (v. 11), cuyo carácter marmóreo sugiere la frialdad de un recuerdo que es eco del original, o sea, falto de verdadero calor humano.

Es necesario apreciar la calidad imaginativa de estos poemas, admirables por su variedad y sensibilidad. La observación vale para toda la plaqueta. El autor pone cuidadosa atención en los detalles sensoriales más sutiles, de los cuales resultan matices semánticos. Y ello especialmente con las imágenes de la naturaleza, en su mayoría vegetales: así, el erotismo de El morador es vegetal por excelencia. El poeta confiesa que hay una “comunión” entre el paisaje y la vida anímica interior, por eso la naturaleza siempre le ha sido una rica fuente de imágenes, que fueron su medio principal de simbolización de sentimientos (2005b: 486).

Estos tres poemas forman un pequeño ciclo. Cada cual aborda una faceta y un sentimiento distintos de la dinámica entre los amantes: la unión gozosa, el desamor y el recuerdo, respectivamente. Si bien la secuencialidad del itinerario no está marcada, los poemas se engarzan en la progresión de El morador porque con ellos el sujeto penetra y examina su dimensión emotiva desde el amor. Ya “Hora” presenta la imagen invasiva de la “azucena” que “cava la fiesta interna de la sangre” y acerca el “verso” (vv. 7-10). La concepción de la lírica como manifestación de la emoción interior inscribe el tema amoroso en la reflexión metapoética que rige toda la plaqueta. La vertiente erótica, por su parte, se inmiscuye en casi todos los poemas, pues responde al impulso de fusión que, como ya se indicó, es inherente del sueño.

3.2. El arribo al mundo onírico

Los tres poemas últimos forman también una serie, donde la progresión del itinerario es más reconocible gracias a que presentan algunas repeticiones (no transiciones ni deícticos) que conectan los textos. En estos poemas el viaje llega a su fin y el sujeto arriba exitosamente al mundo onírico.

El soneto “Paso” es uno de los textos más elocuentes acerca del viaje hacia el sueño:

Es el paso perdido que se ignora en el planeta perla del que sueña; es el paso pasión de quien se adueña la opalescente sombra acogedora. En umbría de amor pronto se empeña, a ciegas corre; dulce encubridora la noche profundiza la huidora planta que en el reposo se desdeña. A poco oscuro mundo se esclarece a extremo del misterio de este paso y en esponjada luz pupila crece. Es el paso ilusión por quien se acude a las fiestas ocultas del acaso. ¡Música suya al corazón desnude! (2016: 31-32)

La imagen central es el “paso”, metonimia despersonalizada del sujeto que avanza hacia la “sombra acogedora” del sueño para participar de sus “fiestas ocultas”. Dicha lectura se fija desde la primera estrofa: el “paso” es una “perla del que sueña”, donde el sujeto se “adueña” del mundo nocturno, el cual se “esclarece” (v. 9) para su “pupila” (v. 11). El “planeta”, la realidad de la vigilia, ignora las maravillas del otro mundo; por el contrario, al sujeto le es natural: la “planta” de su pie “se desdeña” si no avanza, porque ansía huir al sueño (“huidora”); y la “noche”, momento de oscuridad para los sentidos, pero no para el alma, “profundiza” sus pasos (vv. 7-8). Este ámbito nocturno abre una resonancia erótica: el soñar se figura como unión amatoria (v. 5, donde hay una alusión al acto sexual de ingresar en la “umbría de amor”).

“Paso” es el poema de emoción más exaltada. La estrofa cuarta es la más emotiva por su definición del “paso” como “ilusión” y porque presenta al sueño como evento gozoso en la metáfora de las “fiestas del acaso” (es decir, donde el deseo puede cumplirse). Esas “fiestas” de las que brota “música” reconfirman la relación sueño-poesía e inserta la concepción introspectiva de la poesía como medio para descubrir el corazón del hombre.

“Interludio” presenta una estancia posterior al avance del soneto que se acaba de comentar: la del arribo a la “fresca tierra” onírica (v. 12):

En poderes que fluyen puntualmente suavizando los labios de abandono sensible su semblante aduerme tono ardoroso naranja frutecente. Del imperio suavísimo corono aromoso sitial, malva ferviente; el anheloso pulso que se siente perece en toda piel, en todo tono. Silencio de magnolias ensombrece su personal estar, su rumorosa condición vegetal se nos ofrece en fresca tierra, mundo en que reposa, como campo lunar que palidece, enamorado ser, oscura rosa (2016: 33).

De hecho, se lee como una continuación de “Paso”. Ya indica el título que esta composición es la “música” que atisba el v. 14 del soneto anterior. En consecuencia, la pincelada erótica de “Paso” concluye su cuadro en este soneto: el ingreso al mundo onírico es una unión amatoria. La expresividad de “Interludio” descansa en cómo las imágenes de la tierra del sueño van sugiriendo el contacto con una mujer no dicha directamente. La mujer es el “imperio suavísimo” que el sujeto conquista al coronar su “sitial” (que viene a ser el lecho) y tras el coito llega el perecimiento “en toda piel” (v. 8), el reposo de la petite mort. La imaginación vegetal del autor alcanza su esplendor en “Interludio”, porque el sujeto se interna en un jardín simbólico donde cada flor le añade una dimensión distinta: “frutecente” por su fecundidad, “malva” por lo nocturno. La “oscura rosa” reina en el espacio descubierto y es símbolo de la poesía (con su “rumorosa condición”), que sintetiza la fecundidad del sueño y la belleza de la mujer. Las sombras en este poema son benéficas: como el cuerpo femenino “se ofrece” de noche, la “rumorosa condición” del poema precisa del “silencio” y del misterio de su lenguaje.

Como punto final, “El morador” presenta la inmersión total en el mundo onírico interior, el destino alcanzado del viaje de la escritura:

Resplandeciente umbela el sueño vierte entre perlas que el légamo detiene; en leve ascenso de la tez se cierne la tiniebla de seda de los peces. Desde esa fuente que silencia el quieto peso de la marea: caed, caed, lentos caed glomérulos, desiertos seres bermejos entre tenue verde. Ved perfectas arenas los reflejos de yedra en el silencio; sedimentos de transparentes huesos en la piedra. Ved el entero helecho en las paredes de yacentes murciélagos, y ved que en ese pez el tiempo se nivela (2016: 34).

La palabra “inmersión” es la más adecuada, pues el sujeto está sumergido en las aguas fluviales, como se deduce del imperativo “caed” y de su mirada atenta a los cuerpos acuáticos. El sueño “vierte” en el agua las maravillas: las flores (“glomérulos”) caen en ella y otros seres se reflejan en sus arenas (la “yedra”, el “helecho”). La escena propone la unión de toda la materia en el agua. Luz y oscuridad se abrazan en el río: la “resplandeciente umbela” cae sobre la “tiniebla de seda de los peces”. Todavía más: el río reúne los extremos del tiempo. El día y la noche están figurados, por asociación cromática, en los “seres bermejos” (vv. 7-8) y en los “murciélagos” (v. 13), respectivamente. Además, entre toda la vida floreciente, el suelo está formado de “huesos en la piedra” (v. 11), lo que simboliza la armonía de la vida y la muerte. El resultado es, en efecto, un ambiente de fantasía, cerrado para sí mismo.

En conformidad con la poética del conjunto, el texto propone dos cuadros simultáneos y complementarios: la escena fluvial es la transfiguración del interior corporal y psicológico del hombre. Por eso, la superficie del agua es la “tez” (v. 3) y bajo ella hay “huesos”; los “seres bermejos” en el flujo remiten a la sangre; y en la palabra “glomérulos” opera una dilogía que activa su sentido anatómico de aglomeración de vasos. El sumergirse de la escena acuática trasluce la introspección humana aludida.

Entonces, el “pez” (v. 14) de las aguas interiores (ente viajante como la “mariposa” de “Décimas de entresueño”) es un símbolo del poema naciente, que “nivela” el tiempo porque trasciende su paradoja y se proyecta a lo intemporal, como es propio del arte para Javier Sologuren. La autorreferencia textual está ya en “la tiniebla de seda de los peces”, que significa la dificultad del discurso poético.

“El morador” es el poema que más puntos de intertextualidad dispone: retoma las arenas, el símbolo del agua y del color verde como génesis de vida (“Décimas de entresueño”), las “perlas” del sueño (“Paso”), la paradoja temporal (“Encuentro”), la reiterada imagen de la enredadera (“yedra”) y el motivo del ingreso erótico (la escena implica una cueva, por “las paredes de murciélagos”, vv. 12-13). El soneto sintetiza los poemas anteriores y esa es otra evidencia de un orden secuencial que llega a su término. Por eso, le corresponde dar nombre a la colección: en sus versos, la compenetración del sujeto lírico con la realidad interior es total.

4. Unidad estilística y etapas de la escritura

Como se afirmó, podría sostenerse que la reducción de poemas de El morador se diera por parámetros de la revista. No obstante, una comparación somera delata obvias razones de estilo que guían la selección donde el autor omite “Canción”, “Perfil”, “Breve poema” y “Juglaría”.

La exclusión de “Perfil” y de “Breve poema” se debe a su versificación libre y a que las imágenes sueltas que los conforman carecen del desarrollo constructivo de los poemas estudiados, los cuales presentan un símbolo nuclear. Sirva como ejemplo de contraste el “Breve poema”, donde la yuxtaposición metafórica de los primeros versos delata un influjo surrealista, pero no tiene de los otros textos la concentración alusiva en un objeto principal:

Solo, el fuego y el cristal. Solo, el caballo. Una mujer bebiendo el cielo puro, el aire raudo, el viento solo. Una boca clarísima y dolida, una mujer más tarde, entre topacios y lianas azules de la noche (2016: 30).

Se observa que no hay una imagen base de la cual partan nuevas asociaciones. Por eso, la diferencia con poemas como “Hora” o “Elegía a Blanca, una barca posible” es muy patente.

La “Canción” no fue incluida porque se diferencia del resto en tres aspectos principalísimos: casi no presenta imágenes, la declaración sentimental es patente y el enfoque, subjetivista:

En vela estoy. Otro es el sueño, otra la voz. Preso de amor dentro el sueño del corazón en desvelo. Dígome a mí: deja ya juego de amor. Dígome a mí para mí ¿qué me estoy diciendo yo? Hecho estoy a mi prisión y más no podré salir. Dígome a mí para mí ¿qué me estoy diciendo yo? (2016: 29)

Reúne la actual versión de El morador hasta tres momentos creativos, lo que confirma el intervalo de tres años de escritura que señala Eielson (desde 1941). Por su construcción yuxtapuesta, “Breve poema” y “Perfil” pertenecen con seguridad a una primera etapa, de 1941, en que comienza la experimentación insípida con el surrealismo. Se pueden fechar gracias a que en otoño de 1942 Javier Sologuren prepara dos poemas, “Mar nuestro” y “Circulación de la sangre”, que debió publicar con otros textos de sus congéneres Jorge Eduardo Eielson y Raúl Deustua (Sologuren 2004: 635-638). Frente a dichos poemas sueltos y también de influjo surrealista, “Perfil” y “Breve poema” son bastante menos logrados, sin un verdadero desarrollo temático.

Por su parte, “Canción” es el primer ensayo por incorporar la poesía española antigua: es un poema amoroso a imitación de la lírica popular, que solo usa la metáfora de la prisión de amor, transparente por tópica y porque su sentido es expuesto (v. 4). Las demás composiciones pueden fecharse hacia finales de 1942 en adelante, por su regularidad estilística de la que se infiere un proyecto sostenido.

Conclusiones

Entonces, del detenido examen de El morador puede concluirse que, efectivamente, hacia 1944 Javier Sologuren dominaba satisfactoriamente sus posibilidades expresivas. Y esa destreza resulta ser más comprensiva de lo que se pensaba. Para él, todo estrato del texto es susceptible de generar significado, desde el ordenamiento de los fonemas hasta el de los poemas culminados. Es así que El morador esboza un viaje simbólico de introspección, cuyo sentido es coherente (e incluso necesario) dentro de la concepción de la escritura como acceso a la realidad onírica, idea primordial del conjunto. Esta lectura secuencial no contraviene una interpretación inmanente de los textos; antes bien, se complementan perfectamente y confieren a las imágenes una nueva dimensión simbólica.

Observar esta unidad estructural y temática de El morador ofrece una perspectiva más completa de la primera poesía de Sologuren. Primero, muestra a un autor que no es disperso, sino que escribe concentrándose en ciertos núcleos temáticos. Es patente su destreza al concatenar fluida y detalladamente (puesto que lo hace también con las imágenes) los temas amorosos, el erotismo, el tiempo, etc., en torno de una reflexión central sobre la escritura. Segundo, todo esto singulariza la propuesta del cuadernillo, porque el onirismo subconsciente es replanteado en términos opuestos al surrealismo de donde procede: se ha accedido al sueño por un proceso escritural contrario al automatismo, más bien reflexionado, con parámetros temáticos y métodos expresivos. Y, tercero, muestra a un Sologuren capaz de la autocrítica, con la que analiza, valora y discrimina su propia producción.

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Recibido: 29 de Marzo de 2020; Aprobado: 25 de Septiembre de 2021

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