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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.46 no.1 Lima ene./jun. 2022

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202201.009 

Artículos

El don Juan, una inversión de la femineidad medieval demoniaca

Don Juan, an Inversion of Demonic Medieval Femininity

Maite Pizarro Granada1 
http://orcid.org/0000-0001-6250-1466

1Universitat de Barcelona - España, mmpizarr@gmail.com

Resumen

El presente artículo plantea una interpretación según la cual la tradición donjuanesca constituye una suerte de reescritura del amor hereos o de la aegritudo amoris. Este era un tipo de melancolía medieval sufrido por los hombres y causado por el rechazo amoroso de las mujeres que habría desaparecido junto con otros diagnósticos asociados a la teoría de los humores. Sin embargo, hay razones para pensar que ha sobrevivido en la literatura moderna desplazando su sintomatología a las damas burladas. En otras palabras, se espera demostrar que la conducta pecadora del don Juan constituye una suerte de reproducción contrapuesta del erotismo de las mujeres expuesto en la tratadística amatoria española.

Palabras clave: melancolía; enfermedad; contagio; fragilidad femenina

Abstract

The amor hereos or aegritudo amoris was a type of medieval melancholy triggered by love rejection. It was caused by women but suffered by men, and it used to show a demonic kind of femininity. Many people would say this erotic conception disappeared, but there is enough evidence to believe don Juan’s tradition could be a different face of the same sort of love. According to this idea, the sinful behavior of don Juan would be a reproduction of the feminine eroticism exposed in the tradition of Spanish amatory treatises. Namely, it would have evolved from being a masculine melancholic disease to being a female one.

Keywords: melancholy; illness; contagion; female frailty

1. EL DONJUANISMO COMO REESCRITURA DE LA DEMONIZACIÓN FEMENINA

Durante la Edad Media, la sexualidad y las relaciones carnales eran planteadas como un impedimento para el desarrollo del amor espiritual, por lo que se condenaron y demonizaron. De ahí también que tanto la literatura como la paraliteratura castellana (tratados médicos, filosóficos o teológicos) distinguieran el buen amor (espiritual y divino) del malo (pasional y físico). Ejemplos de esta línea son obras tan insignes como El Corbacho1, de Alonso Martínez de Toledo, o el Libro del buen amor2, de Juan Ruiz.

La clasificación de amores de acuerdo con la aceptación o el rechazo de los apetitos sexuales fue transversal a la mayoría de las concepciones amatorias de la época. Y esto es un dato importante porque sienta las bases de la demonización femenina que se espera rastrear en el presente análisis. Para autores como Núñez González (2007), la mujer medieval «no es más que el impedimento que tiene el hombre para alcanzar la sola y verdadera pasión posible, la que debe profesar el ser humano a la divinidad» (p. 129). Asimismo, Paz Torres (2015) señala que «la literatura e iconografía cristianas muestran una mujer, a menudo monstruosa, deshumanizada, con rasgos de bestialismo o, por el contrario, poseedora de una belleza capaz de seducir al varón, conduciéndolo a la perdición» (p. 326). Ciertamente, para el mundo medieval la naturaleza física de hombres y mujeres no era la misma. Había una diferencia evidente en el plano sexual y por eso los físicos (médicos), teólogos y filósofos de la época frecuentemente advertían a los varones sobre los riesgos que acarreaba dejarse tentar por los placeres de la carne y complacer demasiado a las mujeres. Muestra de ello es la descripción que aportan Jacques Le Goff y Jean-Claude Schmitt (2003) en su Diccionario razonado de Occidente medieval:

Es necesario hacer entrar en razón a la mujer a quien se considera un ser más sujeto al deseo (húmeda, fría, frágil, abierta y «muelle», y, por tanto, más próxima a la animalidad), dotado de unas capacidades de disfrutar repetidamente, que sobrepasan de forma considerable a las capacidades viriles. Se pensaba que la mujer era una gozadora insaciable, capaz de experimentar placer aun cuando estaba siendo víctima de una violación. Así pues, para el varón era importante no colmar a la mujer con inmoderadas caricias, pues se exponía a desencadenar en ella una pasión irrefrenable que no sería capaz luego de dominar (p. 730).

No es difícil notar que dicha advertencia refleja roles de género del periodo orientados a promover el estoicismo y/o prudencia varonil, por un lado, y la obediencia y/o represión sexual de las mujeres, por otro. Sobre todo, es necesario tener en cuenta que existía un acuerdo general sobre la bestialidad de las damas y esto supuso pautas de comportamiento diferenciadas. De hecho, muy sintéticamente, se podría plantear que el hombre debía evitar ser víctima y la mujer debía evitar ser victimaria, pues esos eran los roles naturales asociados a cada grupo.

Precisamente siguiendo este paradigma es que deben entenderse los textos de Alfonso Martínez de Toledo y Juan Ruiz, así como también ciertas declaraciones de doctores de la iglesia como Santo Tomás, para quien «las féminas no son más que varones mutilados» (Núñez González 2007: 99). La imagen de la dama diabólica o desdeñable, por consiguiente, tiene sentido y se nutre de los temores de un mundo en que la atracción sexual es vista como una fuerza enemiga. «Si a esto le añadimos el hecho de que […] la literatura siempre estaba escrita por hombres y que, por tanto, la mujer era considerada el ´otro´, la hecatombe estaba servida» (p. 150).

De este signo maligno dan cuenta los tratados amatorios seleccionados en el presente artículo. No obstante, la imagen demoniaca de las mujeres va más allá y se hace presente en expresiones propiamente literarias como el mester de clerecía, las novelas de caballería o incluso, con cierta ambigüedad, ciertas dinámicas cortesanas. Es decir, es una concepción filosófica que se registra en distintas modalidades amatorias, trasciende lo paraliterario, y constituye la antítesis de la mujer santa, también muy popular en aquel periodo.

Ante todo, la dicotomía ángel-demonio que evoca la mujer medieval encierra un componente sexual pecaminoso y aparece ampliamente registrada en la literatura ibérica. En el apartado sobre un caballero atrevido del Libro del caballero Zifar, por ejemplo, la representación del mal es la dama del lago, una mujer bellísima y sobrenatural que, como se descubrirá más tarde, es en realidad un demonio horripilante que ha logrado engañar al caballero y hasta tener un hijo con él: «(El caballero y su hijo) vieron estar en el estrado un diablo muy feo y muy espantable, que tenía los brazos sobre los condes, y semejaba que les sacaba los corazones y los comía» (Anónimo 2014: 56).

En Los Milagros de Nuestra Señora (Berceo 1982), por otro lado, la Virgen representa una suerte de diosa o de mujer ideal, lógicamente libre de asociaciones sexuales. Sin embargo, este fervor mariano contrasta con los personajes femeninos pecaminosos que tientan a los hombres en cuentos como «El sacristán impúdico» o «El monje y San pedro». Igualmente, el caso de una mujer buena como Santa Oria, que Berceo menciona en La vida de Santo Domingo (Berceo 1958), confirma la relevancia de la sexualidad (o más bien de la asexualidad) cuando se trata de establecer una frontera entre el bien y el mal, pues antes que cualquier otra cosa esta mujer es una criatura espiritual. Para Paz Torres (2015), por ejemplo, «el núcleo central del poema es la misoginia y la necesidad del encierro de la mujer que, en el caso de Santa Oria, se relaciona con el deseo de apartarse del siglo y la vida mundana» (p. 346).

En estos casos, como en muchos otros, la buena mujer debe ser casta, pura y santa, como demuestra el arquetipo de la donna angelicata, de Dante Alighieri. De lo contrario, se vuelve un factor detonante del pecado masculino, por lo que resulta bastante evidente que, durante la Edad Media, su demonización tiende a expresarse en relatos que castigan la lujuria y que caracterizan a los hombres como víctimas. Es una idea ampliamente aceptada decir que la época veía con malos ojos el amor físico por enfrentarse o negar al espiritual, y, de acuerdo con esta lógica, cualquier mujer que exprese su sexualidad siempre será relegada a la antípoda moral de la diablesa. El vínculo oscuro con el amor carnal se mantiene hasta en aquellos casos en que las damas se niegan a tener cualquier tipo de relación con un hombre e insisten en rechazarlo, pues eso no las libera de gatillar su deseo. Prueba de ello es la belle dame sans Merci (mujer diabólica), de Alain Chartier.

El amor cortés, como se podrá comprobar más tarde, escapa levemente de esta condición de adoración asexuada y logra una síntesis interesante del mundo físico y espiritual. Aunque sea lento y difícil que la relación llegue al factum3, no se descarta ni condena que este ocurra. En general el juego se caracteriza por mantenerse un periodo prolongado (a veces eterno), en el plano de la virtualidad, pues los «pasos no se cumplen siempre. Con frecuencia el enamorado tiene que conformarse con haber tenido que conversar» (Ayuso, García y Solano, 1990: 20). Asimismo, exige la condición del adulterio o sitúa el romance fuera de los dominios del matrimonio, lo que, junto con el endiosamiento de la señora, es considerado por muchos una actitud sacrílega.

No obstante, las mujeres en este caso no son demonizadas, sino todo lo contrario. Su carácter noble y superior conlleva el mejoramiento espiritual del caballero y eso las ubica en el extremo virtuoso de la dicotomía antes referida, aunque no hagan gala de una asexualidad santa. Se podría decir, por tanto, que este tipo de amor adúltero y cortesano encontró la manera de atribuirse, a través de los supuestos guiños a las ideas neoplatónicas, un carácter santo en que la sexualidad podría estar subordinada al espíritu y, por consiguiente, resultar menos dañina.

Sea como sea, la esencia de este tipo de literatura amorosa aún es objeto de debate y una de las razones recae en las declaraciones del propio Andrés el Capellán, autor del Tratado De Amore (también llamado El arte de amar honradamente), que, a su vez, es considerado el manual de los amores cortesanos por excelencia (El Capellán 1990). En el tercer capítulo del libro, el clérigo niega varias de las prácticas antes descritas y plantea una suerte de retractación, lo que ha dotado al texto de una oscuridad perpetua. Aun así, parece que ni siquiera el amor cortés ha podido escapar por completo del proceso de demonización femenina, dado que, como se comprobará en el artículo más tarde, existen casos ambiguos o paródicos en que la aegritudo amoris (melancolía amorosa sufrida por hombres, pero generada por mujeres) activa las categorías de víctima y victimario.

En síntesis, la amplia gama de modelos amatorios de la Edad Media parece estar clasificada de acuerdo con la dicotomía antes referida. Y esto permite situar la reflexión con miras a una concepción amorosa inscrita en la corriente de la mujer satánica, a saber, la aegritudo amoris o el amor hereos. Según esta concepción, las mujeres eran bestias generadoras de una especie de melancolía amorosa sumamente peligrosa, lo que las hacía criaturas dañinas para los hombres. Y aunque con el tiempo aquella imagen evolucionó, no parece haberse extinguido del todo. Atendiendo a dicha tradición, el presente trabajo plantea que la acción del arquetipo del don Juan y el modo en que sus conquistas viven el amor constituye una inversión del paradigma amoroso medieval de la mujer diablesa, concretamente, de la generadora del amor hereos. En otras palabras, que la tradición donjuanesca se habría nutrido de esta doctrina amatoria y la habría reinterpretado de forma que las mujeres habrían pasado a ser vistas como víctimas y no como focos generadores de maldad, ya que este poder se habría trasferido a la figura del don Juan.

La base teórica utilizada para llevar a cabo esta entrada de lectura es la noción de reescritura, justificada principalmente por la presencia de cierta polifonía medieval en algunas obras que fundan y actualizan el donjuanismo. Específicamente, la referencia implícita contemplaría algunos textos que recogen el saber médico y espiritual del mundo antiguo grecolatino y árabe, como el Lilium medicinae de Bernardo de Gordonio; el Tratado de cómo al hombre es necesario amar, de Alfonso Fernández de Madrigal; y Sentencias de amor, de Francisco López de Villalobos.

Para definir la reescritura como método de análisis, lo primero que hay que señalar es que, en los estudios literarios, esta engloba «todas las prácticas de «seconde main»: copia, cita, alusión, plagio, parodia, pastiche, imitación, transposición, traducción, resumen, comentario, explicación, corrección» (Cayuela, 2000: 37). Pero en este caso solo toma forma de explicación, comentario, alusión y cita, pues se enfoca en la formulación de una entrada de lectura o de un análisis intertextual. Es decir, constituye un proceso de apropiación y revisión de la referencialidad, «una opción personal mediante la cual el autor (investigador para estos efectos) se enfrenta a un texto previo y lo somete a una lectura particular en la que proyecta su propio universo subjetivo» (Pérez 2010: 27). Dentro de esta reflexión en particular, la reescritura actúa como un comentario transtemporal de las dinámicas amorosas donjuanescas, que parecen retomar ciertas máximas de la educación amorosa de la España medieval.

Básicamente la filosofía amatoria del Medioevo se expresaría como hipotexto del arquetipo donjuanesco. O sea que, según la teoría literaria que plantea Gerard Genette (1989) en Palimpsestos, se estaría frente a una relación que une un hipotexto A, en este caso la enseñanza de la tratadística amorosa medieval, con un hipertexto B, que en realidad son varios textos, o sea, varios relatos que encarnan el mito de don Juan, más que una obra en particular (Genette y Fernández Prieto 1989: 14). Asimismo, esta relación hipotextual supone una inversión de roles de género, dado que, en el contexto bajomedieval y de comienzos del Renacimiento, las características demoniacas que reúne el don Juan (animalidad, humedad, deseo sexual a flor de piel y capacidad de disfrutar repetidamente) son principalmente de naturaleza femenina, como ha quedado demostrado en la cita a Le Goff y Jean-Claude Schmitt (2003).

2. MELANCOLÍA, TURBACIÓN MENTAL Y ABULIA

Teniendo esto claro, son tres los tratados aplicados al análisis. El primero es el Lilium medicinae (1303-1305), de Bernardo de Gordonio, un médico occitano que fue profesor de la Universidad de Montpellier y que gozó de mucho éxito y prestigio en su tiempo. El texto seleccionado es probablemente su obra maestra y se caracteriza por tratar, según el esquema típico de la época, todas las enfermedades existentes. Para abordar el daño causado por el burlador, Gordonio es fundamental, pues describe acuciosamente la aegritudo amoris o el mal de amor. Hay que señalar que «el deseo amoroso correspondido no es causa de ninguna ´pasión´ o ´morbo´. Únicamente la aegritudo amoris, es decir, el amor no correspondido, se considera patológica» (Lacarra Lanz 2015: 30).

Dentro de la sintomatología se especifica que esta es una enfermedad que sufren los hombres y no las mujeres, porque estas últimas son las que la generan, a partir de su rechazo, su indolencia o su frialdad. Y aquí hay una conexión clara con la tradición francesa de la bella dama despiadada (la belle dame sans merci), uno de los ejemplos anteriores de mujer diablesa clasificados de acuerdo con el factor sexual. Igualmente, aunque en la época impere también la imagen de la dama pura y virgen, estrechamente vinculada con las nociones de fama y honra, la mujer parece estar obligada a romper su propio código de conducta y corresponder los sentimientos de los varones cuyo deseo haya despertado, pues, de otra manera, podría provocar un daño físico o mental irreparable. Probablemente la expresión más crítica de este daño sea el estado melancólico asociado al amor hereos, aunque la literatura de la época también muestra desórdenes y diagnósticos menores como la dentera o el dolor de muelas. En cualquier caso, la mujer es culpable del mal de amor y de toda la sintomatología asociada.

No obstante, si se piensa el fenómeno en términos donjuanescos, esta responsabilidad se invierte. Aquí las doncellas no solo dejan de ser culpables de generar dicho dolor, pues son incapaces de rechazar el amor del burlador, sino que, además, son humilladas una vez gozadas. Y en este punto de la dinámica comienzan a sufrir el tormento psicológico que antes era propio de los hombres despechados.

Lo primero que señala el texto de Gordonio sobre el tema es que el mal de amor es un tipo de melancolía: «Amor que hereos se dize es solicitud melancónica por causa de amor de mujeres» (Gordonio 1991: 107). Con esta información ya se deduce que la patología derivaba de la teoría de los humores y que «se relacionaba en forma estrecha con el exceso de bilis negra» (Rodríguez Ferrer 2011: 135). De hecho, «el Díctiounaire étymologíque de la langue grecque señala que ´la melancolía es llamada también atrabilis, del latín atra bilis, bilis negra´» (Mengal y Boyer 2003: 111). La idea se trasmitió a la Edad Media gracias a las citas y a las reinterpretaciones de Galeno e Hipócrates, las máximas autoridades en esta materia que tuvo el mundo antiguo. Sin embargo, más que una reproducción fue una adecuación. A excepción de algunas reflexiones literarias como la que planteó Eurípides en su obra Hipólito4, respecto a que el amor no era realmente considerado por los sabios antiguos como un problema médico.

Ya la tradición árabe compendiada para la Edad Media occidental consideraba el amor hereos como una expresión de la melancolía, pero esta no era una aproximación del todo aceptada en la época clásica. Según señala Bienvenido Morros, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, antes de los medievales no había médicos que catalogaran el mal de amor como un desorden psicológico, así que lo que hicieron los físicos de la época fue buscar entre las enfermedades ya reconocidas algo que se le pareciera (Morros 2009 133). Por esa razón, se sitúa el trastorno dentro del espectro de problemas mentales o de personalidad.

En general, la melancolía era un padecimiento muy similar al de un cuadro depresivo en la actualidad y presentaba una serie de síntomas asociados al miedo, el desasosiego y la falta de buen juicio. En palabras de Gordonio, este era un mal propio de la «passión del celebro […] causa de la corrupción de la imaginativa (sector de la cabeza que almacena la información sensorial)» (Gordonio 1991: 109). Y un ejemplo práctico de ello es el apartado en que se señala que el enfermo de amor «Dize por la boca lo que concibe con el coraçón e fabla consigo solo […] e fabla palabras locas que no tienen cabeça ni cola, ni acaba una razón entera ni da razón de lo que fabla» (p. 105). En términos simples, la progresión de la enfermedad es más o menos la siguiente: los hombres se enamoran a través de la mirada e idealizan a la mujer, pero producto del rechazo se debilitan, «pierden el sueño e el comer e el bever e se enmagrece todo su cuerpo, salvo los ojos, pierden el apetito, muestran un pensamiento incoherente e tienen pensamientos escondidos e fondos con suspiros llorosos» (p. 108)»; al final, si es que no son correctamente atendidos, mueren.

La idea del desequilibrio mental asociado al enamoramiento era algo muy presente en la literatura de la Edad Media y se extendió incluso a los albores del Renacimiento. Un personaje que, por ejemplo, la encarna con muchísima obviedad debido a los ribetes paródicos de la obra a la que pertenece es Calisto, de La Celestina. Esta tragicomedia pseudonarrada es reconocida por constituir una sátira del amor cortés y exagerar rasgos o conductas propias de los personajes involucrados, tales como la aegritudo amoris, de modo que resulta particularmente útil para demostrar la patologización del amor en ciertos contextos literarios:

La conducta de Calisto […] delata un hecho incuestionable: su aparente enamoramiento es el resultado de un estado patológico que afecta principalmente a su cerebro. Observado desde una óptica puramente fisiológica, padece una serie de desarreglos mentales que le identifican, a los ojos de la medicina académica del momento, como víctima de una enfermedad mental, de una alteración de carácter permanente y contraria a la naturaleza (Amasuno 2005: 250).

Y así como Bernardo de Gordonio describe el cuadro clínico de un enfermo de amor, otros como Alfonso Fernández de Madrigal en el Tratado de cómo al hombre es necesario amar, hacen hincapié en la confusión o turbación que nace del deseo a las mujeres. Esto también sigue una corriente psicológica y profundiza la idea de que la atracción que sienten los hombres causa problemas de raciocinio e impide tomar decisiones sensatas desde el comienzo de los tiempos: «E muestra que es necesario al que ama que se turbe. […] La mujer es confondimiento del omne […] Betsabé confondimiento fue de David; mas si propiamente queremos fablar, non lo fizo la maldad, mas el amor que della ovo» (Cátedra 2001: 62-63). Incluso el mundo antiguo se hace presente y es citado a través de personajes universales como David y Betsabé, Sansón y Dalila, Adán y Eva, Lilith y así. En todos estos casos, la mujer es el vicio que ciega la lumbre intelectual.

Uno de los ejemplos medievales más clásicos, que ya se ha mencionado en el apartado de la mujer diablesa, es el del caballero atrevido, inserto en el Libro del caballero Zifar. En este pasaje, cuya trama consiste en la unión y posterior separación del protagonista con una mujer demonio, es posible notar la presencia del tópico ludibrium oculorum, es decir, del engaño a los ojos. Aunque le parece extraño que nadie hable en el reino al que ha sido transportado, el caballero atrevido es incapaz de notar la naturaleza diabólica de la dama del lago en un primer momento, lo que denota una falta de lumbre intelectual:

Y fuelo llevar a una tierra extraña, y según a él semejaba muy hermosa y muy viciosa. Y vio muy gran gente de caballeros y de otros hombres andar por esa tierra, pero que le no hablaban ni decían ninguna cosa […] Así que todo este hecho era obra del diablo, no quiso Dios que mucho durase, así como adelante oiréis (Anónimo 2014: 52).

Antes de que el protagonista de la digresión rompa la promesa hecha a la dueña del lago y se involucre con otra mujer de la ciudad, él ya es una especie de rey, tiene un hijo adulto nacido y crecido en siete días, y disfruta de muchos lujos. Sin embargo, no sabe que vive un engaño. Solo se le revela la naturaleza demoniaca de su mujer cuando desata la ira de esta: «(El caballero y su hijo) vieron estar en el estrado un diablo muy feo y muy espantable, que tenía los brazos sobre los condes, y semejaba que les sacaba los corazones y los comía» (Anónimo 2014: 56). Con este ejemplo se muestra el poder del mundo de las apariencias y, sobre todo, el efecto pernicioso que la belleza de la mujer seductora ejerce sobre el juicio del varón.

Para terminar de perfilar el deterioro que generan las damas en los varones, el último tratado seleccionado es un texto de Francisco López de Villalobos, Sentencias sobre amor. Este documento es de entre finales de la Edad Media española y comienzos del Renacimiento. Aparece como apéndice de una traducción de la Comedia Anfitrión de Plauto y constituye una especie de protección espiritual. En él se publican consejos y advertencias para vivir de la forma más sana el amor verdadero (divino) y escapar, dentro de lo posible, del efecto pernicioso del amor carnal, inspirado por mujeres. El foco es la mujer como el camino a la desgracia; específicamente, como aquello que genera la pérdida de la voluntad, rasgo con el que arranca el tratado amatorio: «A quien tú amas dasle tu voluntad. Y por cuanto tu voluntad es tu señora. A quien tú sirves y por quién te mueves y te riges, síguese que a quien das tu voluntad dasle a ti mismo. Pues luego el amor es una donación que el amante hace a la cosa amada» (Cátedra 2001: 223-224).

Si antes Gordonio apuntaba rasgos melancólicos -o derechamente depresivos- y Fernandez de Madrigal señalaba turbaciones mentales, López de Villalobos alerta sobre una transformación de naturaleza espiritual. Considerando el contexto cargadamente masculino en que está inserto este consejo, la conversión es la de un ser humano completo, el hombre, en un ser humano incompleto, la mujer. Según esta línea argumentativa, es evidente que ella está más cerca de las bestias y que es particularmente propensa a la debilidad moral y al pecado de la carne, por lo que actúa como una especie de vía directa al envilecimiento del alma: «Assí que tú no eres ya quien eras, […] ya dejaste de ser hombre y tórnaste muger; dejaste de ser hombre suelto y libre y házeste muger cativa y atada; dexaste de ser todo y tornaste parte» (Cátedra 2001: 226).

Un ejemplo interesante de pérdida de la voluntad con posibles connotaciones negativas es el caso de Cárcel de amor, de Diego de San Pedro. Esta obra epistolar es la novela sentimental medieval por antonomasia y encarna todos los postulados del amor cortés junto con los de la aegritudo amoris. Puede que cueste situar la demonización femenina en una tradición literaria que pregona todo lo contrario, pero, aunque la divinización de la dama se oponga a la satanización, hay ciertas marcas textuales que, dependiendo de la vereda interpretativa, responden a la imagen de la mujer diablesa o la de la mujer virtuosa. Tras muchos años de debate, la crítica aún no se pone de acuerdo en cuál es la verdadera naturaleza de Laureola y esto abre camino a la línea de la satanización. Si, por ejemplo, nos ceñimos a la dinámica cortesana descrita por Andrés el Capellán, entonces la doncella constituye una especie de axis mundi capaz de elevar el espíritu del caballero, algo que coincide con la imagen que pregona Leriano. Sin embargo, esta no es la única imagen que perciben los lectores. Antes de morir bebiendo cartas de amor y mostrando todos los síntomas del amor hereos, los amigos de Leriano intentan disuadirlo de su obsesión, desprestigiando a las mujeres:

Pues como por la corte y todo el reino se publicase que Leriano se dejaba morir, íbanle a ver todos sus amigos y parientes, y para desviarle su propósito decíanle todas las cosas en que pensaban provecho. Y como aquella enfermedad se había de curar con sabias razones, cada uno aguzaba el seso lo mejor que podía. Y como un caballero llamado Tefeo fuese grande amigo de Leriano, viendo que su mal era de enamorada pasión, puesto que quién la causaba él ni nadie lo sabía, díjole infinitos males de las mujeres, y para favorecer su habla trajo todas las razones que en difamación de ellas pudo pensar, creyendo por allí restituírle la vida (San Pedro 2016: 78).

Para los compañeros de Leriano, Laureola es un agente maligno para quien la honra es más importante que la vida de un hombre. De esta manera, la imagen desdeñable de la dama coexiste con la imagen virtuosa y se mezclan en el plano de la patologización para dar paso a la ambigüedad. Y si a esto se suma la connotación negativa del propio título y la relación con la pérdida de la voluntad del tratado de López de Villalobos, entonces, la visión diabólica está completa. De cualquier forma, las críticas y el desprestigio a las damas no suelen estar vinculados al amor cortés, lo que implica que Cárcel de amor es más una excepción que una tendencia.

En síntesis, los rasgos más presentes en la tratadística seleccionada son depresión o melancolía, falta de raciocinio y abulia o ausencia de voluntad. Todos estos síntomas vuelven a aparecer en la tradición donjuanesca española, sin embargo, ya no son diagnosticados a los hombres, sino a las mujeres. Es decir, las damas dejan de ser las principales generadoras de este desorden mental para transformarse en las pacientes por antonomasia.

Se podría pensar que dicho vuelco de roles se conecta con el tópico de la donna angelicata, según el cual la mujer es una suerte de axis mundi, símbolo de perfección espiritual, y no una pecadora o una instigadora al mal. Sin embargo, insisto en que este concepto no tiene cabida en un plano terrenal o mundano, es decir, la donna «puede mantener incólume su atractivo porque el amor que inspira no llega nunca a realizarse carnalmente, ni siquiera aspira a ello. Se mueve en los dominios del espíritu» (Mayoral 2000: 133). Por otro lado, no implica la demonización ni de hombres ni de mujeres. En la dinámica que genera su presencia no hay villanos ni víctimas, por lo que es evidente que las doncellas del don Juan responden a otro perfil. La imagen femenina en la tradición parece ser el de una mujer vencida, muchas veces enferma; una joven débil, inválida o mentalmente desequilibrada, que tiene mucho más en común con el joven despechado de La bella dama despiadada, que con la dinámica cortesana.

3. HIPOTEXTO MEDIEVAL EN EL MUNDO DONJUANESCO

En este contexto, y antes de rastrear el hipotexto medieval en la tradición donjuanesca, hay que señalar que el burlador, más que un personaje, es un mito literario. Es decir, un arquetipo que se actualiza constantemente. «Está bien averiguado que el tema del convidado de piedra, del joven libertino que bromea in respeto con los muertos rodaba por el mundo español, y por toda Europa, desde tiempos remotos» (Marañón 1940: 9). Y algo similar ocurre con el personaje del conquistador de mujeres, que tiene presencia en la mitología más primitiva. Sin embargo, solo en el ingenio de Tirso de Molina «estos temas literarios y humanos, que circulaban por todas las mentes, adquieren en un drama la dignidad de mito representativo» (p. 10).

Ciertamente, se puede hablar de Tirso como primer exponente del arquetipo del don Juan en la medida en que logra que confluyan ambas tradiciones y las sitúa en el circuito culto de las obras escritas. Sin embargo, los antecedentes medievales y las adaptaciones modernas son innumerables. Sin exagerar, la historia de don Juan y sus conquistas constituye una de las leyendas más significativas de la cultura europea moderna y refleja un reajuste constante. Prueba de ello son las más de 3.000 versiones de todos los países europeos (Don Juan Archiv Wien 2018).

El arquetipo del don Juan podrá haber nacido en la España del siglo XVII de la mano de Tirso de Molina, pero su esencia es adoptar diferentes rostros. Como «importante aportación de la cultura española a la europea […], al conquistar escenarios de su patria, también se apoderó de los de otros países» (Mańkowska 2017: 342) y esto implica variaciones significativas. Lo que nunca se ha perdido es su carácter insolente, seductor y pecador; atributos que, como se explicaba en el apartado sobre mal de amor, solían ser más propios de las mujeres de Occidente e incluían una sintomatología seria en los hombres.

Muchas veces, la sexualidad subversiva del libertino ha reflejado los cambios sociales e intelectuales de lo que se traduce en un sin fin de adaptaciones, sin embargo, el victimismo femenino parece mantenerse intacto. La fragilidad de las mujeres del mito juega siempre un rol fundamental, al menos en las producciones españolas, y alcanza su punto álgido en las representaciones artísticas del siglo XIX.

Sobre la exacerbación que se hace de la debilidad de la mujer, Rosa Ríos Lloret destaca la estética de aquel siglo y señala que hay una tendencia muy clara a retratar: «muchachas de palidez extrema, de mejillas verdosas, de moradas ojeras, delicadas y débiles […] la mujer inválida, la postrada. El símbolo inequívoco de la necesidad femenina de ser protegida y cuidada, de su imposibilidad de autonomía e independencia» (Ríos 2014: 197). Claramente el siglo XIX no es la génesis de este arquetipo, sino la cumbre, pero vale la pena mencionar este dato al referirse al tema. Ya sea en forma de amor hereos o aegritudo amoris, turbación mental o abulia espiritual, la debilidad femenina es una constante en las dinámicas amorosas del don Juan, lo que implica un intercambio de roles. A continuación, algunos ejemplos de dicha fragilidad.

El burlador de Sevilla y convidado de piedra -como ha quedado establecido en los párrafos anteriores- es el texto dramático que por primera vez recoge el mito de don Juan. Se atribuye a Tirso de Molina y narra la historia de un joven noble célebre por ser el gran depredador sexual de España y utilizar las malas artes para gozar a las mujeres. Durante sus aventuras, don Juan asesina a un hombre, roba unos caballos y engaña a nobles y plebeyas. Sin embargo, es arrastrado a los infiernos por el espectro o el fantasma del caballero al que dio muerte. Este llega en forma de estatua de piedra y se lleva al seductor sin que este pueda siquiera arrepentirse de sus pecados.

En esta historia, la primera engañada es la duquesa Isabela, que cree que se halla en compañía del duque Octavio y que termina incriminando a este último por arrebatarle el honor. Más que una ausencia de voluntad, aquí hay una falta de lumbre intelectual, que, en la ficción, se explica y justifica con la falta de luz literal con que arranca el encuentro. En esta escena la joven dice: «Quiero sacar una luz […] para que el alma dé fe / del bien que llego a gozar […] ¿Qué no eres el duque? […] ¡Ay, perdido honor!» (De Molina 1996: 133-134). Es decir, comete un error de raciocinio similar al generado por las artimañas femeninas del Tratado de cómo al hombre es necesario amar.

Por otra parte, mediante la burla a Isabela y el encubrimiento de don Pedro, el texto presenta al seductor como la criatura diabólica que es: «Mandó el Rey que los prendiera […] pero pienso que el demonio / en él tomó forma humana, / pues que, vuelto en humo y polvo, / se arrojó por los balcones» (p. 148). Tanto la huida (en este primer encuentro su tío le recomienda escapar a Sicilia) como la suplantación de identidad son tácticas recurrentes en el don Juan de Tirso y por eso se podría hablar de una predominancia de lecciones amorosas asociadas a la doctrina legada por Alfonso Fernández de Madrigal.

De igual manera la falta de pensamiento lógico se refleja en el engaño al marqués de Mota -supuesto amigo del protagonista-, y en la suplantación de identidad que don Juan logra con la prima de este noble. Tan solo usando una capa prestada, el seductor logra llegar a Ana, y lo hace de manera extremadamente sencilla. Igual que en el caso de Isabela, la enamorada del marqués solo se percata de la trampa cuando ya le han arrebatado el honor: «Falso, no eres el marqués, que me has engañado […] ¿No hay quién mate este traidor homicida de mi honor?» (p. 218).

Asimismo, el caso de Arminta sorprende por la facilidad con la que la recién casada cree las palabras del libertino cuando este le promete que, para autorizar un nuevo enlace entre él y ella, ya ha hablado con su novio y con su padre: «Y aunque el rey lo contradiga, / y aunque mi padre, enojado, / con amenazas lo impida, / tu esposo tengo de ser, […] Ya Batricio ha desistido de su acción, y aquí me envía / tu padre a darte la mano» (251). Pese a que en un comienzo la novia desconfía, finalmente acepta las razones del don Juan y le acaba diciendo: «Tuya es el alma y la vida» (p. 253).

En estas tres situaciones las mujeres terminan desoladas, pues presentan una conducta particularmente ingenua o aturdida frente a la suplantación de identidad o la promesa de un amor sincero, lo que concuerda con la idea de la turbación mental. El caso de Tisbea, en cambio, es diferente. A pesar de ser burlada y gozada igual que las otras doncellas, la pescadora muestra, además, una ausencia completa de voluntad. Esto queda en evidencia cuando el seductor despierta medio ahogado en las costas de Tarragona y empieza a cortejarla: «Gran parte del sol mostráis, / pues que el sol os da licencia, / pues solo con la apariencia, siendo de nieve abrasáis» (p. 163). En esta oportunidad ella responde: «Plega a Dios que no mintáis» (p. 163) y esta elección gramatical no deja de ser interesante. La frase no dice: «plego», lo que concentraría la acción en ella misma, sino «plega», lo que deposita toda confianza en el libertino. De modo que Tisbea, tal como planteaba Francisco López de Villalobos en el tratado Sentencias sobre amor, ya no tiene autonomía, deja de ser una mujer libre y queda presa de la voluntad del don Juan. Igualmente, la condena espiritual se nota en las veces en que la joven, desesperada, dice sentir que se le quema el alma: «¡Ay, choza, vil instrumento / de mi deshonra y mi infamia, / Engañóme el caballero / debajo de fe y palabra / de marido, y profanó / mi honestidad, y mi cama […] amor, clemencia, que se me abrasa el alma!» (p. 183).

A lo anterior se suma el cuadro médico de Gordonio, que incluye quejas, llanto y desasosiego. Estas emociones se expresan en el marco del arrepentimiento y son advertidas primeramente por Fabio, que acompaña a Isabela: «Allí una pescadora / tiernamente suspira y se lamenta, / y dulcemente llora. / Acá viene sin duda, y verte intenta. / Mientras llamo a tu gente / lamentareis las dos más dulcemente» (p. 256). Tisbea, entonces, explica a Isabela por qué lanza quejidos al mar y así comienza una conversación reveladora con la primera conquista del libertino.

Una turbación similar se puede ver en el Don Juan Tenorio. Esta historia es un drama romántico publicado en 1844 por José Zorrilla y es la segunda materialización literaria más importante del mito dentro de las producciones españolas. La acción transcurre en la Sevilla de 1545, en los últimos años del reinado de Carlos I de España o Carlos V de Alemania y narra las peripecias de un joven libertino entregado a una vida de duelos, apuestas y placeres sexuales. La primera escena, de hecho, lo muestra a él y a otro caballero, don Luis, compitiendo por ver quién es capaz de hacer más maldad con más fortuna en el plazo de un año. A diferencia del don Juan de Tirso de Molina, este protagonista logra salvar su alma porque doña Inés intercede por él. Sin embargo, esto solo ocurre al final. Antes de enamorarse el don Juan de Zorrilla sigue la línea licenciosa de su antecesor.

En esta historia, doña Inés, una novicia de convento, experimenta la misma turbación mental descrita por Fernández de Madrigal cuando recibe de las manos de Brígida, su ama, la carta del seductor y queda prendada de él. La joven «representa el modelo de mujer-ángel que se difundió en determinadas obras del Romanticismo. Es esa mujer pura que se siente atraída por el pecado, dispuesta a salvar al amado con su propio sacrificio, ofreciéndose como víctima ante Dios» (Díaz 2016: 196). En esta versión el libertino muestra interés en la mujer pura incluso antes de verla, pero ella ya lo ha visto a él, como indica en la segunda escena del cuarto acto. Es decir, solo la contemplación del Tenorio (visus) es suficiente para detonar la turbación: «Desde que le vi, / Brígida mía, y su nombre / me dijiste, tengo a ese hombre / siempre delante de mí. / Por doquiera me distraigo / con su agradable recuerdo» (Zorrilla 2003: 124).

La imagen del caballero reaparece una y otra vez en la mente de la novicia y provoca una atracción obsesiva que ni la misma afectada es capaz de explicar con claridad. Aquí, por tanto, hay una turbación intelectual similar a la expuesta por Fernández de Madrigal: «No sé qué fascinación / en mis sentidos ejerce, / que siempre hacia él se me tuerce / la mente y el corazón / y aquí en el oratorio, / en todas partes advierto / que el pensamiento divierto / con la imagen del Tenorio» (Zorrilla 2003: 124).

Igualmente, Inés se siente intoxicada de amor, con el corazón desgarrado, como si alguien le hubiera robado la paz y la calma. Parece que advirtiese su destino fatal, y esto concuerda bastante bien con la ansiedad generada por la corrupción a la imaginativa que aparece descrita en el tratado médico de Gordonio: «¡Ay! ¿Qué filtro envenenado / me dan en este papel, / que el corazón desgarrado, / me estoy sintiendo con él? / ¿Qué sentimientos dormidos / son los que revela en mí; […] ¿Quién roba la profunda calma de mi corazón?» (128). Finalmente, tanto la turbación mental como la ansiedad que forma parte del espectro de sentimientos melancólicos son reconocibles en esta obra.

Pero quizá la mujer que mejor representa el cuadro clínico del médico occitano sea doña Elvira de El estudiante de Salamanca. En este poema narrativo, que revive el mito del seductor y que publica José de Espronceda en 1840, el protagonista no se llama Juan Tenorio, sino Félix de Montemar, aunque su personalidad no cambia. Mujeriego, sacrílego y cínico, este protagonista mata de pena a la joven y luego hiere de muerte al hermano de esta, que busca venganza. Finalmente, sigue hasta el cementerio al que parece ser el espectro de Elvira vestido de novia y, tras un beso macabro, descubre que ya ha muerto. Motivos como la locura de la protagonista, la procesión espectral y la asistencia al propio funeral son recurrentes en la tradición popular, pero confluyen notablemente bien en la atmósfera romántica de Espronceda.

Tomando esto en consideración, se advierte que la descripción que se hace de la dama rechazada sigue la misma línea angelical de doña Inés y está llena de adjetivos como hermosa, débil, impoluta: «Bella y más segura que el azul del cielo / con dulces ojos lánguidos y hermosos […] ángel puro de amor que amor inspira, / fue la inocente y desdichada Elvira» (De Espronceda, 2014: 10). Pero no solo es delicada y sufriente, sino también emocionalmente desequilibrada. Doña Elvira muestra una clara inclinación al llanto y a la obsesión melancólica, tiene alucinaciones, desánimo y no distingue entre fantasía y realidad: «Vedla, allí va que sueña en su locura, […] Piensa que escucha al pérfido que amó. / Vedla, postrada su piedad implora / cual si presente la mirara allí: / Vedla, que sola se contempla y llora, / miradla delirante sonreír» (p. 17).

A medida que avanza la descripción del poema, no cabe duda de que el rechazo del don Juan (Félix en este caso) es la raíz de la locura de Elvira y la razón por la cual esta acaba muerta: «Murió de amor la desdichada Elvira, / cándida rosa que agostó el dolor / suave aroma que el viajero aspira / y en sus alas el aura arrebató» (p. 19). Seguramente, si Elvira fuera un hombre, constituiría el ejemplo medieval del enfermo de amor por excelencia, sin embargo, durante la Edad Media esta idea hubiera sido descabellada.

Resumiendo, Junto con la sintomatología de Gordonio, la imagen de doña Elvira inspira la belleza enfermiza de la mujer del siglo XIX que describe Rosa Ríos Lloret. Su presencia destaca cualidades como la inocencia, la pureza y, por supuesto, la invalidez para enfrentarse a los desafíos que la atormentan, rasgos que hiperboliza el romanticismo, pero que se extiende incluso a representaciones literarias contemporáneas.

4. CONCLUSIÓN

Así como estos, hay otros ejemplos de producciones españolas, pero basta con comentar los más representativos. Para concluir, en el marco del sufrimiento amoroso, síntomas medievales propios del mal hereos como la depresión y la melancolía, la turbación mental y la abulia o falta de voluntad dejan de ser dolencias típicamente masculinas y comienzan a ser experimentadas por mujeres, lo que hace pensar que hay un traspaso de la enfermedad entre géneros. Las damas dejan de ser generadoras del mal y la naturaleza sexual desbocada que se les atribuía para a encarnar las motivaciones perniciosas del burlador masculino, por lo que, en términos metafóricos, se podría hablar de un contagio.

Por otro lado, y atendiendo a la evolución que ha tenido el concepto de género en los estudios culturales y en la sociedad contemporánea, valdría la pena en el futuro tomar casos como el de la doña Juana que hace sufrir al don Juan y que muestra Jardiel Poncela (1999) en, Perohubo alguna vez once mil vírgenes. «´Novela del donjuanismo moderno´ la subtitula (el autor), en un aparente afán de actualizar un mito literario que ha sufrido a lo largo de la Historia infinidad de recreaciones» (Jardiel Poncela 1999: 48). Y esto la vuelve en muchos sentidos, una reescritura de reescrituras. Sería interesante analizar el texto como una doble inversión porque, de cierta forma, supone un regreso ajustado a los orígenes medievales del mal de amor y de la sexualidad femenina exacerbada, lo que permitiría establecer muchas relaciones y vínculos intertextuales.

En esencia, el arquetipo literario del don Juan siempre ha desafiado, mediante su sexualidad insolente, a la sociedad que lo ve nacer. Tal como señalaba Gregorio Marañón: «don Juan aparece en épocas represivas para poder ejercer su actitud transgresora, que […] constituye una de las peculiaridades más significativas de este personaje» (Jardiel Poncela 1999: 48). Sin embargo, vale la pena preguntarse si las narraciones donjuanescas de siglos más lejanos siguen retando a la sociedad contemporánea. Y en caso de hacerlo, ¿cómo lo consiguen si la moral y los valores han cambiado significativamente desde que las obras fueron escritas? En este escenario, la reescritura tiene mucho que decir, y no solo desde el punto de vista creativo artístico, sino también desde la crítica y los análisis literarios.

Los contextos de lectura cambian y tanto los roles de género (en este caso de víctimas y victimarios de la dinámica erótica) como la manera de expresar la sexualidad no son parte de las condiciones de recepción originales. De modo que se vuelve imprescindible trabajar con las distancias y sacar provecho del extrañamiento que estas inspiran. Finalmente, análisis como el propuesto constituyen una invitación a revisitar la tradición y defender un tipo de pervivencia literaria dinámica y capaz de viajar en el tiempo. El legado cultural de España, desde este punto de vista, se actualiza con cada lectura y supone un desafío de apropiación tan rico como el que experimenta, a lo largo de la historia, el mismo don Juan.

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1El Corbacho también es conocido como Reprobación del amor mundano o Arcipreste de Talavera. ​Tal como su segundo título indica, constituye una crítica al amor carnal y pone el acento en los vicios de las malas mujeres (Martínez de Toledo 1981). «La reprobación del loco amor es el principal objetivo de Alfonso Martínez de Toledo en Arcipreste de Talavera o Corbacho, según él mismo establece desde el Prefacio. Aunque el término ‘loco amor’ en ninguna parte del libro es definido o señalado explícitamente como una enfermedad del cuerpo o de la mente, sí hay una referencia continua tanto a la pérdida de seso y memoria como a otros síntomas relacionados con la lujuria y el mal de amores o amor hereos» (Trejo Barrientos 2016: 129).

2El libro de buen amor se inserta en la tradición didáctica de los exempla y usa la estrategia (marcadamente ambigua) del antiejemplo, que, al menos superficialmente, libera de responsabilidad al narrador, pues evoca la idea de que la maldad (física, sexual y carnal) está en los ojos de quien mira: «Tú, Señor Dios mío, que al omne crieste, enforma e ayuda a mí el tu açipreste, que pueda fazer un libro de buen amor aqueste, que los cuerpos alegre e a las almas preste […] Non tengades que es libro neçio de devaneo, nin creades que es chufa algo que en él leo, ca segund buen dinero yaze en vil correo, así en feo libro está saber non feo» (Ruiz 2001: 112). Más adelante, Juan Ruiz cita a Aristóteles y reflexiona sobre la atracción sexual desmesurada que las hembras pueden despertar en los varones.

3Según los tratadistas latinomedievales, la pasión amorosa evoluciona siguiendo siempre unas pautas definidas que comienzan con el visus (contemplación), alloquium (conversación), contactus (caricias), besia (besos), factum (en provenzal fach, acto). Por último, se ha señalado que en algunos casos el fach no llega a realizarse y se limita a ser un assai o assag, (ensayo prueba)» (Ayuso, García y Solano 1990: 83).

4La melancolía amorosa en este caso no la sufre un hombre, sino una mujer, y está mezclada con voluntades divinas. Fedra se enamora de su hijastro, Hipólito, y trata de seducirlo, influenciada por la mismísima Afrodita. Sin embargo, el joven no responde a las insinuaciones de su madrastra y por ello esta acaba suicidándose y desatando en la familia una serie de eventos desafortunados (Eurípides 428 a. C).

Recibido: 03 de Octubre de 2020; Aprobado: 09 de Noviembre de 2021

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