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Lexis

versión impresa ISSN 0254-9239

Lexis vol.47 no.1 Lima ene./jun. 2023  Epub 12-Jul-2023

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202301.009 

Artículos

El grito refundador de la humanidad: un análisis metapoético de “Un hombre pasa con un pan al hombro” de César Vallejo

The Refounding Cry of Humanity: A Metapoetic Analysis of César Vallejo’s “Un hombre pasa con un pan al hombro”

Alex Morillo Sotomayor1 
http://orcid.org/0000-0002-2232-903X

1Universidad Científica del Sur - Perú, amorillo@cientifica.edu.pe

Resumen

La metapoesía es un ejercicio de ficción particular que en este estudio se discute con el propósito de poner a prueba nuevas comprensiones sobre la vanguardia de inicios del siglo XX y su presencia en la poesía peruana. El caso elegido es el de César Vallejo y el texto explorado es “Un hombre pasa con un pan al hombro”, un poema donde se advertirá cómo las ideas sobre el lenguaje, el conocimiento y la cultura no resisten significación alguna que justifique su funcionamiento como recursos garantes de la civilización del hombre, lo que demanda en el lector el gesto de repensar el estatuto ficcional de ese poema.

Palabras clave: metapoesía; no-lugar; poesía vanguardista; César Vallejo

Abstract

Metapoetry is a particular fiction exercise discussed in this article with the purpose of testing new approaches to the avant-garde of the early twentieth century and its presence in Peruvian poetry. The chosen case is that of César Vallejo and the explored text is “Un hombre pasa con un pan al hombro” (‘A man passes by with a loaf of bread on his shoulder’), a poem in which the ideas about language, knowledge and culture do not resist any analysis that justifies their functioning as guarantor resources of the civilization, which therefore demands the reader to rethink the fictional nature of this poem.

Keywords: metapoetry; non-place; avant-garde poetry; César Vallejo

1. LA METAPOESÍA: UNA POESÍA DE VANGUARDIA

De la clasificación sugerida por Terry Eagleton (2010) que distingue dos grandes registros en la poesía moderna, se desprende una primera explicación sobre la metapoesía. Eagleton señala que existe, en efecto, una poesía caracterizada por la claridad de su expresión a través del empleo de un lenguaje llano y cercano a la dicción coloquial, sin grandes artificios para moldear los contenidos. También es una poesía que sabe contradecir esa misma claridad o sencillez al volverse sospechosa, dado que no concentra lo que el lector previsible de poesía espera: una expresión densa y laboriosa del lenguaje. Aquella claridad podría ser, según el autor, solo una excusa para que el lenguaje se exhiba más bien como una materialidad que proyecta escepticismo y desconfianza, una “crisis de fe”, respecto de sus posibilidades de significar.

En cuanto al segundo registro, se trata de una poesía que se muestra desde una mayor complejidad, desde apuestas más experimentales, una escritura hecha para la subversión de todos los órdenes y las condiciones predeterminadas de la palabra; en suma, una poesía que se siente cómoda en la proliferación, en la fragmentación y en la densidad. El impulso podría llevarnos a identificar a la poesía vallejiana con el segundo registro, sobre todo si este ha servido habitualmente para caracterizar la escritura de vanguardia a inicios del siglo XX; aunque, como veremos, la poesía de ese periodo alcanzó otras formas de realización.

Lo que interesa de la clasificación descrita es que el segundo registro poético está asociado -como explica Eagleton- a una forma de objetivación, autorreferencia o autoconsciencia, toda vez que su lenguaje se centra de manera llamativa sobre sí mismo al mostrarse siempre sugerente. De este modo, basta con que ese lenguaje se acentúe como denso, radical o abstracto para que surja la intención de provocar(se) una imagen o una idea sobre él y no solo sobre aquello que quiere referir (Eagleton 2010: 54-62). Si seguimos esta suposición, el poema se empeñaría en ser, para las palabras, la oportunidad esperada que las prolifera y las acerca a una idea de sí mismas. Esa circunstancia proliferante y autorreveladora indicaría que hay algo que las vuelve más lenguaje, si aceptamos, claro está, que tal circunstancia hace más significativo (y, por ende, más ficcional) lo que ocurre dentro del poema.

Sin embargo, una suposición como la que acaba de señalarse debe discutirse a partir de unas cuantas inquietudes: ¿cómo es que tanta proliferación hace del poema más lenguaje, hasta el punto de que ese lenguaje encuentra la manera de desdoblarse y de autorreferirse?; de ser así, ¿qué nos lleva a pensar, por lo general, que un lenguaje hecho para la proliferación es particularmente más significativo? y ¿por qué esta particularidad debe ser siempre la señal de que el poema nos convenció de su condición o su naturaleza ficcional?

Estas interrogantes tienen el propósito de dejar de insistir en la correspondencia entre el segundo registro, tan usado -y abusado- para describir la poesía vallejiana, y los códigos expresivos vanguardistas, a sabiendas de que existen otras correspondencias menos exploradas que dan cuenta del potencial creativo de aquellos códigos. Al menos un par de estas correspondencias son prioridad en nuestro análisis: en primer lugar, nos interesa saber cómo la poesía del primer registro -la que resiste de manera creativa, por qué no, contra la fórmula artificiosa o elaborada- es un tipo de expresión que logra legitimarse como una variante poética propia (aunque no única) de la vanguardia; y, en segundo lugar, queremos averiguar cómo esta misma variante llana, directa, casi literal, es generadora también de un ejercicio de objetivación, autorreferencia o autoconsciencia. La primera afirmación que lanzamos, en ese sentido, es que varias de las propuestas poéticas más ingeniosas y desafiantes de Vallejo acuden al primer registro y, desde ahí, defienden su postura de vanguardia, sobre todo cuando se muestran como objetos estéticos que dinamizan y actualizan su condición de ficción desde la fuerza de sentido que trae consigo el desdoblamiento y la autorreferencialidad que se provocan.

La afirmación anterior se comprenderá mucho mejor si distinguimos, dentro de la clasificación de Eagleton, un grupo de poemas muy específico. En este grupo se encuentran los textos a los que denominamos “metapoéticos” o “metaficcionales” y que se caracterizan por configurar una serie de referencias sobre la experiencia de la poesía y los agentes, los elementos y los actos que la conforman. Los poemas metaficcionales se desprenden de la clasificación aludida como un segundo grado de objetivación, debido a que el primer grado se da -tal y como advierte Eagleton- cuando la escritura poética despliega sus recursos más retóricos y sofisticados. Podría decirse, entonces, que los poemas de la primera objetivación revelan lo que el lenguaje es capaz de hacer y de hacerse, siempre desde un registro abierto, incesante y con tendencia a la proliferación; mientras que los textos metapoéticos concretan un segundo grado de objetivación que redirecciona la capacidad del lenguaje de hacer y de hacerse hacia la cuestión poética y sus respectivos elementos (la palabra, la hoja de papel, el ritmo), actos (la escritura, el decir, la lectura, la observación), agentes (el yo poético y el receptor) e incluso hacia la noción misma de poesía, referida como una experiencia de sentido que interviene (desmonta y refunda) los conocimientos y los discursos de la sociedad moderna.

La metapoesía, por lo explicado hasta aquí, es un tipo de ficción que deja en claro que la autorreferencia o la autoconsciencia es un gesto que puede aparecer en ambos registros y no solo en uno de ellos, como apunta Eagleton. Para demostrarlo, elegimos el poema “Un hombre pasa con un pan al hombro”, un texto que asumimos metaficcional porque objetiva, desde un tono claramente interpelante y cuestionador, la razón de ser del discurso estético-poético y humanista; además, lo hace con la fuerza de sentido que trae consigo un registro llano y concreto, el mismo que nos lleva a pensar en los aspectos menos frecuentados para calificar una escritura como vanguardista.

La metapoesía tiene, por otro lado, un rasgo especial que deseamos explorar en el poema de Vallejo seleccionado: proyecta la sensación simultánea de estar dentro y fuera del lenguaje. Esta paradoja se la debemos a una consciencia -no nos basta con decir que se trata de una voz- en el poema que primero desacomoda y luego reposiciona al hombre en su relación con las palabras. El gesto de entrar y salir es una manera de graficar la adopción de una distancia por parte de la subjetividad del poema, la cual le permite señalar, de manera crítica, las circunstancias expresivas con las que construye su mundo. Si seguimos la fórmula sugerida por Leopoldo Sánchez Torre, un metapoema es un metalenguaje y, como tal, toma por objeto a otro lenguaje; pero, sobre todo, es capaz de dar cuenta de sí mismo: un lenguaje dentro o en el interior del lenguaje (1993: 20). Esta definición grafica un movimiento hacia la interioridad del lenguaje, como si la exploración de una metaconsciencia se midiera en los términos de una profundidad. Así, el lenguaje se vuelve más autorreflexivo en la medida que viaja hacia sus adentros o se autorrepliega. No obstante, puede darse crédito también a otro movimiento en el metapoema que, si bien compromete la interioridad del lenguaje, lo utiliza como un punto de partida hacia una exterioridad: una salida del lenguaje como parte de un posicionamiento marginal o intersticial a partir del cual el yo poético es capaz de decir: “Estas son mis palabras y las empleo de esta manera” o “el poema del que soy parte se comporta así”.

La subjetividad que se mueve hacia dentro y hacia afuera invierte los papeles y dispone ya no del lenguaje para la obtención de más conocimientos (eso significativo que promete la proliferación de las palabras en el poema), sino más bien de los conocimientos, con el fin de problematizarlos de manera radical y obtener una idea lo ­suficientemente incómoda como para ser atractiva en torno al lenguaje: ese algo que ya no es instrumento porque ya no comunica, ese algo que pierde su valor social porque ya no es instrumento, ese algo que pone en peligro la misma experiencia de cultura porque perdió su valor social. Entonces, ¿en qué se convirtió ese algo?

La objetivación que realiza aquella subjetividad hace del poema, en consecuencia, un desfase, una zona límite y a la vez liberada, un punto ciego en la significación, lo que curiosamente también lo vuelve un amago de sentido cargado de potencialidad y de expectativa. Por todo lo señalado, nos animamos a afirmar que las escrituras metapoéticas son generosas al abrir la discusión sobre el fundamento ficcional de los textos poéticos, el cual, entre otras cosas, pasa por hacernos repensar nuestro lugar en el lenguaje.

En la crítica al lenguaje, aparece otra dirigida a la realidad -según Ramón Pérez Parejo (2007)-, la que se considera imperfecta, difusa, fragmentada e inaprensible. Una perspectiva así deja al poema como la única realidad deseable para el poeta. La preexistencia del lenguaje influye en nuestro conocimiento de la realidad, y las palabras, en calidad de predeterminación que lo nombra todo, se interponen entre nosotros y el mundo. Esa predeterminación es tal que la realidad se pierde en medio de las palabras: “La realidad se halla de tal forma imbricada a las palabras que hasta se confunde con ellas: las cosas parecen imitar a las palabras y estas proyectan las cosas como ficciones suyas” (Pérez Parejo 2007: 69). En suma, lenguaje y realidad se impregnan en la retina de los sujetos metapoéticos como dimensiones no congruentes o friccionantes, o como dimensiones opuestas, paralelas y sin la posibilidad de un punto de encuentro (Pérez Parejo 2007: 79).

Esto tiene que ver, además, con el hecho de que los hablantes metaficcionales ven al lenguaje poético como una entidad autónoma donde las palabras se estimulan entre sí “especularmente”. Un lenguaje que se “autoseñala y se condensa” y, al hacerlo, provoca un efecto irremediable en el hombre: lo divide del mundo, lo separa de él (Pérez Parejo 2007: 94). Sin embargo, más allá de estas sospechas sobre la realidad con tono de cuestionamientos, ¿será posible que esa división se procese de otra manera en la consciencia del yo metapoético?, ¿será posible que la división dé paso a una mirada oblicua sobre el lenguaje lo suficientemente potente como para deconstruir y refundar su posición como sujeto de la expresión y del conocimiento? Lo creemos posible, porque toda buena consciencia-meta es el resultado de una incursión en el lenguaje, donde este ya no responde como inherencia, hermetismo o resolución, tampoco como claridad o eficacia, sino como margen (el margen del lenguaje también es una zona cargada de sentidos), retracción (una experiencia en el que las palabras ganan sentidos cuando desarticulan o descomponen alguna intención trazada en los poemas), diferencia (una experiencia donde las palabras valen más por todo lo que no pueden llegar a decir), incluso sinsentido (algunas veces, el poema solo parece ser la instantánea de una corriente de sentidos que coincidieron en sus dominios, una corriente cuya informidad es insoslayable para el lector).

Un apunte más de Ramón Pérez Parejo que merece discutirse y actualizarse es que los poetas metaficcionales, según él, asumen por lo general que la realidad consiste en un entramado de ficciones en los cuales el hombre fácilmente se puede perder debido a las ambigüedades, los engaños o las velaciones propios de aquel entramado. De este modo, si plantean algún tipo de cuestionamiento a la ficcionalización poética, lo hacen también, por extensión, a la realidad en tanto un espejismo inventado por el lenguaje. Si la voz del metapoema desvela la naturaleza de la ficción poética como una ficción más entre otras, lo que logra con ese gesto es hacer del poema un “objeto artificial” que no puede sostener el “pacto lírico” que lo acercaba al lector y hacía que este se apropiara del texto poético hasta idealizarlo (Pérez Parejo 2007: 99-100). Ante eso, le propone otro tipo de pacto donde lo conmina a apropiarse de una mirada que desmonta críticamente la relación entre la realidad y el lenguaje:

El lector no debe sentirse traicionado sino aceptar el pacto lírico que el poeta plantea desenmascarando el carácter representativo de la escritura; debe aceptarlo por ser consustancial al hecho de verter la realidad en palabras. Es irremediable que el lenguaje cree ficciones. La realidad se convierte entonces en una alucinación en el desierto, lejana y difuminada. Son las palabras las que han creado ese espejismo. El poeta invita al lector a sumir que no hay más realidad que ese reflejo y a él debe atarse y atenerse. Lo demás es un eco, nada (Pérez Parejo 2007: 126).

A veces, los metapoemas revelan una inversión particular al mostrar a la realidad como una convención o un constructo imaginario, y a lo ficticio como lo vivido; en otros casos, el lenguaje poético aparece para desplazar y disolver lo real. Lo cierto es que ambos planos (realidad y ficción) se muestran bajo la lógica metapoética como equivalentes o “espejos infinitos que se reflejan entre sí hasta perder la referencia original” (Pérez Parejo 2007: 114). No obstante, el tipo de metapoesía que analizaremos más adelante, gracias a Vallejo, no se reduce al dilema profundo sobre la correspondencia o la oposición ente el poema y la realidad; es decir, si el poema nos aleja o nos acerca al mundo. Este desfase sí es un asunto recurrente en los metapoemas, pero no es lo único que se puede extraer de ellos. Un metapoema tiene el poder, por ejemplo, de emparentar al yo poético y al lector en una misma condición de vulnerabilidad frente a la desmitificación de la integridad ficcional del poema, por lo que ambos se exponen a una expresión que se juega precisamente su condición de lenguaje y de ficción de manera permanente. Para decirlo de otra forma, los metapoemas son poemas que intentan ser lenguaje y ficción, porque, en la lógica de su hablante lírico, estas condiciones no están resueltas ni mucho menos simplificadas. Además, ven en la insuficiencia y la especularidad estímulos que ayudan a dar cuerpo a una forma de consciencia sobre la dimensionalidad del lenguaje. El pacto lírico, en la metapoesía, no se sustenta en una preexistencia, sino que vuelve a un grado cero donde la concepción de lo poético demanda una calibración en las consciencias interpeladas del hablante y del lector.

A todo esto, Vallejo aparece como un ejemplo inmejorable para poner a prueba la objetivación metapoética comentada hasta aquí, porque en varios de sus poemas aparece un yo que se desprendió de la idea de lenguaje que le entregaba la realidad. No obstante, para desprenderse de algo tan adherido, arriesga su propio descentramiento y ya no se reconoce en sus formas habituales de significar. Su consigna es pasarse de revoluciones (“a treinta minutos por segundo”) y moverse en el lenguaje hasta salir de él, permaneciendo, si la paradoja lo permite, aún en él. En resumen, podría decirse que el yo en los textos metapoéticos de Vallejo encuentra algún tipo de margen de la razón desde donde se vuelve imperativo hacer consciencia sobre los márgenes del lenguaje. Este hacer consciencia es una clave para acercarse a la estética de vanguardia de Vallejo y, en general, puede consagrarse como una alternativa de lectura válida sobre el proceso de modernización de la poesía peruana a inicios del siglo XX.

2. EL POEMA COMO UN NO-LUGAR

La metapoesía o la metaficción poética suele mostrar al poema como un lugar en el que se desmonta cualquier idea paradigmática (en el sentido de estable, uniforme y modelizadora) que exista sobre el lenguaje y los valores que llega a adquirir: depositaria y mediadora del conocimiento, garante de la socialización y de la vida cultural del hombre. Mientras el lenguaje deja de ser en el poema todo lo que estaba acostumbrado a valer, la consciencia que desmonta suelta poco a poco una duda insoslayable para el lector: ¿qué queda en ese espacio del poema donde antes habitaba el lenguaje sin contratiempos? Una duda de esta envergadura nos lleva a imaginar al poema como un no-lugar, motivados por las siguientes conjeturas:

  1. a) El valor del poema no tiene que pasar siempre por saberse y mostrarse pleno de significación. El desarmado de esta, o incluso su aparente suspensión, también son motivos repensables para la consciencia que habita en el poema.

  2. b) El poema no siempre es un lugar ideal para el lenguaje, sobre todo si este solo se comprende como una predeterminación que contiene y estabiliza la significación.

  3. c) La subjetividad metapoética que toma posición en el no-lugar del poema asume que el desmontaje de la articulación lenguaje-significación implica movilizarse desde un punto fuera de esa misma articulación, aunque solo se trate de una movilización meramente especulativa o hipotética.

  4. d) Si el yo metapoético de eso que llamamos no-lugar se distancia y, al mismo tiempo, se moviliza sobre la articulación aludida es porque una circunstancia muy particular de lenguaje se lo permite. Esto genera, a su vez, dos inquietudes más: ¿qué es lo que a fin de cuentas se quiere decir desde esa circunstancia? y ¿el poema, visto desde el lente metapoético, puede ser intervenido por más de una circunstancia de lenguaje?

Por lo general, los estudios sobre las vanguardias poéticas que inauguran el siglo XX colocan en el centro de sus preocupaciones los experimentos verbales más radicales que extralimitan la articulación lenguaje-significación, pero sin imaginar que esta puede quedar sin efecto en el encaje del poema. De lo que aquí se trata, en cambio, es de imaginar una extralimitación desde la posición, la objetivación y la circunstancia descritas hace un momento como las características principales de toda expresión metapoética. Escritores como Vallejo necesitan, en la actualidad, precisamente, otro tipo de discusiones que identifiquen en sus poemas la referida articulación como el blanco de indagaciones nuevas, en las cuales el lenguaje y la significación sean dos piezas que tienen limados sus puntos de contacto, por lo que solo les queda exhibirse como las partes de un desacople expectante. Indagaciones, en suma, que conviertan al lector en un agente marcado por aquella expectativa y, por eso mismo, interpelado desde una pregunta que se las arregla siempre para volver: ¿en qué términos asumimos la naturaleza ficcional del poema?

Veamos otros asuntos que se desprenden de las cuatro conjeturas relacionadas al no-lugar del poema. Primero, si desde la ficción metapoética se ensayan entradas y salidas por el lenguaje, estos ensayos también podrían suponer entradas y salidas por la cultura o, mejor dicho, por la idea de cultura instalada en nuestras vidas como una sistematización hecha de convencionalismos y automatizaciones. Esto quiere decir que el carácter contracultural de la metapoesía tiene que ver con un yo lírico que se posiciona para explorar nuevas condiciones sobre la articulación lenguaje-significación, tras romper el molde cultural que sedimentó las condiciones anteriores. Podemos suponer, entonces, que el alcance de ese yo metapoético que explora sus formas de expresar y de significar es mucho más complejo de lo que se cree, pues, al desmontar la referida articulación, tan esencial para la existencia de la cultura, compromete lo que esta misma es capaz de sistematizar. Si seguimos estas consideraciones, un metapoema hace de la cultura -normalizada siempre como el ordenamiento máximo de cuanto acto, discurso y saber produce el hombre- una idea que genera un extrañamiento constante. El poema es un no-lugar porque la cultura, en su valor habitual, no cabe ahí.

A estas alturas, cabe preguntarse si el yo metapoético que desmonta ideas al parecer tan sólidas como el lenguaje, la significación y la cultura se comporta igual que cualquier otro yo lírico moderno. En diversas ocasiones, aquel yo irrumpe de tal manera en el poema que supera la proporción habitual que determina para cada subjetividad poética una sola lógica o razonamiento. La subjetividad, cuando es metaficcional, flexibiliza dicha proporción y se luce sin reparos como un posicionamiento que se agencia de diversas consciencias. Describimos su esencia como multifacética, conjetural y con una inclinación a la reinvención permanente gracias a la autorreferencialidad que pone en práctica. Carlos Bousoño nos acerca mejor a este rasgo: “El poema, a imitación y como expresión de lo que ocurre en el alma del hombre, consistirá también en un fluir, más o menos evidente, de estados de conciencia cambiantes que se desenvuelven en el tiempo” (1966: 24).

Se nos ocurren dos alternativas (ninguna cancela a la otra) respecto de los estados cambiantes resaltados por Bousoño: a) el yo metapoético, al objetivar la articulación lenguaje-significación, cae en la cuenta de que la única manera de darle la vuelta es concretando la apertura constante de su subjetividad, para lo cual necesita pluralizarse o ser varias consciencias a la vez; y b) ese mismo yo se dispone como la zona de tránsito y choque de otras consciencias que aparecen de cierto modo adheridas en las referencias elegidas para dar vida a la significación del poema.

Hablar de un estar múltiple de la consciencia, desde la primera alternativa, es dar pie a un razonamiento en el poema manifestado como un ejercicio de conjetura que se aproxima a una fijación de sentido y, casi en el mismo instante, dinamiza esa fijación hasta provocar su estallido en posibilidades múltiples. Dicha conjetura se acerca, más bien, a la sospecha, a la negación, apenas al esbozo e incluso al error como un arrebato inventivo. Un poema construido desde la conjetura parece nacer no de una, sino de diversas consciencias que hacen friccionar sus proyecciones. Si el poema, como creemos, es intervenido por diferentes circunstancias del lenguaje, no es tan descabellado imaginar que detrás de esas circunstancias operan diferentes consciencias, todas estas estimuladas desde una misma subjetividad poética. De esta manera pensamos al poema de vanguardia que, en su versión metaficcional, no resiste moldes unidireccionales ni lógicas excluyentes, y mucho menos lo hace la poesía vallejiana, al ser una de sus más altas expresiones.

En cuanto a un estar múltiple de la consciencia desde la segunda alternativa, nos referimos a un yo metapoético que se empecina en revelar las capas de significación con que llegan las palabras y con las que evidencian sus recorridos históricos, sus negociaciones permanentes en la sociabilidad que persiguen todos los hombres, sus anclajes y desanclajes en los discursos que dan sustento a la experiencia de cultura. De este modo, las imágenes no llegan por supuesto solas, puras y lisas al terreno del poema, sino que entran a este empeñando la naturaleza y la funcionalidad que la experiencia aludida les codificó. Una imagen cargada de consciencia es aquella que llega con los impulsos de las significaciones que la movilizaron. En consecuencia, el yo metapoético se convierte en una dimensión porosa por la que emergen y chocan todos esos impulsos o consciencias, lo que hace posible que el poema se identifique como el espacio donde la cultura se abisma o se desemboca. Esto último ocurre porque, fuera del poema, las significaciones viven de ­encasillamientos y parcializaciones en diferentes disciplinas y discursos, bajo un paradigma que legitima tales divisiones desde los argumentos más emprendedores y productivos de la experiencia del progreso; pero, dentro del poema, esa dinámica se arriesga a su desarmado, a su flexibilización dramática, lo cual provoca la puesta en jaque de los ordenamientos de la significación y, por extensión, de la cultura.

Otro aspecto interesante de la metapoesía del no-lugar, rastreable en los textos vanguardistas, es lo que plantea este tipo de ficción sobre el acto del conocimiento. Volvemos a Bousoño, para quien la poesía es la experiencia de significación que comunica un conocimiento particular, una especie de “síntesis intuitiva” o una visión que articula lo conceptual, lo sensorial y lo afectivo. Aunque en realidad, lo que comunica el poema es la contemplación de ese conocimiento (Bousoño 1966: 19-21). Esa contemplación, trazada por el poeta y ofrecida al lector, es la que nos da una pista de que el yo lírico opera no solo sobre la materia verbal, deconstruyendo su significación, sino también sobre el acto del conocimiento asociado a esa materia, en su afán de mostrarlo en otra intensidad y en otro alcance.

Lo que este yo puede mostrar del acto en cuestión es fascinante. Primero, porque acerca al lector al momento exacto en el que reúne una serie de concepciones familiares a él para extremarlas y, desde esta circunstancia, interpelar su propia racionalidad; y segundo, porque, no contento con ello, instala en el poema un real desfase cognoscitivo al oponerse a toda configuración de la realidad en la que predomine una tendencia homogeneizadora. Según Bousoño, las experiencias humanas que se transmiten en los poemas disponen lo conceptual -que es el recurso principal de esa tendencia homogeneizadora- como el punto de apoyo para la expresión de lo verdaderamente singular -y, por ende, subversor-, que recae en lo afectivo y en lo sensorial (1966: 23). De ser esto cierto, llegamos a otra deducción importante: en las ficciones metapoéticas, el mecanismo que entrelaza lo conceptual, lo afectivo y lo sensorial pone en un primer plano el acto del conocimiento en cuanto un acto fundamentalmente transgresor y creativo. Vallejo y sus pares vanguardistas se esmeran, en muchas oportunidades, para que la gran referencia en el poema sea aquel acto. El texto metapoético encuentra imprescindible referir ese gran acto y asume las posibilidades de repensarlo. Esto implica que el lenguaje vuelva a ser no solo un soporte para el conocimiento, sino también una nueva experiencia de este y, para lograrlo, primero debe luchar por su reinvención en el no-lugar que es el poema.

Un apunte adicional sobre el desfase cognoscitivo que comentábamos antes: vale la pena relacionarlo con la reflexión de Eagleton acerca de un tipo de “desequilibrio” entre la forma y el contenido, cuando la primera se desenvuelve en un nivel, mientras que el segundo lo hace en otro, de modo que el poema busca decir algo, pero su realización contradice lo dicho. Se trata, en palabras del autor, de una “contradicción performativa”. El poema, visto así, parece proyectar objetivos distintos y simultáneos, incluso incompatibles (Eagleton 2010: 93-110), como si estuviera conformado por impulsos y orientaciones diferentes que entran en una franca tensión. Esto contribuye a graficar cómo el poema puede atentar contra la unilateralidad de la comprensión del lector, quien tiene que aprender a interiorizar aquella simultaneidad que lo escinde, pero a la vez multiplica sus posibilidades de entrar y salir por el lenguaje. El yo metapoético se empeña, por todas estas razones, en referir aquella contradicción performativa, convencido de que la ficción poética tiene ese poder de hallar nuevas vetas de significación en aquellas circunstancias donde todas las condiciones “normales” del lenguaje parecen revertirse.

Hay un último rasgo metaficcional que nos servirá para analizar el poema de Vallejo y que se vincula con lo que plantea este tipo de ficciones sobre el acto de la escritura. Siempre es bueno volver a las ideas de Roland Barthes para recordar que la escritura es una experiencia aprovechada solo en parte si la reducimos a una práctica que custodia y transmite, de forma segura, la carga significativa del lenguaje. La escritura, desde su realización estética, bien vale como una intervención que provoca el desmontaje del lenguaje en cuanto a idea y en cuanto a realidad. No arriesgamos mucho si pensamos a la escritura como el acto que se presta para la instrumentalización del lenguaje, ya que más interesante es imaginarla como el ensayo de una perspectiva donde la articulación lenguaje-significación es un asunto que no va más si es que antes no se le desarma y rearma. La escritura, por todas estas razones, se consagraría en lo que Barthes llama una “contra-comunicación”; es decir, una experiencia que no necesariamente tiene que garantizar ni plenitud ni eficacia a la hora de transmitir información (2006: 26-27).

Visto así, el hecho de que la escritura sea el blanco constante de una metaconciencia es una cuestión que cae por su propio peso, cuando en los poemas surge la posibilidad de que ese acto suponga un estar subversivo en el lenguaje. La escritura, imaginada dentro de la metaficción, acciona el lenguaje para exponerlo muchas veces como aquello que no empalma con el poema, porque nos hemos acostumbrado más a su uso que a su reinvención. El poema entra, entonces, al juego de lo que no comunica, porque no deja que el lenguaje se acomode libremente en sus dominios; por eso mismo, se convierte también en un no-lugar. El poema de la contra-comunicación o del no-lugar sirve de paso y fuga para los sentidos, así como de desorientación para el lector: es un texto que boicotea su naturaleza y su funcionalidad predeterminadas, pero, al mismo tiempo, demanda la indagación constante de su carácter ficcional desde la capacidad que tiene para autorreferirse. Por eso, nada más provocador que ver en la escritura que refiere y que le da vida un acto de contra-comunicación.

3. UN POETA PASA CON UN POEMA AL HOMBRO

La metapoesía se describía en el apartado anterior como un tipo de ficción que asume al poema como un no-lugar, una caracterización que tiene correspondencias interesantes con algunas reflexiones estéticas del propio Vallejo. Para este autor, por ejemplo, el poeta -el artista en general- es el forjador de un hacer y una visión vitalistas. El poema es vitalista porque la técnica que lo moviliza, antes de consagrar al acto poético como una gran sofisticación formal a la altura de las innovaciones vanguardistas, debe generar un quiebre necesario en la articulación lenguaje-significación que apunte al surgimiento entre los hombres de una “sensibilidad auténticamente nueva” (Vallejo 2002a: 435). La técnica del poema, debido a su eficiencia creadora, debe hacer posible que esos mismos hombres, condicionados por las reglas progresistas de una vida moderna, reinventen su socialización en una experiencia colectivo-fraternal trascendente (Vallejo 2002b y Vallejo 2002c). Ya lo decía Jorge Aguilar Mora, a propósito del alcance de la estética vanguardista en Poemas humanos:

En los años del apogeo de la Vanguardia europea y americana, Vallejo percibió que la metamorfosis de la cotidianidad en un ejercicio absoluto de la libertad necesitaba de una sintaxis rigurosa que permitiera la apertura máxima de la potencialidad del lenguaje, pues solo así se podía confiar a un poema el cuidado de la cifra y el destino de una humanidad efímera. Y que precisamente mientras más efímera se concibiera más trascendente sería. En esa empresa, toda esperanza puramente idealista y cualquier campaña ideológica de las finalidades humanas era irrelevantes y, en última instancia, indeseables (2011: 3).

La poesía es vitalista porque, en efecto, se trae abajo al paradigma academicista, alentado por el modus operandi burgués que idealiza al artista y lo impregna de un carácter contemplativo y abstracto. Desde la mirada vallejiana, el artista debe librarse de aquella idealización y volver a la realidad inmediata de los hombres para ejercer una intelectualidad que no es pura ni exclusiva ni excluyente, sino contestataria y capaz de poner en funcionamiento un tipo de razonamiento concreto que provoque la transformación de la sensibilidad humana y produzca “módulos nuevos de creación intelectual” (Vallejo 2002d: 373 y Vallejo 2002e). En aras de esa transformación, la consciencia instalada en el poema vallejiano revela las diversas fuerzas, lógicas y expectativas del propio quehacer poético, como parte de una ficcionalización que le propone al lector una perspectiva diferente sobre el lenguaje y sus pretensiones de significación. En consecuencia, si en el poema no se asoman estas circunstancias y desafíos relacionados al lenguaje, entonces será poco o nada lo que tenga que decir.

La poesía rematerializa-reposiciona-reacomoda el lenguaje, porque lo vuelve otra vez visible y necesario para la vida comunitaria del hombre. Vallejo afirma que “la poesía es tono, oración verbal de la vida” (Vallejo 2002f: 413), y ese tono se explica como la carga única, original que el poeta imprime en las palabras y que se vincula con la revelación de la fuerza performativa de las mismas, cuando encarnan “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo” (Vallejo 2002f: 413). Para Vallejo, el poeta, antes que trabajar con ideas, trabaja con las palabras y esto supone volver a creer en la simplicidad-naturalidad-esencialidad de su materialidad, liberada en los dominios del poema gracias a los “movimientos emotivos” del poeta (Vallejo 2002f: 413-414).

El poeta de tono vitalista revoluciona porque sabe alzar la voz cuando dicha liberación corre peligro. Vallejo advierte que las palabras lucen agotadas o vacías, por lo que la relación entre los hombres se halla interrumpida: “[…] estamos mudos, en medio de nuestra verborrea incomprensible” (Vallejo 2002g: 431). Lo que preocupa a Vallejo de ese contexto es que cada individuo construye su parcela de lenguaje y relega a un lugar casi utópico la experiencia comunitaria entre los hombres: “El interés de uno habla un lenguaje que el interés del otro ignora y no entiende” (Vallejo 2002g: 431-432). Estas afirmaciones del autor son en particular interesantes, porque nos permiten considerar dos planos de la palabra que se oponen en el escenario moderno: por un lado, el mutismo; por otro, la proliferación ruidosa. Para que el poeta sea consciente de ambos planos, tiene que posicionarse como un agente escindido cuya circunstancia de lenguaje es liminal o marginal. ¿Podríamos suponer que esta posición es el no-lugar del poeta y el discurso ficcional que emplea para referir sus límites o márgenes es el no-lugar donde aquellos planos son objetivados e imaginados? El poema, por lo tanto, sería el no-lugar donde el mutismo no silencia al poeta ni la verborrea lo ensordece hasta perderlo.

Concentrémonos ahora, después de todas las ideas sugeridas hasta aquí, en el hablante lírico que encarna la poesía vital vallejiana en “Un hombre pasa con un pan al hombro”, un texto de Poemas humanos (1939) que se propone objetivar una serie de actos que son parte de la experiencia poética y letrada en general. Serán el escribir, el decir y el leer los actos comprometidos en una indagación que nos animamos a calificar de fulminante, porque a ese hablante le basta con inscribirlos en interrogantes que los sitian con la contundencia de una expresión sencilla. Pero el poema es más desafiante aún, debido a que la indagación toma la forma de un ejercicio de refundación que nos lleva a repensarlos y, por extensión, a repensar la dinámica social y cultural que los legitima. La indagación, multiplicada en trece preguntas, pone en primer plano la operatividad de aquellos actos, expuestos en el instante preciso de su realización, para que esa condición de intento o ensayo ponga en suspenso y en crisis la articulación entre la significación y el lenguaje:

Un hombre pasa con un pan al hombro ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?

Otro se sienta, ráscase, extrae un piojo de su axila, mátalo ¿Con qué valor hablar del psicoanálisis?

Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano ¿Hablar luego de Sócrates al médico?

Un cojo pasa dando el brazo a un niño ¿Voy, después, a leer a André Bretón?

Otro tiembla de frío, tose, escupe sangre ¿Cabrá aludir jamás al Yo profundo?

Otro busca en el fango huesos, cáscaras ¿Cómo escribir, después, del infinito?

Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza ¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?

Un comerciante roba un gramo en el peso a un cliente ¿Hablar, después, de cuarta dimensión?

Un banquero falsea su balance ¿Con qué cara llorar en el teatro?

Un paria duerme con el pie a la espalda ¿Hablar, después, a nadie de Picasso?

Alguien va en un entierro sollozando ¿Cómo luego ingresar a la Academia?

Alguien limpia un fusil en su cocina ¿Con qué valor hablar del más allá?

Alguien pasa contando con sus dedos ¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?

(Vallejo 1988: 215-216)

Vallejo expone aquí lo que ya definimos como un razonamiento concreto, el mismo que refiere una serie de saberes y discursos que la historia empoderó para determinar y custodiar el sentido de lo humano. La aventura del poema pasa por impregnarle a esa referencialidad un tono interrogante que desestabiliza esos mismos saberes y discursos. De este modo, el gesto de referir, al participar de esta ficción metapoética, adopta las fuerzas que traen consigo los gestos de desarticular, desmontar, fragmentar, irrumpir, transgredir, neutralizar y suspender. Un poema impregnado de tales fuerzas se convierte, como dijimos, en un punto ciego de la significación, en un no-lugar donde la significación aparece desacoplada del lenguaje.

La intervención sobre esos saberes y discursos a partir de las fuerzas descritas nos lleva a suponer, en principio, dos situaciones. En cuanto a la primera, ¿el cuestionamiento de los saberes y los discursos en cuestión es parte de una estrategia, ejecutada por la consciencia del poema, que busca una perspectiva renovada sobre el acto del conocimiento del hombre y, más aún, sobre la fundamentación humanista de ese acto? De ser así, se trataría de una consciencia metapoética que reseñala de forma crítica las palabras reunidas en el poema para dejar sin efecto la carga humanista que sostienen. Si la consciencia se atreve al desacople de las palabras y las cargas aludidas es porque está convencida de que entrar y salir por el lenguaje es el único camino para alcanzar un humanismo realmente cercano a la condición humana; es decir, un humanismo en el que se aprecie el acople genuino del sentido y la experiencia en torno a lo humano. Un convencimiento como tal revela, en consecuencia, la gran necesidad de la consciencia de reinventar sus formas de construir conocimiento, a sabiendas de que en esa reinvención se juega su propia humanidad.

En cuanto a la segunda situación, ¿el cuestionamiento y la desestabilización, con la radicalidad que aparecen en el texto, dejan realmente alguna oportunidad para imaginar un tipo de reposición o reinvención (un amago de esperanza) del hablante del poema en relación con la significación que pretende asir el sentido de lo humano, el lenguaje que da contención a esa significación, el acto del conocimiento que activa la articulación lenguaje-significación, y la cultura que provee el ordenamiento que necesita aquello que produce ese conocimiento? Si la respuesta es no, tenemos una subjetividad metapoética que proyecta la red lenguaje-significación-conocimiento-cultura como los restos que quedan tras el choque entre la dimensión humanista abstracta-academicista-obsoleta y la dimensión humana práctica e insoslayable que se rasca, cojea, tiembla, tose, escupe sangra, tiene hambre, llora, mata y muere. Acerquémonos un poco más a estas suposiciones.

Los pares versales evidencian una franca tensión. Los primeros versos de cada par son la radiografía de una sociedad que, mientras más subjetividades expone, más desgarradora se muestra. Este repertorio de subjetividades está marcado por la desigualdad social en términos de lo precario, lo agónico y lo marginal. El tono impersonal de la enunciación agudiza el panorama desgarrador, toda vez que ese otro señalado en una circunstancia específica puede caer en las demás, de modo que el dramatismo de las escenificaciones estaría en la irremediable alternancia de los destinos humanos descritos. Como si la vida del hombre que “extrae un piojo de su axila” fuera el umbral para conectarnos con la vida donde se “tiembla de frío” y esta, a su vez, fuera el umbral para aquella que “cae de un techo, muere y ya no almuerza” y así sucesivamente1. Sin embargo, no es el único tono que asiste al yo metapoético, pues aparece un reajuste en su enunciación que nos acerca a su mundo interior: “Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano”. Esta imagen es clave, porque revela precisamente cómo la intimidad lírica parece no contenerse más en su cerco individual, mientras que las otras subjetividades se filtran en ella, lo que se activa por cada una de las interrogantes que se concentran en los segundos versos.

Una cadena metonímica de causas y efectos revela que la filtración de esos otros en la subjetividad lírica se intensifica hasta conseguir su fragmentación, lo que a su vez afirma el terreno para su desdoblamiento o autoexploración: la subjetividad pone en la mira su propia posición en cuanto a lo que observa; es decir, toma consciencia sobre cómo se enfrenta racional y afectivamente a lo observado y, a partir de eso, cuestiona la funcionalidad de la articulación lenguaje-significación en su intento de aprehender el sentido de lo humano, el mismo que, como ya vimos, se ha vuelto un sinsentido entre dos dimensiones opuestas: la humanidad abstracta y la humanidad real. Para decirlo de otra manera, el yo es metapoético, porque se las ingenia para entrar y salir por la idea de lenguaje que una realidad precaria e insuficiente le otorga, lo cual implica que tuvo que moverse en el lenguaje (crear consciencia desde esa misma precariedad e insuficiencia) hasta salir de él. El poema se erige, entonces, en el simulacro de ese yo que enuncia su liminalidad (el poema como margen) y su indefensión (el poema como retracción). El poema es todo menos lenguaje, es el lugar de su desmontaje, es el no-lugar. Además, por qué no y pese a todo, es la única realidad deseable -y respirable- para el poeta, tal y como sugería Ramón Pérez Parejo.

La fragmentación y los diversos tonos del yo metapoético vallejiano hacen posible que lo imaginemos provisto de consciencias múltiples, con intenciones y alcances diferentes, lo que hace palpable el carácter contradictorio y performativo del poema, siguiendo los apuntes de Bousoño e Eagleton. Esto realmente ocurre gracias al impulso conjetural del poema que se ramifica en lo que parecen ser varios razonamientos que instalan la sospecha, la negación o la resistencia, debido a las interrogantes que en el fondo son afirmaciones sobre la inutilidad de los actos del decir, del escribir y del leer cuando estos se disponen a humanizar desde una abstracción defendida en los postulados más eminentes de la filosofía, las ciencias exactas o las artes.

Los razonamientos del yo que interroga revelan el efecto alienante de aquellos postulados que solo consiguieron alimentar un ego culto, competitivo, obsesionado por un conocimiento instrumental y tecnicista, que ensaya su impostura desde los diversos campos del saber mencionados y que materializa tal impostura a partir de las acciones involucradas en el poema y que definen su socialización. Lo que hace el yo metapoético y su razonamiento múltiple es identificar, en las acciones aludidas, el entrampamiento del sentido humanista, pues al parecer sirven para explorar ese sentido y reafirmar su trascendencia, aunque en el fondo provocan el alejamiento o el desanclaje de la realidad inmediata donde la humanidad se hace cuerpo, porque es contacto que interpela. Aunque no hay que olvidar que se trata de un razonamiento que justifica su multiplicidad desde interrogaciones y no desde respuestas. Por eso, lo que actúa como lenguaje en el metapoema lo hace como diferencia, pues reúne todas aquellas referencias de la impostura humanista para que importen por todo lo que no pueden llegar a decir, y lo hace como sinsentido, para mostrar aquello que la ficción es capaz de hacerle a la cultura y a toda su parafernalia cultista.

Ahora bien, el estar múltiple de la consciencia en el poema tiene una segunda lectura que ya habíamos definido en el apartado anterior y que se presta muy bien para este punto de nuestra reflexión. Nos referimos a que el texto de Vallejo sugiere, además, la imagen de un yo desbordado por un torrente de consciencias que no son otra cosa que el peso de la cultura representado en esos saberes y discursos. Se trata de un peso que inmovilizó al hombre moderno y lo volvió preso de sus ambiciones intelectivas. El poema se encarga de mostrar cómo el afán de ordenamiento y sistematización de la cultura se vuelve un escenario caótico, ruidoso e insustancial. De esta forma, aquellas consciencias o impulsos que dieron forma a los saberes y discursos pierden consistencia y se desdibujan ante los ojos de la subjetividad lírica. Así, la cultura ingresa a la ficción interpelante que propone la metaconsciencia del poema para ponerse en jaque y, de paso, graficar cómo la realidad se pierde en medio de las palabras, según lo que explica Pérez Parejo. Por lo tanto, la nueva humanidad -si la hubiera- se gesta para Vallejo fuera de los ciclos modernos del lenguaje y del conocimiento, fuera del ordenamiento moderno de la cultura2.

La lógica del yo metapoético vallejiano que comentamos parece edificarse, por lo visto hasta aquí, desde una postura poshumanista, porque tuvo que descultivarse para operar desde un pensamiento que, con el autor, calificamos al inicio de este último apartado de revolucionario, concreto y vitalista. Si bien, por un lado, el yo se empecina en problematizar las “grandes acciones civilizadoras” con el afán de revitalizarlas -es decir, para reintegrarse socialmente a través de ellas desde una renovada expectativa de organicidad-, por otro lado, creemos que la verdadera conquista del texto pasa por proyectar la trascendencia de lo poético como aquella experiencia que negocia con el lector la simulación de un no-lugar donde las palabras ya no son moldeadas de forma pasiva por los conocimientos, donde los conocimientos que activaron la sospecha del poeta entran en el juego de una fricción intensa y donde el resultado de dicha fricción es la obtención de más lenguaje, debido a que el poema propone idas y vueltas por las ideas que hicieron del lenguaje y de la cultura predeterminaciones que solo nos quedaban asumir. El metapoema de Vallejo encierra entre sus líneas una negociación que, si la imaginamos como lo hizo Ramón Pérez, muestra al yo metapoético y al lector expuestos de la misma manera al grado cero de un pacto lírico donde la expresión que los conecta se juega su condición de lenguaje y de ficción.

La imagen del grito en el verso final (“¿Cómo hablar del no-yó sin dar un grito?”) grafica muy bien el hecho de que la red lenguaje-significación-conocimiento-cultura fue arrojada fuera del poema. El grito irrumpe con su potencia disonante para contrarrestar todo intento de lenguaje articulado y convencional en el poema. El grito se trae abajo la consagración académica de la palabra y eleva su resonancia ruidosa como la alternativa elegida para cantar lo humano o lo que queda por decir de él. El grito aparece para exponer su ininteligibilidad como la brecha entre lo que se intenta decir y lo que no se puede llegar a decir respecto de la condición humana. En el grito, la palabra se deshace y, a la vez, se expande como una materialidad que desde su informidad seduce al lector. El grito, por lo tanto, es el único lenguaje que queda en pie, por debajo de todas las demás expresiones que se desactivaron por la carga emotiva de la subjetividad metapoética.

En la poesía de Vallejo, la carga emotiva opera, precisamente, como un exceso que extralimita las condiciones del ser, comprometiendo su integridad, volviéndolo tan permeable que las palabras también se comportan como un exceso que lo atraviesa y lo sobrepasa3. Visto así, el exceso emotivo del yo opera también como una nueva escritura que inscribe, sobre las palabras que custodiaban el sentido de lo humano desde la pretensión académica, una sensibilidad auténtica que las rediseña. Toda escritura que vale la pena -como decía Barthes- se consagra como una intervención que atraviesa y sobrepasa al lenguaje, lo que provoca una contra-comunicación: ¿después de la última pregunta hay alguna mínima articulación de palabras que sobreviva?, ¿sobrevive el hablante lírico tras el grito?, ¿el sentido de lo humano podrá prevalecer como una demanda mínima de significación después de que el poema violentó sus abstracciones más elaboradas? Si todas estas interrogantes saltan del poema, que al parecer no tiene nada que comunicar sobre la humanidad, ¿cómo asumir, a fin de cuentas, su naturaleza ficcional?

El poema defiende su naturaleza ficcional desde la lógica metapoética que le da sustento, la cual quiere persuadirnos de que es muy ficcional el hecho de una emotividad, impulsada por el poder dialéctico de la poesía, que subvierta y rediseñe la experiencia del conocimiento del hombre. La humanidad, para el yo metapoético, se recupera, como conocimiento, desde el sentir y esta recuperación se materializa en el grito transformador y refundador. La emotividad, radicalizada en el poema como el dolor que se irradia, pero a la vez emparenta a todos esos otros con el yo lírico, se asoma como el anuncio -al menos el esbozo- de un reordenamiento que iluminará el destino cultural del hombre.

A propósito de estas últimas ideas, William Rowe, quien advierte la continuación del “espíritu libertario” de Trilce en Poemas humanos, aunque combinado con indagaciones sociopolíticas, sostiene que la poesía vallejiana “se encarga de dar cuerpo al vacío traumático que no registra la producción social del sentido” (2006: 48). Una manera de constatarlo es a partir de la presencia del dolor como un elemento decisivo en la poesía de Vallejo, porque supera su escenificación habitual como contenido para provocar una “dramatización de la forma”. Lo que Rowe quiere decir es que, por un lado, el dolor es asumido en esta poesía como una entrada al mundo, es decir, como una “fuerza universal” que desborda la individualidad del yo lírico con el afán de conectarlo con todo lo existente. Por otro lado, se erige en la “condición previa de todo sentido” que lleva al lector al “umbral” del lenguaje y convierte a este en la dimensión intervenida por una “máxima penetración” de las palabras, las cuales terminan exhibiendo la irreductible tensión entre sus sonidos y sus significados, además de problematizar su funcionamiento social y actuar incluso como un lenguaje radical desde el que se critica a los discursos culturales. La poética del dolor hace del poema vallejiano uno “anti-discursivo” que irrumpe mediante las claves de la “libertad, la descarga, la intensidad pura” (Rowe 2006: 10-33). Con Rowe desciframos mejor la presencia del dolor en “Un hombre pasa con un pan al hombro”, pues hallamos, en primer plano, no solo la cuestión humana que Vallejo persigue, sino también un ejercicio de consciencia que proyecta sobre la cuestión aludida un estado de alerta y vigilia sobre el lenguaje, porque el destino de la humanidad también es un problema de lenguaje.

En esa misma línea de reflexión, tiene sentido lo que Víctor Vich ve en Vallejo: a un “poeta de la situación” (2021: 60) que intenta recuperar el lado “puramente instintivo” (2021: 66) de la condición humana, con el propósito de mostrar las limitaciones de la cultura. En ese afán, poemas como el analizado se componen de preguntas que dejan apreciar un discurso artístico que “duda profundamente de su propia condición” (2021: 70). Por ello, preguntas que apuntan de forma tan directa o concreta a los actos que nos aseguraron un lugar como usuarios privilegiados del lenguaje y del conocimiento (“¿Voy, después, a leer a André Bretón”?, “¿Hablar luego de Sócrates al médico?”, ¿“Cómo escribir, después, del infinito?”) son los puntos ciegos de la significación por los que el texto renuncia a su condición de poema, en cuanto prototipo habitual de lo ficcional-literario del que se tiene alguna expectativa de sentidos más o menos coherente o lógica. El texto renuncia a ser un prototipo estético para ser poesía, desde el gesto más político que se puede tener con el lenguaje: desmontarlo desde las emociones.

Sin duda, en ese gesto, la temporalidad tiene mucho que ver. No es casual que casi todos los verbos de los versos impares (“pasa”, “tiembla”, “busca”, “cae”, “roba”, “falsea”, “duerme”, “va” “limpia”) anuncien un tiempo presente que supone el instante de la fractura para los otros actos de la cultura que aparecen en los versos pares, una fractura expuesta gracias a ciertos adverbios como “después”, “luego” y “jamás”, reveladores del inicio del fin de aquellos actos. Un poema con una metaconsciencia sobre la poesía es un texto con una consciencia visceral sobre el tiempo, signo de la poesía nueva que reclamaba Vallejo.

En resumen, la metapoesía de Vallejo no acepta la configuración homogeneizadora de la realidad desde el paradigma académico-cientificista y lo asalta desde un pensamiento revolucionario, concreto y vitalista, mediante la fuerza emotiva de un grito que reinicia el sentido de lo humano. Vallejo quiere persuadirnos, desde su ejercicio metaficcional, de que la primera gran verdad del hombre poshumanista y poscientificista es que el verdadero gesto poético radica en recobrar la fe en las palabras tras haberlas vaciado de cultura. Las palabras podrán albergar el sentido de lo humano si son capaces de anunciar un nuevo tiempo fundado en un sentir fraterno y comunitario. Si no son capaces de eso, entonces -reutilizando la frase apocalíptica de Theodor Adorno- escribir poesía después de un poema como este es un acto de barbarie.

Referencias bibliográficas

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1Escribe Jorge Aguilar Mora: “Vallejo hace de la vida cotidiana concreta un umbral, un gran umbral, como un diorama infinito donde se realizan todos los actos, donde se consuman todos los fenómenos, donde comienzan y acaban todos los objetos y los sujetos. Es una gran membrana que llamamos Historia” (2011: 6).

2Julio Ortega advierte en los poemas de Vallejo el tránsito de una “épica discursiva” a una “épica fragmentaria”. Esta última instala en el dominio ficcional un “primer drama”, que es el mismo texto. Surge en dicha poesía, en consecuencia, la pregunta por el cómo decir las cosas y aparece, en toda su plenitud, el “desamparo del hacer-decir”, que trae consigo, a su vez, el nacimiento de un nuevo discurso desde una conciencia sublevada. Este discurso se apresta como un “texto extremo” (para nosotros, un texto con metaconciencia), donde el lenguaje experimenta una especie de “retorno” al recobrar su capacidad original de nombrar. La lectura de Ortega repara en el hecho de que ese nuevo discurso responde a una forma de humanidad ensayada desde una conciencia mayor, forjada en la fuerza de sentido que trae consigo la poesía: “Su utopía, a diferencia de la utopía humanista, no es una racionalidad crítica de la naturaleza humana perfectible; más bien, es una suprarracionalidad de la condición humana sublevada. No es una razón más de la conciencia humanista, sino una explosión, una violencia, de la conciencia poética moderna” (1982: 279).

3Se toma como referencia la idea del exceso trabajada por Roberto Paoli, quien apunta: “El discurso de Vallejo guarda siempre un máximo de tensión, como si fuere producto de la experiencia de un exceso, que sólo puede traducirse en otros excesos: exceso del lenguaje […]” (1988: 950).

Recibido: 17 de Septiembre de 2021; Aprobado: 19 de Mayo de 2022

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