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Lexis

Print version ISSN 0254-9239

Lexis vol.47 no.2 Lima July/Dec. 2023  Epub Dec 18, 2023

http://dx.doi.org/10.18800/lexis.202302.014 

Artículos

Santos, creencias y revistas en las pugnas por la legitimidad: las dos herejías de Manuel Zapata Olivella*

Saints, Beliefs and Magazines in the Legitimacy Conflicts: The Two Heresies of Manuel Zapata Olivella

Juan Camilo Lee Penagos1 
http://orcid.org/0000-0002-5079-1985

1Universidad Nacional de Colombia - Colombia, jucleepe@unal.edu.co

Resumen

En el presente artículo, se presentarán dos formas de “herejía” en el trabajo de Manuel Zapata Olivella como novelista y como crítico cultural durante la década de 1960. En primer lugar, observaremos cómo, en su novela En Chimá nace un santo, las acciones heréticas de los habitantes de Chimá plantean una afrenta directa a la legitimidad de la autoridad eclesiástica que deriva, al mismo tiempo, en el ejercicio de la violencia represiva por parte de las autoridades estatales y, en cierta forma, en la conciencia política por parte de los chimaleros. En segundo lugar, observaremos cómo el ejercicio de crítica cultural y literaria que Zapata Olivella realizó desde la revista Letras Nacionales y otras publicaciones durante la década de 1960 puede ser considerado también como “herético” en el contexto de las pugnas por la legitimidad cultural en el naciente campo literario ­colombiano.

Este paralelismo u “homología” se realizará desde el punto de vista de la sociología de la cultura de Pierre Bourdieu y su teoría de los campos.

Palabras clave: Manuel Zapata Olivella; En Chimá nace un santo; teoría de los campos; herejía; literatura latinoamericana literatura colombiana

Abstract

In this article, we will present two forms of “heresy” in the work of Manuel Zapata Olivella as a novelist and cultural critic during the 1960s. First, we will observe how, in his novel En Chimá nace un santo, the heretical actions of the inhabitants of Chimá pose a direct affront to the legitimacy of the ecclesiastical authority, which derives, at the same time, in the exercise of repressive violence by the state authorities and, in a certain way, in the political awareness of the Chimaleros. Secondly, we will explore how the exercise of cultural and literary criticism that Zapata Olivella carried out in the magazine Letras Nacionales and other publications during the 1960s can also be considered “heretical” in the context of the struggles for cultural legitimacy within the emerging Colombian literary field. This parallelism or “homology” will be constructed from the point of view of Pierre Bourdieu’s sociology of culture and his field theory.

Keywords: Manuel Zapata Olivella; En Chimá nace un santo; Field Theory; heresy; Latin American literature; Colombian literature

Manuel Zapata Olivella es uno de los autores más reconocidos en Latinoamérica por sus aportes en la comprensión y la construcción de la herencia cultural y política de la diáspora africana en América. Su novela Changó, el gran putas ha sido especialmente valorada en ese sentido. Tal vez por la importancia y el impacto de ella, se ha leído la trayectoria de Zapata Olivella enfocándose en la historia de la diáspora africana y, de alguna manera, esto ha generado una especie de aislamiento o encapsulamiento de su obra que la ha desconectado del contexto latinoamericano, aun cuando es bien sabido que la cuestión afro ha hecho parte constitutiva de la historia de esta región. Así, leyendo su obra por fuera de las discusiones y pugnas por la legitimidad cultural (que, de manera harto significativa, no incluían lo africano en su especificidad) que se dieron sobre todo en la década de los 60, terminaron por no tenerlo en cuenta dentro del “boom” latinoamericano (Cabral en Aragón y Suárez 2016: 391; Captain Hidalgo en Jaramillo, Osorio y Robledo 1996: 150-151). Este fue un periodo de gran actividad literaria y cultural del autor, donde se empezaba a perfilar el interés en su obra literaria, de manera explícita y decidida, por la cuestión étnica y racial. Asimismo, en 1965 Zapata Olivella comenzó con la revista Letras Nacionales, donde dio a conocer sus concepciones sobre la literatura y la cultura en Colombia, insertándolas en las preocupaciones de la intelectualidad latinoamericana del momento. Hasta novelas como En Chimá nace un santo o Chambacú, corral de negros, la escritura novelística de Zapata Olivella se insertaba, con más o menos comodidad, en la narrativa del “realismo social”, con ciertas características generales compartidas por varias obras y autores en Latinoamérica (Captain Hidalgo 1993: 55-56). En particular, nos interesa la primera de ellas, en tanto aborda un tema específico que resulta enriquecedor para entender las posturas de Zapata Olivella.

Esta novela se ocupa, pues, de las creencias1 populares, su relación con la oficialidad tanto religiosa como política, y la potencialidad que posee como disparador de potencias emancipadoras: vemos la historia de cómo se conforma un movimiento “herético” entre los chimaleros, que disputan a la Iglesia y a las autoridades locales la legitimidad religiosa y, al final, se enfrentan a ellas de manera violenta, descubriendo una potencialidad política antes desconocida para ellos mismos. Este tema resulta llamativo al relacionarlo con la propuesta de Couze Venn retomada por George Palacios en su tesis doctoral (Palacios 2013), la cual entiende a los pensadores que se ocupan de la modernidad desde una postura de la diáspora ­africana como “pensadores herejes”. Estos pensadores, entre los que se incluiría a Zapata Olivella según Palacios, disputarían a la modernidad hegemónica su legitimidad, pero en los mismos términos que ella maneja (2013: 48 y 101). De la misma manera, los chimaleros proponen a su santo no como un culto secreto o apartado de la tradición católica, sino como una nueva verdad legítima que debería ser reconocida por la oficialidad de la Iglesia y de la autoridad política. Este paralelismo resultará útil en tanto, por un lado, permite un acercamiento a la obra de Zapata Olivella enmarcándola en el contexto de los debates latinoamericanos -como, por ejemplo, la cuestión de la vanguardia, el uso de técnicas “extranjeras”, el regionalismo, el compromiso político, el “boom”, entre otros-, de manera que se evidenciará cómo, a partir de las posturas que el autor toma respecto a los temas discutidos en la región, se abre a posibilidades de explorar literariamente las cuestiones culturales y étnicas en Colombia, siendo hasta cierto punto un caso de excepción entre sus contemporáneos. Por otro lado, permitirá encontrar en la novela sobre Chimá ciertas características narrativas y estructurales que evidencian una comprensión de la cultura popular que se aparta de las premisas al respecto que se podrían observar en su trayectoria anterior y que a su vez permitirán, en obras posteriores, el acercamiento a la cuestión de la diáspora africana en América.

Se hace necesario acá recordar que en los años 60 se producen cambios importantes en el campo religioso colombiano. La Iglesia católica, que conservó hasta la década de 1950 la hegemonía cultural en el país, empezó a ver disminuida su capacidad para satisfacer las necesidades religiosas de las masas campesinas que migraban a las grandes y medianas ciudades, debido al proceso de modernización y secularización de la sociedad por el que pasaba Colombia (Beltrán Cely 2013: 59-64). El catolicismo integral -tendencia nacida en Roma en el siglo XIX para hacer frente a los “peligros” que enfrentaba la Iglesia después de la Revolución francesa- había sido adoptado por las jerarquías religiosas y políticas del país (como se puede apreciar en las constituciones del siglo XIX) y la defensa de la Iglesia por parte del Estado se puede reconocer incluso en el preámbulo del texto plebiscitario del Frente Nacional en 1957 (Arias 2000: 83). Mientras que en Colombia este tipo de catolicismo intentaba fortalecerse, desde la misma Roma y en América Latina la Iglesia se renovaba y aparecían en su seno corrientes progresistas, movimientos que terminaron por concretarse con el Concilio Vaticano II e hicieron aún más patente el conservadurismo y la postura antimoderna de la Iglesia católica colombiana (92). En este sentido, la novela de Zapata Olivella señala también la manera en que estas posturas, que plantean la necesidad de un catolicismo a ultranza y un proyecto de Estado-Nación dirigido por sus principios religiosos, se ven sobrepasadas no solamente por las transformaciones debidas a la modernidad en el país, sino también por posturas progresistas dentro de la misma institución: al igual que la Iglesia colombiana, las autoridades eclesiásticas y políticas de Chimá son incapaces de asumir el reto de los cambios en las necesidades espirituales de la población.

Lo anterior se realizará desde la perspectiva de la teoría de los campos de Pierre Bourdieu. Como es sabido, esta propuesta de sociología de la cultura tiene una notoria influencia de los estudios de Max Weber sobre la religión y la tensión entre las posturas sacerdotales y las posturas heréticas. De hecho, Bourdieu realizó una crítica a la propuesta de Weber en la que desarrolla su propia teoría de los campos, específicamente en el campo religioso (Bourdieu [1971] 2000: 43-65). Esto permitirá analizar, desde la misma perspectiva teórica, las pugnas por la oficialidad religiosa que se dan al interior de la novela por parte de la “herejía” de los chimaleros como aquellas por la oficialidad cultural en las que se inscriben tanto la novela como las intervenciones críticas de Zapata Olivella desde diferentes publicaciones, incluyendo la revista que él mismo dirigía: Letras Nacionales. Se trazará, así, una homología o paralelismo entre la postura de los chimaleros herejes en el campo religioso local de Chimá y Lorica, dentro de la novela, y las posturas de su autor en el campo cultural y literario colombiano durante la década de los 60. Para realizar esto, nos apoyaremos en algunos otros estudios; por ejemplo, para entender la naturaleza de los conflictos religiosos que aparecen en la novela, más allá de las pugnas por la legitimidad, consultaremos el libro El espíritu del don de Jacques Godbout. Asimismo , para ubicar de manera más precisa la trayectoria de Zapata Olivella en el contexto de los debates culturales e intelectuales colombianos, consultaremos trabajos de historia intelectual, como el libro de Miguel Ángel Urrego Intelectuales, Estado y Nación en Colombia, entre otros. Por supuesto, nos apoyaremos también en diversos estudios críticos que se han realizado sobre la obra y la trayectoria del autor, en particular algunos textos de George Palacios, que ubican a Zapata Olivella como autor “hereje”. Este término se entenderá como lo maneja Palacios en su tesis doctoral, retomando a Venn: “No es alguien externo a la ciudad de los creyentes[,] sino uno que reta la autoridad del sacerdocio; el hereje es un creyente que elabora una disidencia de principios” (Venn en Palacios 2013: 47).

LA HEREJÍA LITERARIA

George Palacios se ha dado a la tarea de leer la trayectoria de Manuel Zapata Olivella desde el concepto de herejía desarrollado, para los pensadores de la diáspora africana, por Venn. Basándonos en esta propuesta y profundizándola un poco, entraremos a observar la trayectoria de Zapata Olivella durante la década de los años 60, sobre todo los cambios ocurridos en su escritura novelística, y los tipos de ideas que expresaba en sus publicaciones sobre cultura y literatura. También observaremos, bajo el lente de la concepción de pensamiento “hereje” utilizado por Palacios, la posición que ocupó la revista dirigida por él, Letras Nacionales, en el campo literario colombiano. Se irá construyendo o insinuando un paralelismo entre el pueblo de Chimá (que a través del reconocimiento de sus propias creencias termina por adquirir una conciencia política) y el lugar ocupado por las posturas de Zapata Olivella en el campo literario del país, pues a través de sus intervenciones en los debates del momento se puede ver que se opone a ciertas concepciones oficialistas y conservadoras a través de una revaloración de lo nacional y el folclor. El enfoque desde la teoría de los campos bourdianos facilitará este paralelismo. Sin embargo, cabe aclarar que la dinámica de pugnas en los campos culturales es más compleja que el enfrentamiento sacerdote-profeta, así como sus relaciones con el exterior del campo. No obstante, será útil esta comparación en tanto abrirá posibilidades de compresión respecto de la trayectoria del autor después de la novela En Chimá nace un santo, y en cuanto esclarecerá en cierta medida la relación que el autor plantea entre cultura, política y toma de armas.

Según Urrego, el campo intelectual colombiano pudo lograr su “autonomía” y desligarse de la égida del bipartidismo a finales de la década de 1950, y la reafirmó durante la siguiente (2002: 145-146). Esto quiere decir que fue durante el Frente Nacional, cuando se realiza un pacto de repartija de la burocracia estatal por parte de la dirigencia de los partidos, que los intelectuales dejaron de funcionar como portavoces de las posturas políticas, culturales, científicas y sociales de aquellos mismos partidos, cuyas élites dejaban de estar en sangrienta competencia para ser socias de gobierno. Para Urrego, las actividades de los partidos políticos que se deslindaban del Frente Nacional, con mayor o menor intensidad, influyeron en la posibilidad de esa “autonomía” intelectual. Así, contrario a lo que tiende a decirse sobre la “autonomía” como una necesaria despolitización del campo de producción cultural o intelectual, Urrego señala la relación entre ella y eventos políticos concretos: la Revolución cubana, la aparición del MRL, la ruptura chino-soviética y la conformación de diferentes organizaciones sociales en el país (2002: 146). Esto no quiere decir, sin embargo, que durante la época haya habido una rotunda hegemonía intelectual de posturas revolucionarias, antiestatales, antigobiernistas o de izquierda: Urrego es claro en señalar que las posturas de derecha, conservadoras, reaccionarias y de tendencia decimonónica fueron también muy frecuentes y ejercieron una fuerte presencia tanto en los debates intelectuales como en el ejercicio mismo del poder estatal (2002: 165). Y no solo esto: el mismo autor afirma que una publicación como Mito, dirigida por el poeta Jorge Gaitán Durán y Hernando Valencia, y que estuvo activa durante los últimos años de los 50 y los primeros de la década siguiente, fue ideológicamente cercana al Frente Nacional, mientras que aportó innegablemente y de forma significativa en la consolidación de la “autonomía” (2002: 133-134). De la misma manera, Marín Colorado afirma que tanto Mito como Letras Nacionales defienden la conformación de un campo intelectual autónomo en Colombia, a pesar de tener posturas tan disímiles en la literatura y en la política (2014: 130). Por lo tanto, para esta autora, la constitución de la autonomía en el campo no significa que dentro de las pugnas y posturas en su interior no existan declaraciones explícitamente políticas. En este sentido, encontramos en el análisis del campo intelectual colombiano de los 60 un uso de la noción de “autonomía” que no despolitiza.

Esto es importante destacar en tanto que en varios de los debates que se dieron durante la década de los 60 respecto a la utilización de las herramientas culturales como “armas” políticas, la “autonomía” de los campos intelectuales se atacó o defendió no tanto como una característica sociológica, existente o no, sino como una característica de las obras en cuestión, de modo que se convirtió en una noción prescriptiva o ideológica. Agentes de la importancia de Marta Traba la utilizaron en sus pugnas por la legitimidad de sus discursos, intentando desacreditar posturas que transparentaran una adherencia o reflexión política de maneras explícitas. Notar esto es importante, puesto que muestra la complejidad que se abre al explorar los debates sobre arte y política en los 60, al tiempo que se tienen en cuenta los estudios de corte sociológico o de historia intelectual. Mientras que en los primeros se nota un uso “ad hoc” de la noción -según el interés del momento de quien la enarbola o la condena como bandera artística-, en los segundos vemos un consenso frente a la progresiva consolidación de los campos autónomos en Latinoamérica a partir de los años 30. Un ejemplo poderoso de esta aporía reside en las posturas cubanas al respecto, después de la revolución de 1959: mientras que al interior de Cuba rescataban una politización a favor del Estado revolucionario, en el resto de Latinoamérica fortalecían posturas politizadas que solo eran posibles en regímenes con algún grado de “autonomía” existente en los campos. En este caso, es evidente la contradicción: aunque en ambos momentos se ataca la “autonomía” -en cuanto noción supuestamente despolitizadora- al interior de la isla se la socava y en los demás países se le fortalece, si se la entiende como una relativa independencia de las dinámicas artísticas y culturales frente al Estado y las dinámicas políticas2.

En Colombia, Marta Traba defendió fuertemente la postura proautonomía (como noción despolitizadora), atacando duramente propuestas artísticas que tendían a la politización o no daban privilegio a la experimentación formal. Traba también atacó las posturas que se defendían en Letras Nacionales, destacando su relación con ideales marxistas y burlándose de ser señalada por no apoyar el arte nacional (Palacios 2015: 462). Según Palacios, esto generó que Zapata Olivella decidiera expresar en la revista algunos puntos de carácter anticipadamente descolonial, situándose en pugna con Traba y asumiendo que las ideas por ella defendidas tenían un dejo neocolonial. Las posturas de la crítica de arte colombo-argentina están muy emparentadas con el panamericanismo, defendido en ese entonces por el influyente cubano José Gómez Sicre, en un plan cultural que tenía unas premisas ideológicas basadas en los beneficios del libre mercado, el capital privado y la tutela cultural de Estados Unidos (Gordon Wellen 2012). También, el panamericanismo de Gómez Sicre defendía fuertemente la “autonomía” como precepto artístico y atacaba a su vez posturas indigenistas, obreristas, tradicionalistas, etc. Así, la interpretación de Zapata Olivella no es descabellada en absoluto. El autor enfrenta a Traba y marca sus lineamientos invocando un nacionalismo literario muy particular, que se opone al colonialismo cultural de quienes no son capaces de captar el valor de la producción literaria nacional. Al mismo tiempo, relaciona la riqueza de las culturas populares colombianas -el folclor, la música, la artesanía- con las posibilidades de la literatura del país. Su forma de entender la función de la cultura en general se relaciona con una concepción sociológica, en donde las expresiones culturales dependen de las condiciones sociales de los pueblos o autores que las producen. Esto lo manifiesta al decir, por ejemplo, que “Su obra [la del escritor] no es un simple rapto de inspiración, sino que incluye, además, una forma de existir, una posición ante la realidad social e individual, consciente e inconsciente a la vez. Analizar este sentir del escritor como individuo viviente, y el contenido de su obra como proyección en esa realidad, constituye, debe constituir, el objeto de la crítica literaria” (Zapata Olivella 2010: 237), así como que “la separación entre la vida del autor y su obra deja el campo abierto a la ignorancia, a la pereza del crítico de enfrentarse a una labor minuciosa de investigación del hábito cultural del escritor. Con tal presupuesto, se cree desligado del compromiso de hacerse a una técnica, a una ciencia de conocimiento, a un riguroso examen del autor como productor social” (Zapata Olivella 2010: 237). Estas características de las posturas de Zapata -tan sucintamente expuestas acá- lo convertirían en un autor que se desliga de la concepción de un arte “autónomo” en el sentido de “despolitizado” o de tendencia formalista o experimental, mientras se ligarían más cómodamente con una tradición de literatura o arte realista con cierto grado de compromiso social, aunque Zapata insistiera constantemente en la importancia de las “técnicas” de escritura (o artesanía) importadas: “Consideramos que este nuevo empleo de las técnicas novelísticas aplicadas a un propósito es lo que despierta el interés del lector europeo por las obras hispanoamericanas” (Zapata Olivella 2010: 165) y “Sin embargo, no hay que confundir una política orientadora con el rechazo ciego a la técnica. Sería hundirnos cada vez más en el foso del subdesarrollo. Pero la técnica hay que tecnificarla si no queremos que destruya nuestro folclor. Estudiar y señalar la forma en que esa técnica, sobre todo si viene del exterior y si se pone en manos foráneas, va a influir en métodos tradicionales ligados a nuestra cultura” (Zapata Olivella 2010: 230-231).

Este tipo de preocupaciones estaban muy en consonancia con los debates latinoamericanos. Sin embargo, esta visión social sobre la literatura no quiere decir que Zapata fuera un agente del campo literario que apostara en contra de la autonomía del campo. Como lo mencionábamos con Marín Colorado, Letras Nacionales es una revista que defendió tal autonomía, en tanto no funcionó como un órgano de difusión de ningún tipo de organización social o política, y en tanto los debates que provocó los hizo en los términos específicos del campo. Es decir, Zapata Olivella defiende la autonomía del campo, pero no la autonomía como precepto artístico o literario en las obras.

En este sentido, podemos comparar las posturas del autor con aquellas de su personaje plural -el pueblo de Chimá- en la novela que será analizada más adelante. Como se verá, los chimaleros enfrentaban la oficialidad del campo religioso reclamando para el nuevo santo Domingo -el tullido milagroso- la misma legitimidad que la que reside en los personajes del santoral católico. Así, el pueblo da su lucha en los términos específicos del campo, y no es sino hasta que la oficialidad misma decide imponer, a través de la violencia de las armas, su visión religiosa, que los chimaleros acuden también a la sangre y el fuego para defender la suya. Es decir, el pueblo de Chimá se mantiene dentro la autonomía del campo religioso hasta que la oficialidad deja de hacerlo. Su herejía es tal precisamente porque intenta apropiarse de la autoridad legítima y legitimar así sus posturas. De la misma manera, podríamos decir, Zapata Olivella entra en el campo cultural colombiano defendiendo su autonomía, pero con posturas “herejes”, como lo asegura Palacios, en tanto buscan disputar la legitimidad de lo oficial en sus mismos términos. Por ejemplo, la insistencia de Zapata por disputar el sentido de lo nacional es significativo a este respecto: si bien “lo nacional” era entendido hasta hace muy pocas décadas -digamos que hasta la constitución del 91- como algo monolítico, que no reconocía la multiplicidad religiosa, étnica y racial del país, Zapata Olivella en Letras Nacionales y publicaciones en otros medios se propone ensanchar esa manera de entenderlo, cobijando con ese rótulo diferentes expresiones folclóricas, culturales y literarias que quedarían excluidas o menospreciadas en la visión -en ese tiempo- oficial de lo nacional. Así, oponiéndose a miradas neocolonialistas de la cultura, dicho escritor fortalece las expresiones populares colombianas y les abre campo dentro de una oficialidad que tendía a excluirlas.

Las miradas conservadoras y fuertemente influenciadas por las posturas de la Iglesia no son ficción en la novela, sino que están aún fuertemente activas durante las décadas de los 50 y 60 en Colombia. Como lo señala Urrego, se siguen publicando revistas como Prometeo, que sirven de plataforma para visiones decimonónicas del mundo, donde todavía se le hacían homenajes a la Virgen católica o se manifestaban posturas en contra de la figura del mestizo (Urrego 2002: 123-124). Es decir, la visión ultramontana de la política y la religiosidad a la que se enfrentan los chimaleros en el campo religioso de la novela existe también en el campo intelectual colombiano, y Zapata Olivella la enfrenta. Es importante notar que publicaciones como Mito también se enfrentan a tales concepciones, pero desde una mirada distinta: los intelectuales congregados allí defienden una modernización de la cultura del país que tendería a lo “universal” y que no ocupa posturas de apoyo y reconocimiento de lo popular, sino más bien de lo europeo contemporáneo (Urrego 2002: 129). En el campo religioso colombiano, en la década de 1960 se empezaba a apreciar también un progresivo debilitamiento del catolicismo integral e intransigente que se asumía en la Iglesia, debido a los cambios que conllevaba la modernización y la secularización del país. No solo se veía amenazado por el avance del marxismo en universidades y movimientos sociales y políticos, los cambios en los sectores de la cultura -el nadaísmo y la revista Mito, por ejemplo-, la ruptura con los roles tradicionales asignados a la mujer, entre otros factores, sino también por corrientes progresistas dentro de la misma Iglesia y la aparición de los nuevos movimientos religiosos en Colombia, como el protestantismo y el pentecostalismo (Arias 2009: 80-82). Entre tales corrientes progresistas hay que nombrar al cura Camilo Torres, quien se hizo guerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1965 y murió en combate en 1966, convirtiéndose en un mártir y un exponente de las nuevas tendencias de conciencia social dentro de la misma Iglesia. Así, la disputa de los chimaleros contra las autoridades eclesiásticas locales se convierte también en una forma de señalar las debilidades y la incapacidad de la Iglesia católica tradicional colombiana de suplir las necesidades espirituales de sus feligreses en tiempos de modernización y secularización.

La defensa de lo popular dentro de los términos de la oficialidad por parte de Zapata Olivella, respetando la autonomía del campo, dándole importancia a la “técnica”, dejando abierta la puerta para la toma de las armas en ciertos momentos y dando cuenta de los conflictos religiosos de un país dominado por una Iglesia integrista e intransigente, pueden dar luces acerca del desarrollo posterior de la novelística de Zapata y de su lugar en el campo latinoamericano. En ciertos sentidos, la trayectoria de Zapata Olivella durante los años 60 se puede comparar con la de José María Arguedas en el Perú durante esos mismos años. Ambos escritores se alejan, al comenzar la década, de una narrativa que los emparentaba con la corriente de “realismo social” y la “indigenista”, respectivamente. Durante el correr de la década, sus propuestas narrativas se fueron politizando de manera más clara y la radicalización de los protagonistas de sus novelas fue en incremento (Captain Hidalgo 1993: 66) (con excepción de la novela póstuma del peruano que, aunque radical políticamente hablando, tiene unas características demasiado particulares). Tal vez el paralelismo entre obras sea más claro si comparamos En Chimá nace un santo con El Sexto y Todas las sangres. Tanto en las dos del peruano como en la del colombiano, la opción de insurgencia armada queda implícita: no es asumida del todo por los protagonistas, pero tampoco rechazada. A su vez, las tres novelas comparten la exposición de las características culturales de los pueblos como factores claves para la consolidación de sus iniciativas de insurrección y emancipación. Sin embargo, hay una diferencia clave: mientras que las novelas de Arguedas tienen la base de una cultura milenaria, mítica, la de Zapata reconoce más bien una serie de creencias que no se constituyen como mitos (Captain Hidalgo 1993: 29), y la comunidad allí retratada no es presentada como heredera de tradiciones milenarias que le dan cohesión. Antes bien, la comunidad de Chimá se constituye como tal al aparecer una nueva creencia. Esto es muy importante notarlo, puesto que es bien sabido que Zapata pronto empezaría a trabajar en sus novelas sobre las herencias de la diáspora africana en Colombia y América, mientras que Arguedas, en su novela póstuma, dejaría ver cierta forma de pesimismo o callejón sin salida políticos frente a la migración indígena a la costa peruana y a las posibilidades de emancipación del indio. Zapata logró expresar las aporías entre las realidades culturales latinoamericanas contemporáneas y las herencias culturales africanas en obras como Chambacú, corral de negros; Changó, el gran putas y el Fusilamiento del diablo, resaltando las posibilidades políticas de las visiones de mundo no occidentales. Si bien esto lo consolida ya en la década de los 80 con Changó, el gran putas, tal vez estas diferencias con Arguedas (la atención en los pueblos no míticos y el pesimismo final del peruano) iluminen el lugar de la obra de Zapata en el contexto latinoamericano de la década de 1960.

Como se mencionaba, este autor reivindica la importancia del folclor y las culturas populares del país y encuentra que la literatura nacional debe emparentarse con el pueblo que las produce. También mencionábamos que, a la vez, Zapata señala la necesidad de usar las “técnicas” de escritura más contemporáneas para dar cuenta de profundidades sociales y psicológicas de los personajes: “En la joven narrativa hispanoamericana -Rulfo, Arreola, Amado, Carpentier, Asturias- el autor se sirve de estos procedimientos [la nuevas técnicas narrativas] con un nuevo contenido: la ubicación psicológica del personaje en su medio social” (Zapata Olivella 2010: 165). Esta especie de fusión de dos polos -el “autóctono” y el “extranjero”, el “espontáneo” y el “artificial”, el “regional” y el “universal”- eran parte de la manera que en general se entendía la literatura latinoamericana a principios y mediados de la década de los 60. Cabe recordar acá el amistoso debate de Arguedas con otros literatos peruanos sobre esta polaridad en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos en 1965, o el estudio de Claudia Gilman donde habla de la posibilidad de la dupla “realismo-vanguardia” en esos años (2003: 318): dos ejemplos de la polaridad mencionada. Asimismo, es importante recordar acá que a finales de la década, dada la radicalización de las exigencias militantes a la intelectualidad, tal conjugación de opuestos dejó de ser posible y legítima: se empezó a privilegiar el polo “realista”, “regional”, “espontáneo” (Gilman 2003: 332). Es tal contradicción ya insoluble una de las problemáticas de fondo que Arguedas expone trágicamente en su novela póstuma y que deja sin resolver. Sin embargo, Zapata, durante ese final de década, escribe ¡Viva el putas! -que sería publicada como El fusilamiento del diablo casi 20 años después, posteriormente a Changó-, novela en la que podemos encontrar la manera en que el autor asume los dilemas de la exigencia de radicalización y realismo del momento histórico. La novela trata de un negro insurrecto -Saturio Valencia, personaje histórico- que organiza una rebelión armada en el Pacífico colombiano a finales del siglo XIX. Su rebelión no sería posible sin la reflexión sobre las creencias y las formas de ver el mundo que fueron heredadas por los negros esclavizados que fueron sus ancestros. De esta manera, Zapata Olivella escribe una novela de radicalización y toma de armas realista, sin dejar de lado la legitimización política de las culturas populares y ancestrales. Siguiendo esta línea, cabe mencionar nuevamente el caso de Arguedas. En una amarga discusión sobre su novela Todas las sangres, varios intelectuales peruanos defenestraron la obra, aduciendo que la imagen del indio insurrecto que daba allí no era realista, no se amoldaba a las premisas marxistas revolucionarias, y que la novela poco o nada aportaba a la comprensión de la realidad peruana (Arguedas y otros 1985). Esto muestra las dificultades de enarbolar juntos, a la vez, los dos polos antes armonizados, ahora repelentes como el agua y el aceite. Tal vez por esto El fusilamiento del diablo no fue publicada sino hasta tanto tiempo después.

Varios autores han mencionado la cercanía de Zapata Olivella con las características del boom latinoamericano, extrañándose que en la historiografía no se le mencione (Tillis 2000: 60-135), o aduciendo que es tal vez por su interés en la herencia afro lo que lo ha terminado aislando de ese paraguas de explicación en la historia de la literatura latinoamericana (Cabral en Aragón y Suárez 2016: 391). Por su parte, Captain Hidalgo (1993: 78) concluye que Zapata se diferencia de buena parte del boom, a pesar de compartir varias características, por su interés marcado en las problemáticas políticas y sociales. Así, por todo lo anterior, nuevamente encontramos en Zapata a un hereje: un disidente que no se excluye para deslegitimar a su contendor, sino que lo enfrenta en sus propios términos. Zapata asume varias de las características de la novelística que se imponía en Latinoamérica, pero la radicaliza manteniendo su interés en las problemáticas sociales. Ya a finales de la década, sin abandonar la radicalización y las nuevas necesidades de realismo, ensalzamiento de militancia armada y mitificación del guerrillero, como mencionábamos, Zapata es capaz de escribir una novela que recoge también la importancia política de las culturales ancestrales, desligándose de una visión marxista en donde tales creencias serían impedimentos para que las comunidades tomaran “conciencia de clase”. Estas formas de mantenerse como hereje, disputando la legitimidad en sus propios términos, lo colocan al margen de sus contemporáneos, pero permiten que tiempo después Zapata emerja nuevamente con Changó, el gran putas, proponiendo una nueva forma de radicalización política basada en las herencias ancestrales y su defensa. Esta propuesta, como veremos, se empieza a construir en su especificidad con la novela sobre Chimá, no solo en tanto esta expone la manera en que la creencia crea comunidad y se enfrenta a la legitimidad religiosa neocolonial, sino también en cuanto propone el tema de la violencia armada de una manera que, a la vez, resuena y cuestiona las nociones políticas que se discutían en ese entonces en el campo intelectual latinoamericano. La reflexión sobre la creencia y sobre la violencia política, combinada con las reflexiones sobre cultura popular y neocolonialismo, hace que En Chimá nace un santo se pueda leer como una novela central en la trayectoria de Zapata.

LA HEREJÍA EN CHIMÁ

En Chimá nace un santo es una novela que cuenta la historia del pueblo de Chimá, Córdoba, cuando una serie de eventos “milagrosos” empiezan a suceder posteriormente a que Domingo, un discapacitado de 33 años habitante del pueblito, fuera salvado -también “milagrosamente”- de morir calcinado en un incendio. De ahí en más, Domingo es elevado al rango de santo local y poco a poco se va organizando un culto a su alrededor. Ezequiel, quien era el acólito del Padre Berrocal, se convierte en el líder de los adoradores del santo, y va ganando para su causa a varios adeptos. Guiados al mismo tiempo por el egoísmo y la devoción de Ezequiel, los chimaleros empiezan a ejercer presión sobre el padre Berrocal para que acepte a Domingo como parte del santoral oficial en la iglesia del pueblo. Obviamente Berrocal se opone, y la contienda va incrementando la tensión entre los bandos, al punto que se empiezan a involucrar las autoridades estatales desde Lorica, el centro urbano de más importancia en la región. Si bien en un principio Berrocal no acepta la intromisión de la fuerza policiaca, lo cierto es que finalmente un regimiento de hombres armados enviados por el alcalde -después de la muerte del sacerdote- llega al pueblo con la intención de acabar por fuerza con el culto a Domingo, mientras que los devotos también han decidido defender sus convicciones a sangre y fuego. Ezequiel es asesinado en combate, el alcalde huye temiendo las represalias de los chimaleros, y la novela termina asegurando que el pueblo, armado y enfrentando valientemente a las fuerzas estatales, se ha hecho consciente de ciertas potencialidades o fuerzas de las que antes no era consciente: “[…] y con aquellos machetes y escopetas serían capaces de realizar mayores portentos que todos los atribuidos a Domingo Vidal” (Zapata Olivella [1963] 2020: 153). Así, la novela nos narra una historia de “herejía” en una región rural apartada de la región atlántica colombiana. En la novela, los bandos liderados por Ezequiel y por Berrocal se disputan la legitimidad y la autoridad religiosa al punto de llegar a las armas y la violencia, a la vez que en la narración se van presentando las situaciones, reflexiones y experiencias de los chimaleros, que van cuestionándose sus propias creencias católicas y se dejan influenciar por las manipulaciones de Ezequiel, pero al mismo tiempo influyen en él y lo transforman. Asimismo, a través del narrador vamos presenciando diferentes tipos de “milagros” presenciados por los habitantes del pueblo: algunos son presentados directamente como simples tonterías, engaños o exageraciones, otros como llamativas coincidencias, y algunos pocos parecerían hacer tambalear las concepciones rígidas de una realidad desencantada.

La relación del narrador con las creencias de los chimaleros es interesante, ya que es ambigua y tiene diferentes tonos y momentos. Cabe mencionar que desde los primeros párrafos de la novela se establece una especie de pacto entre lo que experimentan los personajes del pueblo -como personaje múltiple, es decir, como grupo indiferenciado- y lo narrado. Cuando el narrador comienza a contarnos la ceremonia del día de muertos en Chimá, utiliza una narración en tercera persona, “objetiva”, donde él parece no involucrarse y, por ende, en la cual podríamos confiar como fidedigna. Sin embargo, con un guiño entre empático y burlón hacia sus propios personajes, el narrador dice: “Clavan sus rodillas en el barro, se santiguan, y le cuentan [a su difunto] lo acaecido durante el año como si les escucharan. Sí, les oyen” (Zapata Olivella [1963] 2020: 25, cursivas mías). Con esta expresión, el narrador renuncia a la distancia frente a las actividades religiosas y espirituales de sus personajes, y convierte sus experiencias en realidades. Así, los lectores entramos al mundo de la novela a través de la experiencia de los chimaleros, sin que se nos ayude a distinguir qué será “real” y qué no: el narrador no nos brindará un referente externo a las creencias de sus personajes. Para ratificar esto y para insistir que esta forma de narración -y de relación de sus personajes con el mundo- no se da únicamente en el día de los muertos y sus liturgias populares, dice el narrador para indicar el fin de las tradicionales conversaciones con los finados: “Los deudos regresan a la vida por el inverso camino de la superstición” (Zapata Olivella [1963] 2020: 27). Es decir, tanto en la “vida” como en la comunión con el más allá, los chimaleros estarán en una relación “mágica” o “sagrada” con la realidad. Asimismo, en varias ocasiones el narrador nos presenta, a manera de intervención coral, las voces de personajes anónimos: sus comentarios, exclamaciones y anécdotas. Si bien hay personajes en los que el narrador se detiene y de los que puede dar cierta profundidad psicológica -como Ezequiel, el cura Berrocal o el policía Chicano- en general no hay personajes protagonistas o, mejor, el personaje protagonista es el pueblo de Chimá.

En este sentido, el narrador nos cuenta la historia desde las costumbres, creencias, temores y formas de relacionarse con la realidad propias de los chimaleros. Sin embargo, no es totalmente coherente con este planteamiento general: en varias ocasiones se entromete en la materia narrada y opina, matiza, critica o se burla de sus personajes o situaciones. Muchas veces tilda a los chimaleros de fanáticos, de no estar en sus cabales y expresiones similares (Zapata Olivella [1963] 2020: 41,58,132). A su vez, al expresarse sobre Ezequiel, guía y profeta del nuevo culto, es ambiguo e incluso se contradice. En algunas ocasiones el narrador dice que Ezequiel actúa por mero interés egoísta, engañando y aprovechándose de sus paisanos (Zapata Olivella [1963] 2020: 44-45, 57-74); en otras, asegura que Ezequiel es tan devoto y creyente como los demás y que incluso es la fuerza devocional del pueblo lo que él, de alguna manera, canaliza y encarna (Zapata Olivella [1963] 2020: 33, 59, 101). Por ejemplo, en la parte final de la novela, cuando el culto a Domingo está tremendamente debilitado por el enérgico regreso del cura Berrocal a Chimá, y el influjo de Ezequiel sobre el pueblo es muy poco, algunos hechos que el narrador había presentado de una manera “milagrosa” aparecen entonces despojados de su misterio, o incluso como si -simplemente- el “milagro” no hubiera ocurrido. Piénsese en el cuerpo exhumado de Domingo que, momificado, al ser extraído de su tumba no rezumaba mal olor, pero ya en la iglesia bajo la mirada del sacerdote y con los chimaleros escondidos en sus casas, presas del temor divino, se nos informa que hiede (Zapata Olivella 2020 [1963]: 116). O el aparente regreso de la locura de Camilo, que nos puede aventurar a decir que el narrador de En Chimá nace un santo está influenciado por la fuerza herética de Ezequiel y del fervor religioso de los chimaleros: sus formas de narrar la realidad de Chimá varían y, en cierta medida, responden a la autoridad o legitimidad que Ezequiel y su séquito haya ganado contra el sacerdote y frente a los devotos. Así, en medio de su ambigüedad y de sus intervenciones incrédulas, de manera general el narrador da cuenta de una realidad deformada e influenciada por las creencias de los chimaleros, por sus concepciones mágicas y sagradas sobre el mundo, y por sus relaciones con la naturaleza, mediadas por vínculos místicos. A pesar de sus dudas (que también podrían ser interpretadas como expresión de las dudas mismas de los chimaleros, ya que las creencias de ellos tampoco son un bloque cerrado), el narrador de la novela construye un mundo “hereje” que se opone al mundo oficial que quisieran construir el cura y el alcalde de Lorica.

Uno de los puntos con los que Pierre Bourdieu complementa los estudios de Weber acerca de la religión es su énfasis en la importancia de las condiciones sociales y económicas de la comunidad laica en la que se desarrollan las disputas religiosas. Bourdieu, al igual que con el campo cultural, asegura que en el campo de las disputas religiosas siempre hay que tener en cuenta las dinámicas sociales en las que tales disputas son realizadas ([1971] 2000: 48). En el caso de la religión, por ejemplo, las partes enfrentadas disputan no únicamente una legitimidad o un monopolio de la verdad, sino también la influencia y el control de los posibles devotos, que a su vez buscan en los agentes religiosos ciertos servicios o bienes: explicaciones, sentido de vida, justificaciones de la estructura social, entre otras (Bourdieu [1971] 2000: 51). Es por esto que las condiciones sociales de los devotos o laicos -su clase social, por ejemplo- son determinantes para entender las dinámicas de competencia entre los agentes religiosos, entre los cuales generalmente se pueden encontrar las figuras casi prototípicas del sacerdote, el brujo y el profeta-hereje. Como en todo campo bourdiano, en el religioso hay “jugadas” específicas que los agentes realizan para imponerse frente a sus competidores y así ganar “capital específico” y, con él, los beneficios particulares de tal campo. A su vez, Bourdieu define las posturas opuestas del sacerdote y el profeta como organizadas de maneras distintas y, además, representativas de ciertos tipos de sociedades ([1971] 2000: 52): el sacerdote representa la religiosidad institucionalizada, organizada según normas y oficios claramente definidos, en una burocracia espiritual que ordena la autoridad sagrada para que dependa de la jerarquía y no del carisma del oficiante, y se relaciona directamente con el paso de las sociedades a la modernidad (Bourdieu [1971] 2000: 48). Por otro lado, el profeta representa una forma de relacionarse con lo sagrado que no pasa por la institucionalidad, no está organizada en liturgias definidas o libros sagrados, sino que más bien depende del “carisma” del profeta mismo, es decir, de la influencia personal que puede ejercer sobre los devotos o la comunidad laica (Bourdieu [1971] 2000: 56). Esta forma de religiosidad la relaciona Bourdieu con una forma de vida más cercana a la naturaleza y dependiente de los ciclos naturales. Como vemos, este enfrentamiento es el que se presencia en Chimá.

En la novela vemos el desarrollo del enfrentamiento entre estas dos fuerzas y formas de entender el mundo religioso. Vemos la manera en que los agentes -Ezequiel y el cura Berrocal como representantes, respectivamente, del pueblo chimalero y la oficialidad de la Iglesia- ejercen el uno contra el otro las formas específicas de violencia religiosa -acusaciones de herejía, desautorizaciones, cuestionamientos a su legitimidad y devoción, etc.-, a su vez que los vemos actuar con diferentes estrategias para ganar la devoción de los habitantes del pueblo. Sin embargo, es bien poco lo que nos enteramos respecto a cuestiones externas al campo religioso: la narración se enfoca casi exclusivamente en las cuestiones relativas a los cultos y creencias de los chimaleros. Para un análisis desde el punto de vista bourdiano se hace necesario tener conocimiento del exterior del campo específico, para poder entender cuáles intereses están siendo representados o “refractados” en los códigos específicos del campo en cuestión, en este caso, el religioso. Hay que hacer una lectura atenta de la novela para captar las pistas que se nos dan de las relaciones sociales, políticas y económicas en la sociedad chimalera. Chimá es un pueblo arrocero y aparentemente la mayoría de sus habitantes viven de ese cultivo. Sin embargo, al parecer, buena parte o la mayoría de ellos trabajan para el terrateniente local, que es dueño de la mayoría de los terrenos. A su vez, habría que mencionar que estos cultivos dependen en gran medida de las lluvias y las épocas de sequía, frente a las cuales el pueblo poco o nada puede hacer para controlar o para prevenir sus nefastas influencias. Entre los chimaleros no hay, pues, aparentemente, mercaderes, industriales, ganaderos u otros tipos de trabajadores. El mercader que aparece en la novela ejerce al mismo tiempo la máxima autoridad política de la región: es el alcalde de Lorica. Este personaje, se nos dice, se ha enriquecido comerciando con arroz (Zapata Olivella [1963] 2020: 96), guardándolo en épocas de abundancia y vendiéndolo a sobreprecio en época de sequía, a la vez que es quien se muestra más radical a la hora de combatir la herejía del santo Domingo. El mercader defiende, a través de su autoridad política, la oficialidad religiosa, mientras que el pueblo hereje es el que produce el arroz y no lo mercantiliza (se puede suponer que el terrateniente utiliza su mano de obra a través de relaciones de vasallaje o parecidas, y le vende el arroz al alcalde, quien a su vez lo pone en el mercado). El pueblo chimalero no puede resguardarse de las consecuencias económicas de los ciclos naturales, que son los que enriquecen al alcalde. Hay que destacar que el terrateniente es también parte del grupo de los “herejes”, aunque sea quien más influencia pueda llegar a tener sobre el cura. Además, es cuando el terrateniente se convierte al santo cuando Berrocal comienza a preocuparse. El terrateniente es reconocido por su devoción católica, aun cuando es sabido por todos en el pueblo, incluido el cura, que “compra” virginidades de muchachitas a los chimaleros (cosa que hace suponer las relaciones de vasallaje) (Zapata Olivella [1963] 2020: 55). Así, queda demostrado que la religiosidad oficial es, en general, defendida por las clases dominantes de Chimá -terrateniente, cura y alcalde-, pero que, frente al caso concreto de la herejía del santo, pesa más la relación directa con los cultivos y las tierras (el terrateniente, respetuosamente, defiende al santo frente al cura, mientras que el alcalde, cuya relación con el cultivo de arroz es meramente monetaria -abstracta-, ataca de manera radical la herejía).

En la novela, la cercanía concreta con los cultivos y los ciclos naturales facilita la defensa de la herejía, mientras que la relación abstracta y distante con ellos la dificulta. En este sentido, la diferenciación que hace Bourdieu entre la religiosidad abstracta sacerdotal y la religiosidad natural del profeta aparece muy bien representada en el texto. Sin embargo, cabe hacer notar una diferencia prominente: mientras que en el estudio del sociólogo se asegura que el cambio desde la religión natural a la abstracta se da por el paso a sociedades aburguesadas, en la novela del colombiano podemos observar una especie de proceso inverso. El pueblo de Chimá recorre el camino opuesto al relato de Bourdieu: no se pasa de la religiosidad natural a la abstracta mientras se aburguesa su sociedad, sino que la religiosidad abstracta pierde legitimidad mientras la natural se afianza aún más, en una sociedad que, a pesar de estar en contacto con un centro regional de somera modernización -a Lorica han llegado plantas de energía eléctrica, y su alcalde es quien compra las cosechas del pueblo-, parece no gozar de ninguno de los beneficios o desventajas de tal modernización. La novela contradice, así, un relato teleológico de la modernidad, e ilustra la posibilidad de oponerse a la concepción de un desarrollo lineal de la historia. Este sería, pues, uno de los “portentos” que el pueblo chimalero podría realizar con sus armas empuñadas. Además, la defensa de una religiosidad ligada a los ciclos naturales incluye la defensa de una concepción particular de la realidad y de las relaciones con la naturaleza, que a su vez se opone a un entendimiento de estas cuestiones desde el punto de vista desencantado de una sociedad (en vías de ser) modernizada. Jacques Godbaut explica cómo las relaciones de intercambio con el mundo y entre los seres humanos cambian de manera drástica en sus formas más generales con la llegada de la modernidad y el mercado: si en las sociedades premodernas se privilegiaba el intercambio sagrado con el gran Otro -el cosmos, la naturaleza- y el intercambio con el extranjero se tenía por menos importante, con la llegada de la modernidad esto se invierte: se privilegia el mercado, el flujo de cosas intermediado por el dinero, y la relación con el gran Otro es pasada a segundo plano (Godbout 1997: 185-188). Así, el pueblo de Chimá reestablece unas relaciones con el gran Otro y crea vínculos de intercambio sagrado con su territorio a través de la devoción hacia Domingo, quien se convierte en un intermediario de “dones”. La naturaleza y el pueblo (recordemos que el protagonista es coral) intercambian regalos a través de Domingo. Esto genera, al mismo tiempo, una cerrazón frente al extranjero -el cura, el alcalde-, y una consolidación del pueblo como forma de creación de pertenencia a una colectividad y un territorio. Las concepciones abstractas de intercambio, ya sea entre humanos -el mercado- o con el gran Otro -la Iglesia-, están representadas, respectivamente, por el alcalde y por el cura. La herejía de los chimaleros consiste en exigir, entonces, que sus concepciones “premodernas” de intercambio y religiosidad sean validadas como igual de legítimas que las defendidas e impuestas en el pueblo por los extranjeros. Coloco premodernas entre comillas pensando el contexto religioso en que aparece la novela: la Iglesia católica colombiana era de las menos “modernas” en Latinoamérica y el mundo, apegada a un integrismo y unas intransigencias ultramontanas, y se rehusaba a acomodarse a las exigencias de la modernización y secularización de la población del país. Así, la postura de los chimaleros podría leerse no tanto como una postura “premoderna”, sino, al contrario, como una exigencia de modernización a la conservadora y elitista Iglesia católica colombiana.

Es de anotar acá que el pueblo, en un principio, no oponía radicalmente sus creencias a las oficiales y proponía una pacífica convivencia entre ellas. Sin embargo, la imposibilidad de esta propuesta aparece por la oposición radical del sacerdote y del alcalde a validar los sentimientos religiosos del pueblo, ilustrando así el catolicismo integral y la intransigencia ya nombradas de la Iglesia colombiana. Cabe recodar de nuevo a Bourdieu, quien asegura que las costumbres religiosas son una forma de control político a muy largo plazo ([1971] 2000: 52). En este sentido, con mayor o menor conciencia de ello, tanto el alcalde como el cura y el pueblo están dando una pelea política en los términos específicos del campo religioso. En la teoría de los campos de Bourdieu, toda pugna en un campo específico de alguna manera expresa una tensión social, es decir, manifiesta enfrentamientos estructurales de la sociedad, que están más allá y por fuera del campo específico donde aparecen. El grado de autonomía de cada campo se mide por la capacidad que tienen los agentes de resolver sus disputas sin recurrir a jugadas o formas de legitimación heterónomas o ajenas al campo mismo, en otras palabras, se mide por la capacidad de las dinámicas del campo de expresar las tensiones sociales sin recurrir a otro tipo de códigos o acciones que no estén dentro de las específicas del campo. Algunas de las críticas que se han hecho de la teoría de Bourdieu, desde Latinoamérica, tienen que ver con la fragilidad de esta autonomía en la región. En efecto, lo que presenciamos en la novela de Zapata Olivella es la intromisión del poder oficial político en una disputa de un campo específico. El alcalde, haciendo uso de su poder político, interviene en la contienda sacerdote-profeta, socavando profundamente la autonomía de un campo religioso que en la novela parecía, hasta su intervención, suficientemente autónomo. Incluso, solo es después de la muerte del cura que el alcalde puede entrometerse de tal modo violento. Lo particular de la situación que se narra en la novela es que el alcalde, representante supuestamente de una visión más moderna de la sociedad, en tanto mercader y escéptico, no respeta la autonomía de los campos específicos, característica que, también según Bourdieu, se puede observar en sociedades modernas.

Es decir que el alcalde representa lo moderno hasta el momento en que sus intereses están en peligro. Entonces, cuando los chimaleros parecen haber derrotado a la oficialidad sacerdotal a través de jugadas dentro del campo específico, el alcalde pasa a defender su postura desde la violencia represiva por parte de las fuerzas estatales. Así, la tensión social que se manifestaba a través de las pugnas religiosas sale de las jugadas específicas del campo y aparece tal cual, sin filtros, sin ser “refractada” en los términos del campo. Es entonces que, en respuesta a esto, los chimaleros empuñan las armas y pueden llegar a realizar “portentos” más impresionantes que los realizados por su santo. El paso a la violencia directa por parte del alcalde hace manifiesta la pugna política -en sentido amplio- que se ocultaba tras la pugna religiosa. En este punto, habría que reconocer la maestría del narrador al ocultarnos las condiciones de vida de los chimaleros, o apenas darnos algunas pistas al respecto: si se hubiera explayado más durante la novela sobre tal tema, la tensión social habría sido explícita y no se daría el mensaje final con el que concluye la novela: las búsquedas religiosas o culturales, aparentemente anti o premodernas, pueden terminar creando las condiciones particulares para la emergencia de formas de conciencia políticas progresistas. De una manera que recuerda los postulados de las filosofías descoloniales, e incluso anticipándose a ellas, en la novela, las particularidades culturales de un pueblo se oponen a las intenciones coloniales de poderes externos (recordemos que el cura se siente más identificado con su ascendencia española y que el alcalde es “paisa”, es decir, de una cultura caracterizada como colonizadora y comerciante, características indisociables de los poderes neocoloniales encarnados en el Estado colombiano desde el siglo XIX (Guillén 1996: 430-431). De esta manera, la novela, al evidenciar los presupuestos políticos y neocoloniales de las pugnas por la legitimidad religiosa, revalora el papel de las costumbres y creencias populares en los procesos de emancipación: la herejía como forma de resistencia política.

Retomando el tema de la autonomía, es curioso anotar acá que el desafío a ella en los campos culturales, durante los años 60 en Latinoamérica, se propuso en general por parte de las organizaciones y pensadores de izquierda, quienes veían en la construcción de los discursos específicos y sus pugnas cerradas una forma de despolitización y “aburguesamiento” de los intelectuales. En la novela, la autonomía es defendida por los mismos chimaleros herejes y es a través de ella que logran la constitución de sus potencialidades políticas. Esto no es un detalle menor y puede ser que allí resida buena parte de su originalidad y su potencia. Mediante esta ­característica, Zapata Olivella se aparta en la novela de las concepciones sobre la politización y la búsqueda de emancipación de los pueblos que aparecían en buena parte de sus obras anteriores. Por ejemplo, en Tierra Mojada, Calle 10, los Relatos de muerte y libertad y Chambacú, corral de negros, en general -sin contar algunas excepciones- se pueden encontrar líderes protagonistas que poseen cierta educación letrada y que guían y asesoran a las colectividades en sus procesos emancipatorios, y que tal conciencia se consigue en la explicitación de las relaciones de poder, de alguna manera haciendo eco de principios de representación tipo “realismo social” y cercanos a los relatos emancipatorios derivados del marxismo. Como veíamos, En Chimá nace un santo se aparta de estas concepciones: Ezequiel no es un ilustrado y no funge como conciencia adelantada o vanguardia política del pueblo, antes bien se le muestra muchas veces como un devoto más o un avivato; no hay personaje protagonista heroico, aparte de la colectividad misma; la historia gira en torno a un no-personaje -el tullido-, y esta característica la comparte con Detrás de un rostro (Captain Hidalgo 1993: 89); la novela se construye desde cierto relativismo, en cuanto el narrador renuncia a la “verdad objetiva” y da cuenta de otro tipo de experiencias que configuran la realidad de los chimaleros; las relaciones de poder no se hacen explícitas como tales hasta el final de la novela, y no por una toma de conciencia de los personajes protagonistas explotados o reprimidos, sino por el abandono de la lucha específica en el campo religioso por parte de la oficialidad; las costumbres y creencias populares no son ubicadas como simples supercherías inútiles o que desvían al pueblo de la “toma de conciencia” política, sino que tienen un peso político en sí mismas y pueden ser medio hacia ella (Lewis 1987: 85; Kooreman 1987: 28-29). Todas las características anteriores hacen de la novela sobre la herejía en Chimá una herejía en sí misma, en tanto desafía varios de los presupuestos de la narrativa “social” que se venía escribiendo en Colombia.

En la novela sobre Chimá apenas se insinúa la toma de las armas por parte del pueblo, pero no se dan pistas de las diferentes maneras en que tal radicalización se daría: ¿el pueblo organizaría una guerrilla?, ¿el pragmatismo de la guerra desencantaría su mundo?, ¿crearían formas nuevas de resistencia en donde la violencia debería copular con las creencias para parir la historia? Si bien no hay una sola respuesta para estas preguntas, y varias de las posibles aparecen en las novelas posteriores del autor, lo cierto es que la novela marca un antes y un después en la trayectoria de Zapata y, sobre todo, se convierte en una metáfora de su propia posición como escritor: como se ha visto en el presente artículo, al igual que la comunidad chimalera, desde una postura hereje, Zapata se enfrenta con las versiones neocoloniales de la modernidad, asume como propias diferentes herencias o formas culturales, lucha por la legitimidad en los términos de la misma oficialidad que lo excluye, plantea una visión encantada y mítica de la realidad y entiende la necesidad de la politización de lo religioso en un contexto de luchas dentro del mismo campo religioso colombiano. Esta investigación deja abierto el camino para observar de qué manera El fusilamiento del diablo y Changó, el gran putas asumen las discusiones y debates de las décadas de 1960 y 1970 en Latinoamérica, más allá de la discusión sobre la inclusión o exclusión de Zapata en el boom.

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*El artículo es producto parcial de la investigación posdoctoral “Creación, política y Latinoamérica: tres propuestas en la década de los 60” llevada a cabo en la Universidad Nacional de Colombia Sede Medellín.

1Tomaremos en el presente artículo la diferencia que hace Captain Hidalgo entre “creencia” y “mito”. La primera es un elemento aislado que no permite crear toda una forma de interpretar el mundo, contrario al segundo (Captain Hidalgo 1993: 29).

2La cuestión es aún más compleja si se piensa que la declinación de la autonomía al acercarse a la política fue una decisión a su vez autónoma tomada por los campos intelectuales de Latinoamérica, como sugiere Silvia Sigal para los intelectuales argentinos de esos años (1991: 252).

Received: February 04, 2022; Accepted: May 08, 2023

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