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Liberabit

versión impresa ISSN 1729-4827

liber. v.13 n.13 Lima  2007

 

 

Mario Vargas Llosa y la “escena originaria”

Mario Vargas Llosa and the “primal scene”

 

Max Silva Tuesta1

1 Instituto “Carlos Alberto Seguin”. silvatue@ec-red.com

 


RESUMEN

Se trata de un ensayo, en el cual se ejemplifica el empleo del psicoanálisis aplicado como herramienta metodológica a la comprensión de las producciones literarias. En este caso, se propone la escena originaria, el coito parental a la luz de los ojos del niño, como núcleo argumental de la obra de Mario Vargas Llosa; para ello se apela en especial, al análisis de uno de sus cuentos más célebres, “El desafío”.

Palabras clave: Escena originaria, creación literaria.

 


ABSTRACT

This is a test, which exemplifies the use of applied psychoanalysis as a methodological tool to the understanding of literary productions. In this case, it is proposed to the primal scene, the parental coitus in the light of the child’s eyes as the core argument of Mario Vargas Llosa’s work. It relies, on special, on the analysis of one of its most celebrated stories, “The Challenge”

Key words: Primal scene, literary creation.

 


Según el psicoanálisis, escena originaria es la “Escena de la relación sexual entre los padres, observada o supuesta, basándose [la suposición] en ciertos indicios y fantaseada por el niño. Éste la interpreta generalmente como un acto de violencia por parte del padre”1.

En muy contadas ocasiones puede encontrarse un ejemplo más claro de esa escena originaria como el que se encuentra en El pez en el agua. En estas Memorias, Mario Vargas Llosa (MVLl) cuenta la experiencia traumática que padeció a los diez años de edad cuando, desde un cuarto de hotel, imagina lo que está pasando en el cuarto contiguo ocupado por sus padres2. Esa escena originaria, tan dolorosamente instalada en el fuero interno de MVLl, léase cicatriz emocional, tiene que reflejarse en algunas de sus obras, pues nuestro mayor novelista pertenece a esa estirpe de escritores que vuelcan todos sus demonios en todo lo que escribe.

Ahora bien, donde mejor se refleja tal escena originaria es en el cuento “El desafío”, el mejor de los cuentos de MVLl y, por eso mismo, ganador de un concurso consagratorio3. He aquí el primer escollo, entre tantos escollos a salvar, si se quiere comprender lo mejor posible una interpretación psicoanalítica. Tal escollo podría frasearse con esta interrogante: ¿Cómo es posible que un acto de amor, como el coito parental, pueda estar representado por un acto de odio, como la pelea a chaveta ente el Cojo y Justo, pelea que justamente da nombre al referido cuento vargasllosiano? Por cierto, para responder esta interrogante, no apelaré a esa idea heracliteana de que apenas hay un paso entre el amor y el odio (o entre el odio y el amor). Apelaré en cambio a la teoría y práctica de lo que Freud llamó “Psicoanálisis aplicado” (en este caso, aplicado a la literatura).

Si se lee “El desafío” sólo con los ojos y no con todo lo vivido, incluída nuestra propia escena originaria, entonces no se tendrá la oportunidad de captar en él, además de la fiera pelea entre el Cojo y Justo, las implicancias eróticas de esa fiera pelea, es decir, los engramas del coito de la pareja paterna del autor que se han filtrado en el texto de su cuento donde esos engramas parecen desplegarse como una sombra muy oscura que envuelve tanto al Cojo como a Justo en el momento cumbre del desafío concertado entre ellos.

Otro espléndido ejemplo de la escena originaria se encuentra en el film “En la selva no hay estrellas”. Aparte de otras virtudes con las que puede estar investida esta película de Armando Robles Godoy, yo creo –y Robles Godoy me dio la razón al respecto– que la pelea entre dos protagonistas de esa selva (mientras pelean ardientemente, jadean como jadea una pareja de tanto gozar en el pertundeo), es otro fiel reflejo de la escena originaria. Esa pelea “de película” se asemeja a otra pelea novelesca: la que sucede entre el pistero Rufino y Galileo Gall, dos grandes personajes de esa gran novela que es La guerra del fin del mundo4. La pelea que acontece en “El desafío”, precisamente, podría ser considerada como una escena originaria de esa pelea entre Rufino y Gall, con un intermedio como es la pelea entre Alberto y el Jaguar relatada en La ciudad y los perros5.

Si comparamos “la pelea de Robles Godoy” con “la pelea de Vargas Llosa”, vemos que ambas tienen estas características en común: 1. No son peleas ni de calle ni de callejón, son peleas disputadas en un medio natural, en la selva en un caso, en el cauce de un río seco, en el otro. 2. Ambas peleas ocurren de noche, casi de noche cerrada. En adelante la comparación va a depender de los insumos del cineasta (imagen y sonido) y del narrador (palabras, en general, y metáforas, en particular). A través de la imagen y del sonido, Robles Godoy mantiene en suspenso al espectador porque esa pelea es dura y duradera pero, a la vez, porque se observa a dos sujetos que se revuelcan, se abrazan y ponen en movimiento todas las partes de sus cuerpos en medio de jadeos que, repito, se captan nítidamente como jadeos de cópula. Cuando describe la pelea entre el Cojo y Justo, MVLl tiene que ser más directo en relación con lo que estoy tratando de interpretar como escena originaria. Así, leemos: “[Justo] a la vez, se acercaba y se alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil, tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo” (yo subrayo). Más adelante se descubre un ejemplo aún más significativo y revelador sobre el particular. Helo aquí: “cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo”6.

MVLl “exprime” más aún lo que está en su inconsciente cuando precisa que, “Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, [Justo] parecía un niño, una mujer”. En apenas una línea o de un solo pincelazo, nuestro novelista ubica a dos de los tres integrantes de la escena originaria: “un niño”, imago7 de Mario a los diez años de edad, y “una mujer”, imago de doña Dora, madre de MVLl. Por otra parte, ¿acaso lo que el narrador dice de Justo (“sus facciones eran delicadas, dulces”) no corresponden perfectamente a las facciones de doña Dora Llosa cuando joven? Para los que no lo saben, la madre de MVLl destacaba entre sus compañeras de Secundaria, precisamente, porque “sus facciones eran delicadas, dulces”8. El tercer integrante de esta singular escena originaria, el padre, está representado por el Cojo. A los que conocen a fondo lo sustancial de la vida y obra de MVLl no les sorprenderá en absoluto el hecho de que él caracterice al Cojo como “un asco de hombre”, que es lo mismo que Vargas Llosa podría haber dicho de su padre, no tan de esa manera tajante y cruda como en este caso, y tampoco con las mismas palabras, por supuesto, pero valgan verdades, tal como Vargas Llosa nos lo pinta a su padre, éste fue “un asco de hombre”9. Para tener una idea más cabal de lo último, recomiendo leer mi libro Psicoanálisis de Vargas Llosa10.

A propósito, nunca llegaré a saber a ciencia cierta cuál puede haber sido la reacción de MVLl frente a mi interpretación psicoanalítica de su vida y obra. Todo me hace pensar que no le gustó nada. Digo así porque yo le obsequié un ejemplar del libro cuyo leitmotiv es, justamente, esa interpretación y, como suele suceder cuando un torero no ha hecho una buena faena, es decir, cuando hay silencio en la plaza, también hubo silencio en la querencia vargasllosiana frente a mi faena psicoanalítica. Ni chus ni mus, como se dice. Esta es la mejor oportunidad para ofrecerle mis disculpas a mi “viejo compañero de clase y amigo”11 por ventilar en público su complejo de Edipo y ahora su escena originaria. Pero MVLl se sorprenderá, ojalá con una sonrisa de indulto, cuando llegue a saber que yo también me casé con una tía (prima hermana de mi madre), doce años mayor que yo. Se sorprenderá más aún si ahora le cuento que la boda civil entre mi tía y yo se realizó, como la de él y su tía, en secreto y en una municipalidad al sur de Lima (Chilca) a pocos kilómetros de distancia de la municipalidad de Grocio Prado, en donde él se casó. Y si no hubo descendencia en mi caso fue porque mi tía, igual que la tía Julia, tenía dificultades para concebir. Invito a Mario a realizar juntos un viajecito a Chilca para sacar mi respectivo certificado de matrimonio. Sería, en verdad, una experiencia tremendamente singular el hecho de corroborar, entre los dos, este clonaje edipiano. Pero, debemos volver a lo académico y dejar de lado esta digresión doméstica que sólo podría interesar a los voyeuristas de toga y birrete.

Cabe enriquecer más aún el concepto de escena originaria y su cabal expresión literaria en “El desafío”. Según Freud, además de que “el coito es interpretado por el niño como una agresión del padre [a la madre] dentro de una relación sadomasoquista; provoca una excitación sexual en el niño al mismo tiempo que provoca una base a la angustia de castración”. Como resulta una carga demasiado pesada para la intimidad de cada quien eso de la “excitación sexual en el niño” y también la carga de la “angustia de castración”, esas cargas, defensivamente, son transferidas, vía la represión, al desván del inconsciente, concretándose así también la maciza realidad de aquel dicho: “ojos que no ven, corazón que no siente”. ¿Y qué cosa es lo que no se quiere ver (o sentir) de la escena originaria? Antes de dar una respuesta, consideremos la clasificación de Carlos Alberto Seguin de los artistas, en general, y de los escritores, en particular. Él los agrupaba así: 1. Artistas que crean una obra sólo con “contenidos conscientes”. Para Seguin esos conforman la tropa de artistas desdeñables, 2. Artistas que crean su obra sólo con “contenidos preconscientes”, artistas mediocres para Seguin, y, 3. Artistas que crean con todo, incluyendo entre los materiales de construcción, los “contenidos inconscientes”. Para Seguin, éstos son los únicos y verdaderos creadores, los que sobreviven a los vaivenes de la historia y a los estragos del transcurso del tiempo. La clasificación de Seguin es de suma utilidad, por lo menos, para tasar a los creadores. ¿Cómo ha hecho MVLl, por ejemplo, para escribir esa joyita que es “El desafío”? Seguro que trabajando con todo y poniendo todo de sí en su trabajo. En suma, atreviéndose a que en su obra quede estampada lo que él mismo llama “elemento añadido”12. Él también habla de los demonios que se imponen al creador. ¿Y por qué estos demonios no pueden provenir del inconsciente? Cuando MVLl escribe ese cuento, en el proceso de su elaboración, tiene que haber reflotado lo que en su inconsciente estaba hundido, en general, y el demonio de la castración, en particular. En “El desafío” la castración se presiente porque la pelea entre Justo y el Cojo es a chaveta, y, además de presentirlo, se lo avizora fácilmente porque se llega a saber que el Cojo luce rengo porque “en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía”, como cuando dormía el señor Bobbit la vez que fue castrado por Lorena, su mujer, hecho que fue noticia de primera plana y del que MVLl dio cuenta en su “Piedra de toque”. Para dar más solidez a mi propuesta de que esa cicatriz del Cojo es la de una castración hago notar que MVLl dice que a esa cicatriz “nadie la había visto”. ¿Nadie? Por lo menos el autor sí, desde el mirador de su inconsciente.

Sólo queda por explicar el asunto de que una sola persona (en este caso Justo) puede representar a la vez a dos personas (la madre y el niño). No apelaré tampoco a la noción de la Santísima Trinidad para obtener de este misterio fáciles réditos exegéticos. Me basta con apelar a las características del proceso primario del funcionamiento mental y al modo de producción onírico, me basta con apelar a ambas instancias para entender cómo los grandes creadores, sin saberlo, procesan todos sus recursos creativos en la matricería de ambas instancias. Si se conocen la teoría de los procesos primarios y la de los mecanismos oníricos, fácilmente se entiende que, a través de fenómenos como el de la condensación, la disociación y el simbolismo, el personaje noble y hasta heroico que responde al nombre de Justo puede representar a dos personas a la vez. De este modo se explica que Justo represente, a la vez, a la mujer (doña Dora) y al niño (Mario de 10 años). Es como si doña Dora (o su equivalente simbólico) peleara llevando a su hijo en la llyclla.

En algunos huacos peruanos el niño asiste a la escena originaria, pues aparece al costado de los padres mientras estos copulan. Y fuera del Perú, Mihaly Zichy tiene un dibujo donde el niño entra a tallar en esa escena de intimidad paternal con lo único que puede participar: con su boca. En tal dibujo, por ende, se observa al hijo mamando, mientras sus padres copulan13. Como se ve, los rastros de la escena originaria pueden ser descubiertos por doquier debido a que esa escena pervive en el inconsciente, como agazapada, pronto a manifestarse al menor aflojamiento de la represión. Suerte la de los creadores (literatos, cineastas, ceramistas, dibujantes y otros) que pueden expresarla a través de sus obras enriqueciendo, de paso, el conocimiento del hombre con algo muy original, porque los que no tenemos esa suerte llevamos esa escena originaria, como un peso muerto, en nuestro inconsciente.

Vale la pena relacionar el conocido refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente” con lo que estoy analizando. En “El desafío” se descubre más de una expresión verbal que, bien vista, denotan el hecho de que el narrador no quiere ver lo que, si llega a verlo, provocaría en él todo un incendio de angustia. Primera ex presión verbal que nos pareció de lo más interesante: “Yo no podía ver las caras dice el narrador, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera entre ellos”. ¿No constituye un buen ejemplo de cómo MVLl, a los diez años de edad, desde aquel cuarto de hotel, tampoco “podía ver las caras” de sus padres ubicados en el cuarto contiguo, “pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera entre ellos”? También es interesante la siguiente: “No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo”. La cama que sirvió a los padres de MVLl para su quehacer sexual (“ese poliedro convulsivo”) acogió a los cuerpos de ellos mismos durante una eterna noche, eterna para quien tiene a sus padres pertundeando en sus narices, sin consideración alguna por el hijo. De ahí que la expresión verbal anterior se complementa muy bien con esta otra del mismo cuento: “como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible”. ¿Es horrible sólo para MVLl o, a lo mejor, lo es para todos nosotros, prójimos y semejantes suyos, a los que sólo Edipo nos podría redimir matando padres y quedándose con la madre?

¿Cómo termina “El Desafío”? Hay que volver a leer este aleccionador cuento para percibir con más claridad todo lo que he planteado tentativamente hasta aquí, incluida la última interpretación que realizaré respecto de la escena originaria y su entroncamiento con “El desafío”. Reléaselo y a ver si su relectura coincide con este resumen mío: Justo representa muy bien a Mario y a doña Dora. Quien lo asesina es el Cojo, imago de don Ernesto Vargas Maldonado. En fin, no hay que olvidar a Leonidas, el padre de Justo., quien llora la muerte de su hijo Justo. ¿Y a quién de la vida real de MVLl puede representar Leonidas? Al tío Lucho, sin lugar a dudas, creo yo. ¿Acaso MVLl no declaró en sus Memorias que su verdadero padre no fue Ernesto Vargas, sino “El tío Lucho”, nombre con el que MVLl bautiza a todo un capítulo de El pez en el agua?

NOTAS

1. Laplanche, J.Pontalis, J. Diccionario de Psicoanálisis. Editorial Labor. Barcelona, 1971. Pág. 123.

2. Vargas Llosa, M. El pez en el agua. (Memorias). Seix Barral. Barcelona, 1993. Pág. 31. Esta experiencia traumatizante, MVLl lo cuenta así: “[en el hotel] Me dejaron en un cuarto solo y se encerraron en el de al lado. Estuve toda la noche con los ojos abiertos y el corazón sobresaltado, tratando de oír alguna voz, algún ruido, en el cuarto contiguo, muerto de celos y sintiéndome víctima de una gran traición. A ratos me venían arcadas de disgusto, un asco infinito, imaginando que mi mamá podía estar, ahí, haciendo con el señor ese las inmundicias que hacían los hombres y las mujeres para tener hijos.” Ningún escritor ha dejado como MVLl un testimonio más descarnado de la “escena originaria”. Frente a tal confesión de parte, Freud se quedaría asombrado, por decir lo menos, y Vallejo reiteraría su escueta y sabia definición del hombre: ¡Inmenso documento de Darwin!

3. En el capítulo XIX de sus Memorias, MVLl cuenta lo que significó para él el viaje que realizó a la ciudad de sus desvelos París gracias al concurso que ganó con “El desafío”. En ese capítulo MVLl cuenta asimismo cosas interesantes sobre la “intemperante [y a al mismo tiempo] generosa” viuda de Vallejo. Ya que MVLl habla de ella, en este caso cabe recordar que César Vallejo dejó constancia de su pareja pasión por París, aunque para tal efecto a él sólo le bastó suscribir este poco recordado verso suyo: ¡C’est Paris reine du monde!

4. ¿No dicen que la vaca no se acuerda cuando fue ternera? Pues bien, la pelea entre Gall y Rufino no es sino la misma pelea entre el Cojo y Justo, mutatis mutantis ciertamente. Anotemos los siguientes asomos de expresiones eróticas en la descripción de la pelea entre Gall y Rufino: 1. “Son dos piltrafas anudadas como si estuvieran jugando”, 2. “La mano [de Rufino] que da en la cara de Gall, en una especie de caricia”, 3. “Agonizan abrazados, mirándose”, 4. “Jurema tiene la impresión de que las dos caras, a milímetros una de la otra, se están sonriendo”, y, por fin, 5. Jurema en un momento piensa que ambos contendores “se entienden”. ¿Cómo dos supuestos enemigos pueden llegar a un entendimiento en plena pelea? La respuesta se funda en otro “elemento añadido” vargasllosiano muy relacionado con lo que Richard (imago de MVLl) dice sobre sus padres en el sentido de que, en el tráfago conyugal, ellos son “cómplices”. Se pueden registrar otros ejemplos, pero ninguno de ellos tiene el peso probatorio de los que dimos respecto de la pelea entre el Cojo y Justo. ¿Por qué la pelea de la novela es más desexualizada que la del cuento? Porque en la de éste se refleja la escena primaria, la cual está recargada de catexia por provenir de una etapa más temprana de la evolución psicosexual, mientras que en la de la novela se refleja el triángulo edípico. Gall y Rufino, en una palabra, se disputan a matar por “El amor de Jurema”. Precisamente, “El amor de Jurema” es el título de unos de los artículos más sugestivos de Carlos Alberto Seguin en el cual, además de demostrar palmariamente la esencia materna de Jurema, Seguin termina su artículo con esta hermosa pregunta cuasi confesional: “¿No sería más sabio aceptar que, como parte del amor, todos los hombres necesitan siempre ser hijos queridos y todas las mujeres madres acunadoras?”. (“El Comercio”, Lima, 24 de enero de 1982).

5. Las peleas entre Alberto y el Jaguar, entre Alberto y Gallo, entre Cava y el Boa y tantas otras peleas que suceden en la primera novela de MVLl sirven justamente para ejemplificar que no toda descripción de una pelea tiene un ingrediente erótico ni un significado simbólico. En el CMLP se peleaba por deporte, por decirlo así, pues esa vida de internado de adultos en agraz, o adolescentes a secas, como parte de su afianzamiento de su condición masculina, a menudo cumplían las tácitas reglas de un código que manda deslindar “quién pega a todos y, de entre todos, quién pega a quién”: a resultas de esas peleas, se establece una suerte de ranking virtual. Los mejor rankeados en la novela resultan el Jaguar, el Boa, Cava y Alberto. El último puesto lo ocupa, de hecho, el Esclavo que jamás osó agarrarse a los golpes con nadie.

6. La expresión “un solo cuerpo” inserto en el relato de una gresca entre dos sujetos, como es el caso de la pelea entre el Cojo y Justo, calza perfectamente con lo que leemos en canciones populares y poemas de amor que expresan que el amor de dos amantes debe llegar a ser tan estrecho hasta el punto de dejar de ser dos para convertirse en “un solo cuerpo”. Es más, en esa fusión de los amantes incluso se anhela, cuando no la fusión de la totalidad de cada par, la fusión de cada una de las partes de ambos amantes, como lo expresa Carlos Germán Belli, poeta citado en La ciudad y los perros: Mi amor, tu amor esperan que la muerte / se robe los huesos, el diente, y la uña / esperan que en el valle solamente / tus ojos y mis ojos queden juntos, / mirándose ya fuera de sus órbitas, / más bien como dos astros, como uno.

7. “Imago. Prototipo inconsciente de personajes que orienta electivamente la forma en que el sujeto aprehende a los demás; se elabora a partir de las primeras relaciones intersubjetivas reales y fantasmáticas con el ambiente familiar.” (Diccionario de psicoanálisis de LaplanchePontalis, Pág. 198).

8. En mi libro Psicoanálisis de Vargas Llosa recojo el excepcional testimonio de la señora madre de Mónica Domínguez compañera de estudios de Secundaria de Dora Llosa respecto de la belleza de doña Dora.

9. Para que no quede en el lector la sensación de que yo exagero cuando digo que la caracterización del Cojo corresponde a la caracterización de don Ernesto Vargas, recomendamos leer en El pez en el agua todo lo que MVLl dice de su padre.

10. Silva, M. Psicoanálisis de Vargas Llosa. Editorial Leo. Lima, 2005. Págs. 4552, 7377.

11. “La guerra del fin del mundo: para Max Silva Tuesta, que conoce tanto de la trastienda de estas historias, con un abrazo de su viejo compañero de clase y amigo. MVLl. Lima, noviembre, 1981”. (Ver la reproducción facsimilar). Cuando esta dedicatoria se publicó en el diario La República, algunos amigos me preguntaron: ¿cómo era posible la existencia de esa dedicatoria si a ellos yo les había contado que no me veía con MVLl desde fines de 1952, en el Colegio Militar Leoncio Prado? Yo les conté que me valí de un ardid: Fui vestido de médico a la “Librería Fausto” que quedaba en Miraflores y, luego de adquirir un ejemplar de La guerra del fin del mundo, al dueño de tal librería le pedí que MVLl me lo dedicara, pues, debido a mis recargadas ocupaciones de galeno, no tenía tiempo para ubicar a mi “viejo compañero de clase y amigo”. Gracias a la amabilidad del dueño de tal librería y a la cordialidad de MVLL se concretó tal dedicatoria. ¿Por qué el ardid? ¿O por qué no busqué personalmente a MVLl? En ese entonces ya estaba preparando mi Psicoanálisis de Vargas Llosa y, como el hecho de reestablecer un vínculo de amistad con MVLL me hubiera trabado por autocensura en la prosecución de ese estudio psicoanalítico, ya que a un amigo no se le psicoanaliza, como a un familiar cercano el cirujano no le opera; y, peor aún, el amigo psicoanalizado podría molestarse por semejante intrusión en su vida íntima, como a fin de cuentas, me parece, MVLl se molestó cuando publiqué mi libro el 2005.

12. El elemento añadido, según MVLl, es lo más personal que se refleja en la obra de un escritor, lo que hace singular a esa obra, pues es producto de lo que la experiencia vivida ha dejado como sello intrínseco en el escritor que, inconscientemente, se transluce en lo más logrado de su escritura. Sin pizca de exageración, Sigmud Freud subscribiría todo lo que MVLl dice sobre el particular. Por lo menos suscribiría este par de aseveraciones: 1. “en toda ficción, aun en la de imaginación más libérrima, es posible rastrear un punto de partida, una semilla íntima, visceralmente ligada a una suma de vivencias de quien la fraguó”, y 2. “todas las ficiones son arquitecturas levantadas por la fantasía y la artesanía sobre ciertos hechos, personas, circunstancias, que marcaron la memoria del escritor y pusieron en movimiento su fantasía creadora, la que a partir de aquella simiente, fue erigiendo todo un mundo, tan rico y múltiple que a veces resulta casi imposible (a veces sin casi) reconocer en él aquel material autobiográfico que le sirvió de arranque y fue su rudimento, y que es, en cierta forma, el secreto nexo que toda ficción tiene con su anverso y antípoda: la realidad real” (Cartas a un novelista. Editorial Ariel. Barcelona, 1997. Pág. 26).

13. Denegri, M.A. El Arte Erótico de Milhály Zichy. Kavia Cobaya Editores. Lima, 1999.

EL DESAFÍO

Estábamos bebiendo cerveza, como todos los sábados, cuando en la puerta del Río Bar apareció Leonidas; de inmediato notamos en su cara que ocurría algo.

¿Qué pasa? preguntó León.

Leonidas arrastró una silla y se sentó junto a nosotros.

Me muero de sed.

Le serví un vaso hasta el borde y la espuma rebalsó sobre la mesa. Leonidas sopló lentamente y se quedó mirando, pensativo, cómo estallaban las burbujas. Luego bebió de un trago hasta la última gota.

Justo va a pelear esta noche dijo, con una voz rara.

Quedamos callados un momento. León bebió, Briceño encendió un cigarrillo.

Me encargó que les avisara agregó Leonidas. Quiere que vayan.

Finalmente, Briceño preguntó:

¿Cómo fue?

Se encontraron esta tarde en Catacaos Leonidas limpió su frente con la mano y fustigó el aire: unas gotas de sudor resbalaron de sus dedos al suelo. Ya se imaginan lo demás...

Bueno dijo León. Si tenían que pelear, mejor que sea así, con todas las de la ley. No hay que aterrarse tampoco. Justo sabe lo que hace.

Sí repitió Leonidas, con un aire ido. Tal vez es mejor que sea así. Las botellas habían quedado vacías. Corría brisas y, unos momentos antes, habíamos dejado de escuchar a la banda del Cuartel Grau que tocaba en la plaza. El puente estaba cubierto por la gente que regresaba de la retreta y las parejas que habían buscado la penumbra del Malecón comenzaban, también, a abandonar sus escondites. Por la puerta del Río Bar pasaba mucha gente. Algunos entraban. Pronto, la terraza estuvo llena de hombres y mujeres que hablaban en voz alta y reían.

Son casi las nueve dijo León. Mejor nos vamos.

Salimos.

Bueno, muchachos dijo Leonidas. Gracias por la cerveza.

¿Va a ser en La Balsa, no? preguntó Briceño.

Sí. A las once. Justo los esperará a las diez y media, aquí mismo.

El viejo hizo un gesto de despedida y se alejó por la avenida Castilla. Vivía en las afueras, al comienzo del arenal, en un rancho solitario que parecía custodiar la ciudad. Caminamos hacia la plaza. Estaba casi desierta. Junto al hotel de turistas, unos jóvenes discutían a gritos. Al pasar a su lado, descubrimos en medio de ellos a una muchacha que escuchaba sonriendo. Era bonita y parecía divertirse.

El Cojo lo va a matar dijo Briceño, de pronto.

Cállate dijo León.

Nos separamos en la esquina de la iglesia. Caminé rápidamente hasta mi casa. No había nadie. Me puse un overol y dos chompas y oculté la navaja en el bolsillo trasero del pantalón, envuelta en el pañuelo. Cuando salía, encontré a mi mujer que llegaba.

¿Otra vez a la calle? dijo ella.

Sí. Tengo que arreglar un asunto.

El chico estaba dormido, en sus brazos, y tuve la impresión de que se había muerto1.

Tienes que levantarte temprano insistió ella. ¿Te has olvidado que trabajas los domingos?

No te preocupes dije. Regreso en unos minutos.

Caminé de vuelta hacia el Río Bar y me senté al mostrador.

Pedí una cerveza y un sándwich, que no terminé, había perdido el apetito. Alguien me tocó el hombro. Era Moisés, el dueño del local.

¿Es cierto lo de la pelea?

Sí. Va a ser en La Balsa. Mejor te callas.

No necesito que me lo adviertas dijo. Lo supe hace un rato. Lo siento por Justo pero, en realidad, se lo ha estado buscando hace tiempo. Y el Cojo no tiene mucha paciencia, ya sabemos.

El Cojo es un asco de hombre.

Era tu amigo antes... comenzó a decir Moisés, pero se contuvo.

Alguien lo llamó desde la terraza y se alejó. A los pocos minutos estaba de nuevo a mi lado.

¿Quieres que yo vaya? me preguntó.

No. Con nosotros basta, gracias.

Bueno. Avísame si puedo ayudar en algo. Justo es también mi amigo, tomó un trago de cerveza, sin pedirme permiso. Anoche estuvo el Cojo aquí con su grupo2. No hacía sino hablar de Justo y juraba que lo iba a hacer añicos. Estuve rezando porque no se les ocurriera a ustedes darse una vuelta por acá.

Hubiera querido verle al Cojo dije. Cuando está furioso su cara es muy chistosa.

Moisés se rió.

Anoche parecía el diablo. Y es tan feo, este tipo. Uno no puede mirarlo mucho sin sentir náuseas.

Acabé la cerveza y salí a caminar por el Malecón, pero regresé pronto. Desde la puerta del Río Bar vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que la subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro3, desde la comisura de los labios hasta la frente. (Algunos decían que había sido, recibido de chico, en una pelea, pero Leonidas aseguraba que había nacido el día de la inundación y que esa mancha era el susto de la madre al ver avanzar el agua hasta la misma puerta de su casa).

Acabo de llegar dijo. ¿Qué es de los otros?

Ya vienen. Deben estar en camino.

Justo me miró de frente. Pareció que iba a sonreír, pero se puso muy serio y volvió la cabeza.

¿Cómo fue lo de esta tarde?

Encogió los hombros e hizo un ademán vago.

Nos encontramos en el Carro Hundido. Yo que entraba a tomar un trago y me topo cara a cara con el Cojo y su gente. ¿Te das cuenta? Si no pasa el cura, ahí mismo me degüellan. Se me echaron encima como perros. Como perros rabiosos4. Nos separó el cura.

Eres muy hombre gritó el Cojo.

Más que tú gritó Justo.

Quietos, bestias decía el cura.

¿En La Balsa esta noche, entonces? gritó el Cojo.

Bueno dijo Justo. Eso fue todo.

La gente que estaba en el Río Bar había disminuido. Quedaban algunas personas en el mostrador pero en la terraza sólo estábamos nosotros.

He traído esto dije, alcanzándole el pañuelo.

Justo abrió la navaja y la midió. La hoja tenía exactamente la dimensión de su mano, de la muñeca a las uñas. Luego sacó otra navaja de su bolsillo y comparó.

Son iguales dijo. Me quedaré con la mía, nomás.

Pidió otra cerveza y la bebimos sin hablar, fumando.

No tengo hora dijo Justo. Pero deben ser más de las diez. Vamos a alcanzarlos.

A la altura del puente nos encontramos con Briceño y León.

Saludaron a Justo, le estrecharon la mano.

Hermanito dijo León. Usted lo va a hacer trizas.

De eso ni hablar dijo Briceño. El Cojo no tiene nada que hacer contigo.

Los dos tenían la misma ropa que antes, y parecían haberse puesto de acuerdo para mostrar delante de Justo seguridad e, incluso, cierta alegría.

Bajemos por aquí dijo León. No tengo ganas de quebrarme una pierna, ahora.

Era extraño ese temor, porque siempre habíamos bajado al cauce del río descolgándonos por el tejido de fierros que sostienen el puente. Avanzamos una cuadra por la avenida, luego doblamos a la derecha y caminamos un buen rato en silencio. Al descender por el minúsculo camino hacia el lecho del río, Briceño tropezó y lanzó una maldición. La arena estaba tibia y nuestros pies se hundían, como si estuviéramos sobre un mar de algodones. León miró detenidamente el cielo.

Hay muchas nubes dijo, la luna no va a servir de mucho esta noche.

Haremos fogatas dijo Justo.

¿Está loco? dije. ¿Quieres que venga la policía?

Se puede arreglar dijo Briceño, sin convicción. Se podría postergar el asunto hasta mañana. No van a pelear a oscuras.

Nadie le contestó y Briceño no volvió a insistir.

Ahí está La Balsa dijo León.

En un tiempo, nadie sabía cuando, había caído sobre el lecho del río un tronco de algarrobo tan enorme que cubría las tres cuartas partes del ancho del cauce. Era muy pesado, y cuando bajaba, el agua no conseguía levantarlo sino arrastrarlo solamente unos metros, de modo que cada año La Balsa se alejaba más de la ciudad. Nadie sabía tampoco quien le puso el nombre de La Balsa, pero así lo designaban todos.

Ellos ya están ahí dijo León.

Nos detuvimos a unos cinco metros de La Balsa. En el débil resplandor nocturno no distinguíamos las caras de quienes nos esperaban, sólo sus siluetas. Eran cinco. Las conté, tratando inútilmente de descubrir al Cojo.

Anda tú dijo Justo.

Avancé despacio hacia el tronco, procurando que mi rostro conservara una expresión serena.

¡Quieto gritó alguien. ¿Quién es?

Julián grité. Julián Huertas. ¿Están ciegos?

A mi encuentro salió un pequeño bulto. Era el Chalupas, con voz descompuesta.

Ya nos íbamos dijo. Pensábamos que Justito había ido a la comisaría a pedir que le cuidaran.

Quiero entenderme con un hombre grité, sin responderle.No con este muñeco.

¿Eres muy valiente? preguntó el Chalupas, con voz descompuesta.

¡Silencio! dijo el Cojo. Se habían aproximado todos ellos y el Cojo se adelantó hacia mí. Era alto, mucho más que los dos presentes. En la penumbra yo no podía ver, sólo imaginar, su rostro acorazado por los granos, los agujeros diminutos de sus ojos, hundidos y breves como dos puntos dentro de esa masa de carne, interrumpida por los bultos oblongos de sus pómulos, y sus labios gruesos como dedos, colgando de su barbilla triangular de iguana. El cojo rengueaba del pie izquierdo; decían que en esa pierna tenía una cicatriz en forma de cruz, recuerdo de un chancho que lo mordió cuando dormía, pero nadie se la había visto5.

¿Por qué han traído a Leonidas? dijo el Cojo, con voz ronca. ¿A Leonidas? ¿Quién ha traído a Leonidas?

El Cojo señaló con su dedo a un costado. El viejo había estado unos metros más allá, sobre la arena, y al oír que lo nombraban se acercó.

¡Qué pasa conmigo! dijo. Miraba al Cojo fijamente. No necesito que me traigan. He venido solo, con mis pies, porque me dio la gana. Si estás buscando pretexto para no pelear, dilo.

El Cojo vaciló antes de responder. Pensé que iba a insultarlo y, rápido, llevé mi mano al bolsillo trasero.

No se meta, viejo dijo el Cojo amablemente. No voy a pelearme con usted.

No creas que estoy tan viejo dijo Leonidas. He revolcado a muchos que eran mejores que tú.

Está bien, viejo dijo el Cojo. Le creo se dirigió a mí. ¿Están listos? Sí. Di a tus amigos que no se metan. Si lo hacen, peor para ellos.

El Cojo se rió.

Tú bien sabes, Julián, que no necesito refuerzos. Sobre todo hoy. No te preocupes.

Uno de los que estaban detrás del Cojo se rió también. El Cojo me extendió algo. Estiré la mano: la hoja de su navaja estaba al aire y yo la había tomado del filo; sentí un pequeño rasguño en la palma y un estremecimiento, el metal parecía un trozo de hielo.

¿Tienes fósforos, viejo?

Leonidas prendió un fósforo y lo sostuvo entre sus dedos hasta que su candela le lamió las uñas. A la frágil luz de la llama examiné minuciosamente la navaja, la medí a lo ancho y a lo largo, comprobé su filo y su peso.

Está bien dije.

Chunga6 dijo el Cojo. Anda con él.

Chunga caminó entre Leonidas y yo. Cuando llegamos entre los otros, Briceño estaba fumando y a cada chupada que daba resplandecían instantáneamente los rostros de Justo, impasible, con los labios apretados, de León, que masticaba algo, tal vez una brizna de hierba, y del propio Briceño, que sudaba.

¿Quién le dijo a usted que viniera? preguntó Justo, severamente.

Nadie me dijo afirmó Leonidas, en voz alta Vine porque quise.

¿Va a usted a tomarme cuentas?

Justo no contestó. Le hice una señal y le mostré a Chunga, quien había quedado un poco retrasado. Justo sacó su navaja y la arrojó. El arma cayó en algún en algún lugar del cuerpo de Chunga y éste se encogió.

Perdón dije, palpando la arena en busca de la navaja. Se me escapó. Aquí está.

Las ganas se te van a quitar pronto dijo Chunga.

Luego, como había hecho yo, al resplandor de un fósforo pasó sus dedos sobre la hoja, nos la devolvió sin decir nada, y regresó caminando a trancos largos hacia La Balsa. Estuvimos unos minutos en silencio, aspirando el perfume de los algodonales cercanos que una brisa cálida arrastraba en dirección al puente. Detrás de nosotros, a los costados del cauce, se veían las luces vacilantes de la ciudad. El silencio era casi absoluto; a veces, lo quebraban bruscamente ladridos o rebuznos.

¡Listos exclamó una voz, del otro lado.

¡Listos! grité yo.

En el bloque de hombres que estaba junto a La Balsa hubo movimientos y murmullos; luego, una sombra rengueante se deslizó hasta el centro del terreno que limitábamos los dos grupos. Allí vi al Cojo tantear el suelo con los pies, comprobaba si había piedras, huecos. Busqué a Justo con la vista: León y Briceño le habían pasado los brazos sobre sus hombros. Justo se desprendió de ellos rápidamente. Cuando estuvo a mi lado, sonrió. Le extendí la mano. Comenzó a alejarse, pero Leonidas dio un salto y lo tomó de los hombros. El viejo se sacó una manta que llevaba sobre la espalda. Estaba a mi lado.

No te le acerques ni un momento el viejo hablaba despacio, con voz levemente temblorosa. Siempre de lejos. Báilalo hasta que se agote. Sobre todo, cuidado con el estómago y la cara. Ten el brazo siempre estirado. Agáchate, pisa firme. Si te resbalas, patea en el aire hasta que se aleje... Ya, vaya, pórtese como un hombre.

Justo escuchó a Leonidas con la cabeza baja. Creí que iba a abrazarlo, pero se limitó a hacer un gesto brusco. Arrancó la manta de las manos del viejo y se la envolvió en el brazo. Después se alejo; caminaba sobre la arena a pasos firmes, con la cabeza levantada. En su mano derecha, mientras se distanciaba de nosotros, el breve trozo de metal despedía reflejos. Justo se detuvo a dos metros del Cojo.

Quedaron unos instantes inmóviles, en silencio, diciéndose seguramente con los ojos cuánto se odiaban, observándose, los músculos tensos bajo la ropa, la mano derecha aplastada con ira en las navajas. De lejos, semiocultos por la oscuridad tibia de la noche, no parecían dos hombres que se aprestaba a pelear, sino estatuas borrosas, vaciadas en un material negro, o las sombras de dos jóvenes y macizos algarrobos de la orilla, proyectadas en el aire, no en la arena. Casi simultáneamente, como respondiendo a una urgente voz de mando, comenzaron a moverse. Quizás el primero fue Justo: un segundo antes, inició sobre el sitio un balanceo lentísimo, que ascendía desde las rodillas hasta los hombros, y el Cojo lo imitó, meciéndose también, sin apartar los pies. Sus posturas eran idénticas: el brazo derecho adelante, levemente doblado con el codo hacia afuera, la mano apuntando directamente al centro del adversario, y el brazo izquierdo, envuelto por la manta, desproporcionado, gigante, cruzado como un escudo a la altura del rostro. Al principio sólo los cuerpos se movían, sus cabezas, sus pies y sus manos permanecían fijos. Imperceptiblemente, los dos habían ido inclinándose, extendiendo la espalda, las piernas en flexión, como para lanzarse al agua. El Cojo fue el primero en atacar: dio de pronto un salto hacia adelante, su brazo describió un círculo veloz. El trazo en el vacío del arma, que rozó a Justo, sin herirlo, estaba aún inconcluso cuando éste, que era rápido, comenzaba a girar. Sin abrir la guardia, tejía un cerco en torno del otro, deslizándose suavemente sobre la arena, a un ritmo cada vez más intenso. El Cojo giraba sobre el sitio. Se había encogido más, y en tanto daba vueltas sobre sí mismo, siguiendo la dirección sobre su adversario, lo perseguía con la mirada todo el tiempo, como hipnotizado. De improviso, Justo se plantó: lo vimos caer sobre el otro con todo su cuerpo y regresar a su sitio en un segundo, como un muñeco de resortes.

Ya está murmuró Briceño. Lo rasgó.

En el hombro dijo Leonidas. Pero apenas.

Sin haber dado un grito, firme en su posición, el Cojo continuaba su danza, mientras que Justo ya no se limitaba a avanzar en redondo; a la vez, se acercaba y alejaba del Cojo agitando la manta, abría y cerraba la guardia, ofrecía su cuerpo y lo negaba, esquivo, ágil, tentando y rehuyendo a su contendor como una mujer en celo. Quería marearlo, pero el Cojo tenía experiencia y recursos. Rompió el círculo retrocediendo, siempre inclinado, obligando a Justo a detenerse y a seguirlo. Éste lo perseguía a pasos muy cortos, la cabeza avanzada, el rostro resguardado por la manta que colgaba de su brazo; el Cojo huía arrastrando los pies, agachado hasta casi tocar la arena sus rodillas. Justo estiró dos veces el brazo y las dos hallaron sólo el vacío. “No te acerques tanto”, dijo Leonidas, junto a mí, en voz tan baja que sólo yo podía oírlo, en el momento que el bulto, la sombra deforme y ancha que se había empequeñecido, replegándose sobre sí misma como una oruga, recobraba brutalmente su estatura normal y, al crecer y arrojarse, nos quitaba de la vista a Justo. Uno, dos, tal vez tres segundos estuvimos sin aliento, viendo la figura desmesurada de los combatientes abrazados y escuchamos un ruido breve, el primero que oíamos durante el combate, parecido a un eructo. Un instante después surgió a un costado de la sombra gigantesca, otra, más delgada y esbelta, que de dos saltos volvió a levantar una muralla invisible entre los luchadores. Esta vez comenzó a girar el Cojo: movía su pie derecho y arrastraba el izquierdo. Yo me esforzaba en vano para que mis ojos atravesaran la penumbra y leyeran sobre la piel de Justo lo que había ocurrido en esos tres segundos, cuando los adversarios, tan juntos como dos amantes, formaban un solo cuerpo. “¡Sal de ahí!”, dijo Leonidas muy despacio. “¿Por qué peleas tan cerca?” Misteriosamente, como si la ligera brisa que corría le hubiese llevado ese mensaje secreto, Justo comenzó también a brincar igual que el Cojo. Agazapados, atentos, feroces, pasaban de la defensa al ataque y luego a la defensa con velocidad de relámpagos, pero los amagos no sorprendían a ninguno: al movimiento rápido del brazo enemigo, estirado como para lanzar una piedra, que buscaba no herir, sino desconcertar al adversario, confundirlo un instante, quebrarle la guardia, respondía el otro, automáticamente, levantando el brazo izquierdo, sin moverse. Yo no podía ver las caras, pero cerraba los ojos y las veía, mejor que si estuviera en medio de ellos: el Cojo, transpirando, la boca cerrada, sus ojillos de cerdo incendiados7 llameantes tras los párpados, su piel palpitante, las aletas de su nariz chata y del ancho de su boca, agitadas por un temblor inverosímil, y Justo, con su máscara habitual de desprecio, acentuada por la cólera, y sus labios húmedos de exasperación y fatiga. Abrí los ojos a tiempo para ver a Justo abalanzarse alocada, ciegamente sobre el otro, dándole todas las ventajas, ofreciéndole su rostro, descubriendo absurdamente su cuerpo. La ira y la impaciencia lo elevaron, lo mantuvieron extrañamente en el aire, recortado contra el cielo, lo estrellaron sobre su presa con violencia. La salvaje explosión debió sorprender al Cojo que, por un tiempo brevísimo, quedó indeciso y, cuando se inclinó, alargando su brazo como una flecha, ocultando a nuestra vista la brillante hoja que perseguíamos alucinados, supimos que el gesto de locura de Justo no había sido inútil del todo. Con el choque, la noche que nos envolvía se pobló de rugidos desgarradores y profundos que brotaban como chispas de los combatientes. No supimos entonces, no sabremos ya cuánto tiempo estuvieron abrazados en ese poliedro convulsivo, pero, aunque sin distinguir quién era quien, sin saber de qué brazo partían esos golpes, qué garganta profería esos rugidos que se sucedían como ecos, vimos muchas veces, en el aire, temblando hacia el cielo, o en medio de la sombra, abajo, a los costados, las hojas desnudas de las navajas, veloces, iluminadas, ocultarse y aparecer, hundirse o vibrar en la noche, como en un espectáculo de magia.8

Debimos estar anhelantes y ávidos, sin respirar, los ojos dilatados, murmurando tal vez palabras incomprensibles, hasta que la pirámide humana se dividió, cortada en el centro de golpe por una cuchillada invisible: los dos salieron despedidos, como imantados por la espalda, en el mismo momento, con la misma violencia. Quedaron a un metro de distancia, acezantes. “Hay que pararlos”, dijo la voz de León. “Ya basta”. Pero antes que intentáramos movernos, el Cojo había abandonado su emplazamiento como un bólido. Justo no esquivó la embestida y ambos rodaron por el suelo. Se retorcían sobre la arena, revolviéndose uno sobre otro, hendiendo el aire a tajos y resuellos sordos. Esta vez la lucha fue muy breve. Pronto estuvieron quietos, tendidos en lecho del río, como durmiendo9. Me aprestaba a correr hacia ellos cuando, quizás adivinando mi intención, alguien se incorporó de golpe y se mantuvo de pie junto al caído, cimbreándose peor que un borracho. Era el Cojo.

En el forcejeo, habían perdido las mantas, que reposaban un poco más allá, semejando una piedra de muchos vértices. “Vamos”, dijo León. Pero esta vez también ocurrió algo que nos mantuvo inmóviles. Justo se incorporaba, difícilmente, apoyando todo su cuerpo sobre el brazo derecho y cubriendo la cabeza con la mano libre, como si quisiera apartar de sus ojos una visión horrible10. Cuando estuvo de pie, el Cojo retrocedió unos pasos. Justo se tambaleaba. No había apartado su brazo de la cara. Escuchamos, entonces, una voz que todos conocíamos, pero que no hubiéramos reconocido esa vez si nos hubiera tomado de sorpresa en las tinieblas:

¡Julián! gritó el Cojo. ¡Dile que se rinda!

Me volví a mirar a Leonidas, pero encontré atravesado el rostro de León: observaba la escena con expresión atroz. Volví a mirarlos: estaban nuevamente unidos. Azuzado por las palabras del Cojo, Justo, sin duda, apartó su brazo del rostro en el segundo que yo descuidaba la pelea, y debió arrojarse sobre su enemigo extrayendo las últimas fuerzas de su dolor, de su amargura de vencido. El Cojo se libro fácilmente de esa acometida sentimental e inútil, saltando hacia atrás:

¡Don Leonidas! gritó de nuevo, con acento furioso e implorante.

¡Dígale que se rinda!

¡Calla y pelea! bramó Leonidas, sin vacilar.

Justo había intentado nuevamente un asalto, pero nosotros, sobre todo Leonidas, que era viejo y había visto muchas peleas en su vida, sabíamos que no había nada que hacer ya, que su brazo no tenía vigor ni siquiera para rasguñar la piel aceitunada del Cojo. Con esa angustia que nacía en lo más hondo, subía hasta la boca, resecándola, y hasta los ojos, nublándolos, los vimos forcejear en cámara lenta todavía un momento, hasta que la sombra se fragmentó una vez más: alguien se desplomaba en la tierra con un ruido seco.

Cuando llegamos donde yacía Justo, el Cojo se había retirado hacia los suyos y, todos juntos, comenzaban a alejarse sin hablar. Junté mi cara a su pecho, notando apenas que una sustancia caliente humedecía mi cuello y mi hombro, mientras mi mano exploraba su vientre y su espalda entre desgarraduras de tela y se hundía a ratos en un cuerpo fláccido, mojado y frío, de malagua varada. Briceño y León se quitaron sus sacos, lo envolvieron con cuidado y lo levantaron de los pies y de los brazos. Yo busqué la manta de Leonidas, que estaba unos pasos más allá, y con ella le cubrí la cara, a tientas, sin mirar. Luego, entre los tres lo cargamos al hombro, en dos hileras, como a un ataúd, y caminamos, igualando los pasos, en dirección al sendero que escalaba la orilla del río y que nos llevaría a la ciudad.

No llore, viejo dijo León. No he conocido a nadie tan valiente como su hijo. Se lo digo de veras11.

Leonidas no contestó. Iba detrás de mí, de modo que yo no podía verlo.

A la altura de los primeros ranchos de Castilla, pregunté:

¿Lo llevamos a su casa, don Leonidas?

Sí dijo el viejo, precipitadamente, como si no hubiera escuchado lo que le decía.

NOTAS

1. En una primera lectura o, como es habitual, en una lectura realizada al paso, el hecho de que el narrador diga, refiriéndose a su hijo dormido en brazos de su señora, que tiene “la impresión de que se había muerto”, ese hecho no es tomado en cuenta como lo que es en realidad: un anuncio frío y sutil de lo que sucederá más tarde: ese final dramático y trágico de la muerte de Justo, hijo de Leonidas.

2. Una característica de la producción temprana de MVLl es el protagonismo que tienen en su narrativa los adolescentes que integran pandillas, bandas o patotas de esquina o de barrio. “Los jefes”, precisamente, es el nombre que se da a los líderes de la revuelta de los alumnos del Colegio San Miguel de Piura, revuelta ocasionada por una medida arbitraria del director del colegio, Rufino: la de no poner “horario de exámenes”, como debería ser, a cambio de tomar esos exámenes sorpresivamente. En concreto, esos “jefes” son Javier y Lu, del quinto de media. Lu, además, capitanea a “los coyotes” (antecedente de “el Círculo” de La ciudad y los perros).

3. “El desafío” contiene algunos atisbos de lo que en adelante aparecerá plenamente en la gran obra de MVLl. La descripción de una de las mitades de la cara de Justo, por ejemplo, resulta una suerte de adelanto del rostro peculiar de Mascarita, personaje principal de El Hablador. Parifiquemos: “la mancha morada que hería la otra mitad [del rostro de Justo], desde la comisura de los labios hasta la frente”, y “Saúl Zuratas [alias Mascarita] tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara”.

4. Como decía, este cuento muestra ya algunos elementos que constituirán, luego, el sello vargasllosiano. Hace un cuarto de siglo hablé de la zoonoridad de la narrativa de MVLl, en un artículo que terminaba así: “si mantienes encendida esa rijosa pasión de grafoerasta con que escribes hasta ahora, acuérdate Vargas Llosa, obtendrás ese Premio. ¡Claro, si todo se apaga, olvídate!” (Oiga, Lima, 14 de octubre de 1977). Me refería, qué duda cabe, al premio Nobel. Mi pronóstico de que MVLl alguna vez obtendría el Premio Nobel, pronóstico de hace 25 años, repito, fue recibido como un alarde de metiche, sin embargo, desde entonces hasta la fecha, cada mes de octubre aún se reaviva la vigencia de tal pronóstico. Y aposté de ese modo por un MVLl que aún no había publicado su obra cumbre, para mí, La guerra del fin del mundo (1981), y que acababa de publicar más bien La tía Julia y el escribidor (1977), para algunos críticos “oficiales” una novela que confirmaba el declive de un joven narrador que comenzó avasalladoramente con sus tres primeras novelas estupendas a las que siguió Pantaleón y las visitadoras (1973). Pues bien, basándome en la lectura atenta de La tía Julia y el escribidor, hablaba de esa zoonoridad de este modo: “Creíamos que la llamativa cantidad de vocablos fáunicos y referencias zoológicas de La ciudad y los perros obedecía solamente a un propósito deliberado de vigorizar con esos sonidos el clima salvaje de la novela en mención. Pero, ahora que nuestro escritor está ya por su décimo libro, es posible deducir que, además de las razones objetivas de estilo, esa zoonoridad especial de sus escritos tiene que ver igualmente con la selvática intimidad del mismo. En su última novela, La tía Julia y el escribidor, por ejemplo, es fácil cazar los siguientes nombres de animales: cobra, gallinazos, perros, cóndor, mariposas, ratas, hormiga, lagartija, hiena, tiburones, cordero, tigre, tórtola, gusanos, tortuga, ballenas, polillas, gatos, marmota, leona, alacrán, vampiro, toros, monos, cocodrilos, puercoespín, gallina, moscas, alcatraces, escarabajos, camello, oveja, gavilán, arañas, lechuzas, vampiro, águila, pulgas, jilguero, canario, cucarachas, etcétera, etc.” En el cuento “El desafío” esta zoonoridad aparece incipiente, por supuesto, por la extensión del cuento, pero en éste tal zoonoridad comienza a manifestarse ya no sólo por el nombramiento de los respectivos animales (perros, chanchos, piajenos, etc.), sino también por otra peculiaridad de la narrativa vasgasllosiana, esto es, las sobreabudantes comparaciones de rasgos humanos con atributos animalescos. Pruebas al canto: “Se me echaron encima como perros [...] rabiosos”, dice Justo refiriéndose al “Cojo con su grupo”; la “barbilla triangular de iguana” del Cojo; la sombra del Cojo “replegándose sobre sí misma como una oruga”; “los ojillos de cerdo incendiados” del Cojo. Vale la pena subrayar que todos los atributos animalescos comparativos, en este caso, se refieren al Cojo y no a Justo. Aunque resulta forzado decirlo, pero hay que decirlo, incluso entre los miembros del grupo del Cojo hay un León, como hay otro León en el cuento “Los Jefes” donde también se descubren esa zoonoridad y estas zoocomparaciones: “El graznido de cuervo de Amaya”; “Puerco, pensé”; “Los pasitos breves y chuecos [de Ferrufino], como de pato”; “Es usted un asno”; “[Lu] ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba un permiso para entrar a la banda”; “Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu”; [Lu] el de los combates contra los zorros en los médanos”;”Son iguales [Lu y Ferrufino], pensé. Dos perros”; “su piel y su rostro [de Lu] recordaban un lagarto”; “Pareces un chivo”; “[Lu] era flexible como un gato”.

5. Fiel a esa zoonoridad, MVLl adjudica a la mordedura de un chancho la cicatriz del Cojo. Ahora bien. En la nota 7 establecemos una relación psicodinámica entre esta porcina marca y la muy probable relación entre ésta con una paterna marca: la de la castración.

6. Después de Lituma, la Chunga es el personaje que más se repite en la obra de MVLl. Aparece en La casa verde como dueña del prostíbulo piurano en su segunda versión, por una parte, y, por otra, da nombre a su tercera obra de teatro La Chunga. Cosa curiosa: en este cuento, “El desafío”, la Chunga no es una mujer, sino un varón. ¿Fue adrede que MVLl haya hecho desde un principio esa ambigüedad de género (hombremujer)?, pues en el imaginario de los atentos o asiduos lectores de nuestro novelista la Chunga es un marimacho.

7. Recordemos que la cicatriz de la ingle del Cojo es el producto de la mordedura de un chancho. Si se relaciona este dato con este otro: que el Cojo tiene “ojillos de cerdo”, no resulta forzado, creo yo, deducir que el padre del Cojo tenía los mismos ojillos de cerdo. A resultas de esa relación, el padre es el cerdo que mordió (léase castró) al Cojo.

8. Como la ambigüedad del sexo de Chunga (o la Chunga), téngase presente esta otra ambigüedad que, en realidad, hermosea la narrativa de MVLl: a la pelea entre el Cojo y Justo nuestro narrador, en un momento, la califica como un “espectáculo de magia” y, otro momento, como una “visión horrible”. (Ver nota 10).

9. La comparación “como durmiendo” más se condice con un arrejuntamiento erótico que con una feroz pelea, pero ya vimos que ello sucede porque ambas imágenes tienen una matriz común: la escena originaria.

10. Cuando se llega a este momento de la lectura del cuento, da ganas de preguntar al narrador (o al autor): ¿en qué quedamos, por fin, la pelea entre Justo y el Cojo es un “espectáculo de magia” o una “visión horrible”? No sé a ciencia cierta qué respondería MVLl. Al momento de responder, ojalá MVLl apele a mi interpretación. ¿Un wishful thinking vitando de mi parte? Quién sabe, señor, chocanescamente hablando. ¡Yo no sé!, al vallejiano modo.

11. La primera referencia al filicidio, no importa si de manera figurada, aparece en el primer cuento del cuentario Los jefes. En éste, un vecino de Javier le dice: “Tu padre te va a matar”. En la nota 1 ya señalé una muerte supuesta y otra muerte real del hijo a ojos del padre, en un caso, y a manos de un sustituto paterno, en el otro caso. En La ciudad y los perros la muerte del Esclavo, muerte muy lamentada por su padre y muy conmovedoramente llorada por su madre, se produce a manos del Jaguar, un equivalente simbólico del Cojo.

 

Recibido: 11 de junio de 2007
Revisado: 11 de julio de 2007
Aceptado: 20 de agosto de 2007