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Letras (Lima)

versión impresa ISSN 0378-4878versión On-line ISSN 2071-5072

Letras vol.93 no.137 Lima ene./jun. 2022  Epub 30-Jun-2022

http://dx.doi.org/10.30920/letras.93.137.2 

Estudios

Eterno enigma. La mujer en las crónicas de Enrique Gómez Carrillo

Eternal enigma. The woman in chronicles by Enrique Gómez Carrillo

1 Universidad Carolina, Praga, República Checa. dora.polakova@ff.cuni.cz

RESUMEN

El artículo se dedica a los textos periodísticos del guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), autor cosmopolita, llamado “rey de los cronistas”. La crónica modernista es el género que da entrada a lo nuevo, otro, raro y, además, simboliza la lucha entre la “alta” literatura y el mundo rápido y pasajero del periódico, la tensión entre las leyes del mercado y el concepto aristocrático del arte. Nos centramos en la imagen de la mujer que Gómez Carrillo ofrece a los lectores; sus crónicas nos llevan a diferentes países y ambientes, siendo el centro de la modernidad y de la belleza la metrópoli francesa -allí se fragua lo nuevo, es el santuario del arte, de la moda, de la belleza-. Con el autor viajamos también a otros ambientes predilectos de la época, sobre todo al Oriente. A Gómez Carrillo le fascina Japón, especialmente el personaje de la geisha como encarnación de la ambigüedad femenina, entre ángel y diablo. La mujer oriental con su condición enigmática está en estrecha relación con los prototipos de la mujer fatal: Salomé, Cleopatra o Astarté, todas de origen “oriental”. El artículo muestra cómo esta imagen de lo femenino -aunque poéticamente bella- obedece a los estereotipos de la época: la mujer como sexo decorativo.

Palabras clave: Enrique Gómez Carrillo; Modernismo; Viaje; Mujer; Belleza

ABSTRACT

The article is dedicated to the journalistic texts of the Guatemalan Enrique Gómez Carrillo (18731927), a cosmopolitan author, known as the “king of chroniclers”. The modernist chronicle is the genre that opens the door to the new, the other, the rare and, moreover, symbolizes the struggle between “high” literature and the fast and fleeting world of the newspaper, the tension between the laws of the market and the aristocratic concept of art. We focus on the image of women that Gómez Carrillo offers to the readers; his chronicles take us to different countries and environments, the centre of modernity and beauty being the French metropolis it is there that the new is forged, the sanctuary of art, fashion and beauty. With the author, we also travel to other favorite environments of the time, especially the Orient. Gómez Carrillo is fascinated by Japan, especially the character of the geisha as the embodiment of feminine ambiguity, between angel and devil. The oriental woman with her enigmatic condition is closely related to the prototypes of the femme fatale: Salome, Cleopatra or Astarte, all of “oriental” origin. The article shows how this image of the feminine although poetically beautiful obeys the stereotypes of the time: woman as a decorative sex.

Keywords: Enrique Gómez Carrillo; Modernism; Journey; Woman; Beauty

“Hay en ella algo de muñeca, algo de ídolo y algo de flor y de joya” (Gómez Carrillo, 1921a, p. 21)

1. Introducción

El modernismo hispano sigue siendo, sin duda alguna, una época muy actual -a pesar de su distancia temporal- en sus preocupaciones, desafíos, placeres y vicios. Una época universal y cosmopolita, abierta hacia el exterior y, por otra parte, centrada en lo interior, en lo propio y subjetivo. Es también la época de importantes cambios en la posición de la mujer, como objeto de arte (por ejemplo, se va ampliando la gama de imágenes y significados que cobra como personaje literario) y como sujeto de la creación. Así, el presente texto quiere centrarse en un personaje que encarna el cosmopolitismo modernista, Enrique Gómez Carrillo (Ciudad de Guatemala, 1873-París, 1927), y en la imagen de la mujer que va construyendo en sus textos periodísticos.

El fin de siglo XIX trajo cambios sociales y políticos que tuvieron consecuencias importantes para la posición de la mujer y esto, naturalmente, se reflejó en el ámbito cultural. Es la época de los primeros movimientos femeninos que tratan de luchar contra diferentes supersticiones y prejuicios, así como por los derechos de la mujer. En 1878 se celebró en París el primer congreso feminista, y, cinco años más tarde, le siguió el segundo, donde se debatió el derecho al voto. No obstante, continuó vigente la imagen de la mujer decente como el ángel del hogar; la mujer estaba destinada -según la opinión predominante de la época- al área doméstica:

De este modo, se asignaba al varón un papel social en la esfera pública de la producción y de la política, mientras que, por el contrario, se limitaba la actuación de las mujeres a la esfera del hogar y de la familia. (Correa Ramón, 2006, p. 221)

Amelina Correa comenta que la transgresión de esta norma llevaba a la mujer a experimentar “la descalificación colectiva por la ruptura de unas pautas de conducta socialmente aceptadas” (2006, p. 222). Eso, por supuesto, no significaba que las mujeres no emprendieran ese camino. El oficio de escritora puede ser buen ejemplo de ello -el arte justo pertenecía a lo público, es decir, a lo masculino-; sin embargo, las voces femeninas se empezaban a oír con una fuerza cada vez mayor, aunque había que vencer muchos prejuicios y obstáculos.

La presencia de las mujeres se hizo notable también en los textos finiseculares, aunque, por supuesto, muchas veces provenía de plumas masculinas. Los personajes femeninos cobraban cada vez más protagonismo y se alejaban de las mujeres pasivas, pacientes y perfectas del Romanticismo; no obstante, siguen siendo sobre todo creaciones masculinas y, por tanto, estereotipadas, llenas de clichés y paradojas: simbolizan lo eterno y lo fugaz, lo espiritual y lo puramente carnal, lo bello y lo malévolo, en fin, los extremos de la femme fragile y la femme fatale. La una y la otra son valoradas sobre todo por su belleza -angelical por un lado, diabólica por el otro- y por su posición en el universo masculino. Sylvia Molloy advierte que el interés del modernismo por la belleza, por lo decorativo, por los objetos de lujo, etc., lleva a la representación de la mujer como objeto bello: la mujer se convierte en la pieza más valiosa de su museo (véase 1991, p. 109). En el caso de Gómez Carrillo, las mujeres ocupan varios cajones de su armario artístico (o de su museo personal).

2. El conocedor del mundo

El guatemalteco Gómez Carrillo fue llamado en su época “rey de los cronistas”1, y este género -cultivado por los nombres más insignes del modernismo hispano- refleja las búsquedas, hallazgos, así como los límites de la estética finisecular. Como acertadamente apunta Julio Ramos,

[...] la crónica no fue un mero suplemento de la modernización poética, idea que domina en casi toda la historiografía del modernismo. La crónica -el encuentro con los campos “otros” del sujeto literario- fue una condición de posibilidad del alto grado de conciencia y autorreflexividad de ese sujeto ya en vías de autonomización. (2009, p. 205)

La crónica es la puerta de entrada a lo nuevo, a lo raro. Gracias a su acentuada y declarada subjetividad le permite al sujeto hablar de sus impresiones, experiencias, incluso de su propia creación. La crónica simboliza, además, la lucha entre la “alta” literatura y el mundo rápido y pasajero del periódico, la tensión entre las leyes del mercado y el concepto aristocrático del arte2. En fin, es el símbolo de la relación ambigua que los modernistas mantienen con la modernidad.

Y, en verdad, la crónica es el laboratorio de ensayo del “estilo” -como diría Darío- modernista, el lugar del nacimiento y transformación de la escritura, el espacio de difusión y contagio de una sensibilidad y de una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, con la selección consciente del lenguaje; con el trabajo por medio de imágenes sensoriales y símbolos, con la mixtura de lo extranjero y lo propio, de los estilos, de los géneros, de las artes. Lamentos aparte: el camino poético comenzó en los periódicos y fue allí donde algunos modernistas consolidaron lo mejor de su obra. (Rotker, 2006, p. 108; destacado del original)

En el caso de Gómez Carrillo es así; Aníbal González atribuye su fama casi exclusivamente a su obra periodística, subrayando, además, que “para sus lectores hispánicos, Gómez Carrillo era ‘nuestro hombre en París’- un mediador literario capaz de representar a Hispanoamérica ante Francia, a la vez que representaba a Francia para Hispanoamérica” (1983, p. 165). Y Francia era sinónimo de lo moderno y nuevo.

Podemos imaginar la fecunda obra periodística del guatemalteco como un armario con numerosos cajones que conseguimos ir abriendo para asomarnos al mundo finisecular y captar sus atmósferas, colores y sonidos. Gómez Carrillo fue un cosmopolita y, como tal, concibió sus textos: sirvió de mediador, de intérprete de otras realidades, que iba observando y descifrando para un público que no podía verlas con sus propios ojos. Nos lleva a diferentes lugares del mundo; a manera de un pintor impresionista nos satura de sensaciones y emociones y así, paso a paso, desvela sus ideas y la atmósfera que se respiraba en el fin de siglo modernista. Ya Max Henríquez Ureña se fijaba en lo equivocada que sería una lectura “frívola” y “fácil” de los textos del autor; la forma de la “prosa artística” -pregonada por Gómez Carrillo: “una página bella no tiene más deberes que una bella rosa” (1905, p. 301)- viene acompañada de contenidos que requieren mucha preparación y atención:

Si de la apreciación de la forma externa pasamos a la del contenido, nos sorprende la riqueza de ideas y la vastedad de las informaciones que acumula Gómez Carrillo en lo que quería presentar como una simple crónica. Muchas de esas crónicas de aparente superficialidad son jugosos ensayos que han requerido una larga y paciente preparación. (Henríquez Ureña, 1954, pp. 393-394)

En Gómez Carrillo predomina la crónica de viaje, la más apropiada para su carácter y sus fines; no obstante, el autor no solo se fija en edificios, ciudades, colores y sonidos, sino también en su gente y, por consiguiente, en las mujeres y las cuestiones de amor. Esta temática aparece también en sus cuentos editados en el volumen Almas y cerebros (1900), en sus novelas cortas, publicadas bajo el título Tres novelas inmorales3 (1920), y en la novela El Evangelio del amor (1922).

El guatemalteco inserta dicho tema en el marco de los tópicos y preocupaciones finiseculares, representando a la mujer en ambos extremos de la femme fatale y la femme fragile. La vincula con la cuestión obsesiva de los modernistas -la relación del artista/ arte con la sociedad (si el arte y el amor son nobles y bellos, ¿cómo pueden venderse?)-, se sumerge en el ambiente atractivo y provocativo de los cabarés, aprovecha la simbología popular de Salomé y su baile vicioso (recordemos el drama de Oscar Wilde con las ilustraciones de Aubrey Beardsley que Gómez Carrillo conoció y admiró, igual que a su autor), analiza el vínculo entre el amor carnal y su trascendencia hacia lo espiritual y divino. Asimismo, su interés por las figuras femeninas, reales, míticas y literarias, está ilustrado por dos volúmenes de medallones -El libro de mujeres (1919), El segundo libro de mujeres (1921b)- en los que presenta a bailarinas, actrices, a Eva, Helena de Troya, Safo, Friné o la Virgen María.

Los asuntos amorosos, a veces con matiz de escándalo, llenaron también la vida de Gómez Carrillo, aunque a menudo sea difícil diferenciar la realidad de lo ficticio, ya que el autor guatemalteco fue un maestro de la mistificación. Inventaba historias sobre sí mismo, así como sobre sus amigos y rivales; para chocar, para provocar y también para promover su obra. No es casual que se haya convertido en personaje de textos prosaicos o teatrales de sus contemporáneos4.

En cuanto a las mujeres, él mismo cuenta que se sentía atraído por ellas desde muy joven. A los quince años empezó a trabajar en una tienda de moda donde, supuestamente, sedujo a la esposa de un cónsul escandinavo; según investigaciones posteriores, en esa época no hubo en Guatemala ningún cónsul del norte de Europa…5 Además de muchos amoríos, se casó tres veces: en 1906 con Zoila Aurora Cáceres, de una prominente familia peruana, escritora y feminista6, pero el matrimonio no duró más de un año. El segundo no fue más duradero -de 1919 a 1920- con la famosa cupletista española Raquel Meller; como apunta J. L. García Martín, desde el punto de vista publicitario la unión resultó beneficiosa para ambos protagonistas: “La cantante encontró a su mejor propagandista y el escritor la manera de ocupar la primera página de los periódicos” (1998, p. 11) El tercer y último matrimonio tampoco fue largo, esta vez por la muerte del escritor once meses después de la boda; en 1926 Gómez Carrillo se casó con la joven salvadoreña Consuelo Suncín, después esposa de Antoine de Saint-Exupéry.

Añadamos que Gómez Carrillo protagonizó, además, un escándalo con la famosa bailarina Mata-Hari (Margaretha Geertruida Zelle), que terminó fusilada por los franceses por su colaboración con los alemanes. En dicho momento corrió la voz de que fue el escritor guatemalteco quien la había entregado a las autoridades7. Aunque -según el testimonio del escritor- eso no fue verdad, Gómez Carrillo aprovechó el rumor para aumentar su fama. De esta forma se interpretó en aquella época, por ejemplo, por Pío Baroja, quien pensaba que el chisme lo había hecho circular el propio escritor “para así hacer publicidad gratuita de su libro” (García Martín, 1998, p. 23). Gómez Carrillo lo publicó bajo el título El misterio de la vida y de la muerte de Mata Hari (1923). En fin,

su vida amorosa corresponde a la imagen del dandi, del bohemio, de ese hombre conocedor del mundo que tanto le gustaba cultivar y que se inserta perfectamente en el clima finisecular. Y que está ricamente expresado en sus textos.

3. El arte de la moda

Antes de emprender con Gómez Carrillo el viaje por diferentes rincones del mundo, detengámonos en casa, en el vestuario. Y en los almacenes de moda. El guatemalteco consideraba la moda un arte. Arte que sirve para subrayar la belleza y para esconder (o, por lo menos, disimular) la fealdad: “Las mujeres, para mí, tienen el deber sagrado de gustar, o, por lo menos, de no disgustar” (Gómez Carrillo, 2011 [1918], p. 74).

Para el escritor la moda no se limita a la problemática de cortes, telas o salones; representa un área específica y autónoma donde la mujer reina y donde se convierte en una hábil maga capaz de interminables metamorfosis. Este es, según Gómez Carrillo, el mundo donde la mujer puede usar su poder, su capacidad: entre lo público y lo privado, pero no olvidemos que manteniéndose en el ámbito de la belleza, de lo atractivo, del arte de seducir, usando las típicas “armas femeninas” (que no debe abandonar en nombre de la emancipación).

Gómez Carrillo coincide con el concepto que tenía del rol de la moda Charles Baudelaire. En su obra El pintor de la vida moderna (1863), el poeta francés destaca la importancia de la ropa, del maquillaje y de los adornos en una mujer, pues su tarea es hacerse guapa:

Todo lo que adorna a la mujer, todo lo que sirve para ilustrar su belleza, forma parte de ella misma; y los artistas que se han aplicado particularmente al estudio de ese ser enigmático se entusiasman tanto por todo el mundus muliebris como por la mujer misma. [...] La mujer está en su derecho, e incluso cumple una especie de deber aplicándose a parecer mágica y sobrenatural; tiene que asombrar, encantar; ídolo, tiene que adorarse para ser adorada. Tiene, pues, que tomar de todas las artes los medios para elevarse por encima de la naturaleza para mejor subyugar los corazones e impresionar los espíritus. (1995, pp. 120, 124)

El autor guatemalteco sigue esta línea de lo femenino asociado con lo atractivo, bello, seductor:

Y creo también que la falda, la ondulante falda femenina, la falda contra la cual peroran las señoras de los Congresos feministas, es el más admirable adorno de la mujer. ¡Cuánto misterio y cuánto ritmo, cuánta gracia y cuánta discreción en ese simple envoltorio de telas suaves! (Gómez Carrillo, 1907, p. 96)

En los textos de Gómez Carrillo la moda se convierte casi en una divinidad; la iguala con el “Hada Armonía”, un símbolo muy modernista, algo que los artistas anhelan encontrar a través del arte -“el hada Armonía ritmaba sus vuelos” (Darío, 1975a, p. 549)-; pues las mujeres la pueden conocer vistiéndose:

Es el Hada Armonía de que hablan los poetas. Con una facilidad que sólo el prodigio explica, logra unir los matices más sutiles en combinaciones infinitas é infinitamente rítmicas. Su poder no tiene límites. [...] No hay en el universo ni forma, ni color, ni reflejo, ni ritmo, ni matiz, ni transparencia que resista á su caprichosa voluntad. (1907, pp. 30-32)

Como apunta María José Sueza, los escritos de Gómez Carrillo prueban la existencia de una dictadura de la moda femenina, así como ciertos intentos de rebelarse contra ella, sobre todo en las calles de París (2011, p. 84). La autora subraya cómo la situación de finales del siglo XIX se asemeja a la actualidad, cómo algunas mujeres se convierten en esclavas del imperativo de lo más actual, más modernos, sin tener en cuenta lo saludable, lo cómodo o lo práctico -un ejemplo claro sería el corsé (Sueza, 2011, pp. 85-86, 89)-. Aunque el guatemalteco critica algunos fenómenos asociados a la moda, la entiende como arte, como símbolo de esa eterna búsqueda modernista de la belleza. Y el santuario de la moda no puede ser otro que la ciudad símbolo de la modernidad: París.

4. La tentación de París

Si en sus relaciones sentimentales Gómez Carrillo no resulta un ejemplo de estabilidad, hubo un amor constante en su vida: París. La metrópoli francesa es su amante eterna y es, asimismo, la femme fatale por excelencia.

¡Una parisiense!... Eso era lo que me inspiraba miedo... Y es que yo tenía una idea, más literaria que verídica, de la parisiense. La creía capaz de amar, de sacrificarse por amor, de matar por amor. [...] La creía buena y cruel a la par. La creía ligera, muy ligera, muy coqueta, muy caprichosa y hasta un poco infiel, aunque en el apogeo de sus pasiones. (1920, p. 87)

París es como una fiera que atrapa y no suelta. Y que hechiza. “Las vorágines de París son más refinadas aún, puesto que no solo devoran a los hombres, sino también a las mujeres. “En París... Pero decir lo que en París se hace, es difícil en público” (Gómez Carrillo, 1900b, p. 188).

La metrópoli francesa no es solamente una ciudad concreta; para los artistas finiseculares es símbolo del Arte, es el santuario de lo nuevo y de lo otro y, como tal, adquiere rasgos de una ciudad mítica. Ir a París significa pasar por un rito de iniciación; el que respira el aire parisino, se sumerge en la Cosmópolis de la modernidad, de la Belleza suprema. Esta es la visión de Gómez Carrillo y, por consiguiente, “el discurso de París de Gómez Carrillo es un discurso mítico” (Pera, 1997, p. 74). Si otros modernistas sintieron cierta desilusión de París (recordemos a Quiroga) o de vez en cuanto pasaron por ciertos altibajos (Darío), en Gómez Carrillo predomina el hechizo eterno. Confiesa el guatemalteco:

París, la esfinge, la insondable, la aldea mujer que se entrega sin dejarse ver, que tiene algo de misteriosa cual Eleusis, que es campechana como Atenas, que es noble como Roma; que lo es todo: que es invisible, que es incomprensible, que es... (1900b, p. 4)

En París, el cronista puede oler mil perfumes, intuir un sinfín de matices, conocer innumerables caras del amor... y cuando Gómez Carrillo viaja por el mundo va comparando hasta lo más exótico con lo visto en la metrópoli francesa. París se constituye en el parámetro por excelencia del escritor. Y volver a París es volver al centro, “al eje vital, pero también es un retorno al interior, al viejo interior, a ese espacio donde el ‘yo’ aún puede subsistir tranquilamente, libre de los azares de ‘la vida errante’” (González, 1983, p. 175).

La vida de Gómez Carrillo fue una vida errante. El escritor descansa en el seno parisino, redescubre sus encantos para emprender un nuevo viaje. Y son viajes sobre todo a las ciudades más o menos lejanas, ya que el espacio urbano es lo que le atrae al hombre finisecular. En la ciudad se mezclan etnias y capas sociales, la ciudad exhala recuerdos del pasado, así como el aire de la modernidad y es, asimismo, el espacio donde la mujer muestra diferentes aspectos y formas de vivir. El nomadeo urbano resulta característico de numerosos textos de la época -recordemos las prototípicas novelas modernistas-, y en el caso de Gómez Carrillo es el marco en el cual se insertan casi todos sus libros de crónicas:

Todos los viajes de Carrillo, ya sea a Europa, Asia, o a América Latina, están signados por una misma obsesión: la ciudad. Empedernido flâneur, y agudo observador, la mirada y el deseo carrillescos articulan la narrativa del viaje y nos permiten presenciar el gozo y las ansiedades que ensamblan y, al mismo tiempo, desmantelan al sujeto. (Morán, 2005, p. 395)

Julio Ramos analiza dicha flanería como una manera de mirar la ciudad y expresarla mediante el lenguaje. El autor se convierte en un guía por “el cada vez más refinado y complejo mercado de lujo y bienes culturales” (2009, p. 215)8. Veremos que en dicho mercado la mujer tiene un sitio predilecto.

Tales viajes no persiguen los mismos fines que el turismo (que, por cierto, estaba naciendo como fenómeno en la misma época). El viaje modernista, el nomadeo urbano, es concebido también, en mayor o menor medida, como un peregrinaje9: viajando, uno se conoce a sí mismo, cambia; durante el peregrinaje se “inicia” un proceso de conocimiento de lo otro y de lo propio. Por consiguiente, más que fechas de construcción de un edificio, nombres de calles, medidas de lienzos o números de habitantes lo que les interesa a los viajeros modernistas son las emociones vividas, los estados de alma fugaces, los sentimientos, en fin, las sensaciones. Gómez Carrillo confiesa:

Por mi parte, yo no busco nunca en los libros de viaje el alma de los países que me interesan. Lo que busco es algo más frívolo, más sutil, más positivo: la sensación. Todo viajero artista, en efecto, podría titular su libro: Sensaciones. (1998b, p. 215)

En busca de ellas sale sobre todo a Oriente, pero también a Grecia, símbolo de la grandeza de la Antigüedad.

5. El encanto de lo helénico

París -y las mujeres parisinas- es la imagen suprema de lo bello, cuyos reflejos Gómez Carrillo va buscando y encontrando por el mundo. Así, estando en Grecia, compara a las griegas con las francesas y nota en ellas los mismos encantos; y subrayemos que se trata de encantos externos, la mujer es valorada sobre todo por su aspecto físico:

Yo, por mi parte, las admiro sin reserva [a las mujeres griegas]. Sus ojos me hacen pensar en Sevilla y sus cuerpos en París. Son esbeltas y coquetas. Saben andar rítmicamente y saben sonreír de un modo discreto. Saben vestirse. Y, además, aunque esto no se ve en sus rostros, aunque esto sus labios no lo proclaman en los salones, es seguro que también saben amar con toda la voluptuosidad y todo el ardor que se refleja en sus pupilas oscuras. (1964, p. 108)

Dicho acento en lo femenino como sinónimo de lo bello, sensual, caprichoso, etc., se nota de manera parecida en la descripción que el escritor hace de unas estatuillas de la Antigüedad: “Su cabecita rizada inclínase voluptuosa hacia atrás, como para hacer resaltar la exquisita redondez del pecho. Sus brazos ebúrneos y frágiles se escapan de las amplias mangas del himation, y se mueven, libres, como dos alas de paloma enamorada” (1964, p. 171).

Vemos cómo la visión de la mujer por parte de Gómez Carrillo sigue las pautas de la época: los criterios estereotípicos, el énfasis en lo “decorativo” del elemento femenino, etc. No obstante, desde el punto de vista artístico, los medallones y las crónicas del guatemalteco son estilísticamente muy logrados y consiguen captar el momento de manera muy sugestiva. Este talento de Gómez Carrillo fue claramente vislumbrado por sus contemporáneos, como lo prueba por ejemplo el prólogo de Jean Moréas al libro La Grecia eterna: “Carrillo sobresale hablando de la belleza femenina. Así, su retrato de la mujer de Atenas es, sin disputa, una delicada obra maestra” (1964, p. 6). Y añade: “No tengo que presentar el arte ardiente y ponderado de Gómez Carrillo, ni sus nobles cualidades de escritor, que son de la estirpe libre de Cervantes” (1964, p. 7).

La imagen de la mujer helénica como encarnación de lo ideal, de lo perfecto, se relaciona con la popularidad de la que gozaba la Antigüedad en la época finisecular. Los modernistas descubren la Grecia antigua principalmente a través de los parnasianos (véase, por ejemplo: Feria, 2016); es decir, es una “traducción” de lo helénico en el contexto finisecular. Lo dejó muy claro Rubén Darío: “Amo más que la Grecia de los griegos / la Grecia de la Francia, porque Francia, / al eco de las Risas y los Juegos, / su más dulce licor Venus escancia” (Darío, 1975b , p. 553).

6. La sensualidad oriental

El orientalismo finisecular encuentra en Enrique Gómez Carrillo a su fiel seguidor. El Oriente le tienta con su aire misterioso, exótico... Le atraen culturas y hábitos diferentes, busca cierto decadentismo (como cuando, por ejemplo, visita un fumadero de opio), se deja seducir por el lujo de los materiales y la belleza de las obras de arte y en este cuadro enmarca a la mujer oriental. Igual que en el caso de París, el Oriente que persigue es un espacio imaginado sobre la base de lecturas sobre todo francesas; es decir, paradójicamente es un Oriente filtrado por la perspectiva europea10.

Gómez Carrillo le dedica tres libros de crónicas a Japón (De Marsella a Tokio…, 1906; El alma japonesa, 1907; y El Japón heroico y galante, 1912), fascinado por sus edificios, la belleza perfecta (y artificial) de los jardines, la historia y mito de los samurái y por los temas femeninos. Anota sus conocimientos e impresiones sobre la posición social de la mujer. en El alma japonesa nos presenta las ideas budistas, así como las reglas de la “perfecta casada”; muestra un mundo de obediencia ciega:

Toda la vida de familia está fundada en esas dos horribles virtudes: la humildad y la sumisión. La mujer habla a su marido de rodillas; la mujer no tiene derecho a quejarse; la mujer no debe ver lo que su marido hace; la mujer no es, en suma, sino la criada preferida. (1913, pp. 120-121)11

Según Gómez Carrillo es una práctica deplorable que no viene dada por la tradición, sino que la juzga como algo propio del siglo XIX. No duda en tildarla de esclavitud.

No obstante, lo que más le atrae es la figura de la geisha. Estando en Japón, Gómez Carrillo visita el famoso barrio de Yosiwara, y en sus crónicas invita al lector a acompañarle en su peregrinación por el mundo de las cortesanas. Penetramos en los aposentos de las geishas, nos sumergimos en los olores, colores, telas, joyas... respiramos el aire de los deleites esperados por el autor que, a través de un lenguaje extremadamente sugerente, sabe trabajar con todos los sentidos:

Con gestos menudos y movimientos rítmicos, las chiquillas nos despojan de nuestras prendas más íntimas. Ya desnudos, el ritual exige que nos dejemos bañar y perfumar, para que las sábanas de hilo nos sean hospitalarias. Está bien. Las manos inocentes de las maikos nos secan. Y ya estamos en el lecho, en el tálamo nupcial... Pero estamos solos. Entre muchas reverencias las dos servidoras se han ido, dejando cerrada la puertecilla de papel que da al corredor. Una linterna rosa ilumina con reflejos muy vagos la habitación vacía. Sobre los tabiques blancos, corren sombras fantásticas que la linterna proyecta. Son ibis que abren sus largas alas entre bambús. A lo lejos una orquesta de guitarras de dos cuerdas preludia una melodía. Y nosotros seguimos solos, solos, solos. Ningún ruido. ¡Ah! ¡sí! Un ligero murmullo de sedas, un paso felino, un perfume penetrante de jazmín. ¿Es ella? Es ella que llega, ya no rígida dentro de su traje bordado de dragones y de quimeras, sino envuelta en un ondulante kimono de tul claro. ¡Es ella! (1913, p. 254)

Sentimos cómo va creciendo la tensión, cómo el misterio hace del acto amoroso una suerte de rito de iniciación. La cortesana está envuelta en dicho misterio; es atractiva, recuerda a una gata, a un felino -lo que, por cierto, es una comparación muy usual cuando en la literatura finisecular se habla de mujeres fatales-. No obstante, para el autor cumple más bien un papel, juega un rol, lo que le quita personalidad; Gómez Carrillo las describe como “frágiles muñecas amorosas” (1913, p. 256). Y no solo a las cortesanas. Sus descripciones de mujeres japonesas que se encuentra en su camino también crean la imagen de algo perfecto, artificial, pero sumamente sensual y atrayente:

El óvalo de su rostro es perfecto. Sus ojos, no grandes, pero largos, muy estrechos y muy largos, tienen una dulzura voluptuosa que explica el entusiasmo de aquellos antiguos poetas nipones que compusieron las tankas en que las pupilas femeninas son comparadas con filtros de encantamiento. Las manos exangües, de dedos afiladísimos, son traslúcidas. Los labios, en fin, entreabiertos, en esa sonrisa perpetua, sus labios húmedos, dejan ver una exquisita dentadura de granos de arroz. (1912, pp. 14-15)

Para el guatemalteco, son encarnación de la ambigüedad femenina, de la misma que nota en las mujeres parisinas: “Pero al lado del ángel, en estas, como en todas las mujeres, existe el demonio” (1913, p. 261). Mujeres muñecas, mujeres ángeles y diablos... estas representaciones desembocan en estereotipos; subrayan lo decorativo, lo impulsivo y omiten cualquier referencia a la psicología o lo racional en la mujer. Es vista más bien como uno de los muchos objetos de lujo, como “algo” que un hombre debe tener a su disposición. Y, por supuesto, la mujer oriental con su condición enigmática está en estrecha relación con los prototipos de la mujer fatal: Salomé, Cleopatra o Astarté, todas de origen “oriental”:

La iconografía de la época se pobló con procesiones de mujeres de belleza fría, que llevaban a los hombres a su perdición. [...] Se la situaba en un cuadro de antigüedad oriental y bárbara, entre arquitecturas gigantescas y minuciosas, en medio de un lujo inigualable de vestidos y joyas. (Litvak, 1985, p. 127)

Así es también su visión de la mujer egipcia: se subraya su posición subordinada al hombre y, a la vez, su aspecto misterioso. Gómez Carrillo intuye debajo de sus velos y trajes a una criatura sensual, llena de erotismo:

Las mujeres mismas, que tienen la obligación de pasar de prisa para no suscitar los celos de sus dueños, las mujeres veladas y sigilosas; las fantasmales apariciones que salen nadie sabe de dónde y que desaparecen de pronto sin que uno acierte a ver cómo; las enigmáticas cairotas, que solo dejan ver, entre el tocado negro y el negro velo, sus ojos más negros aún, paséanse sin prisa y sin miedo, meciendo el encanto de sus voluptuosidades herméticas, de sus deseos imposibles, de sus melancolías incurables... (1961, p. 23)

El autor guatemalteco otra vez resalta su condición de muñeca, de objeto: “Una muchacha cualquiera que entra en un harén, comprada como un juguete, logra, si sabe imponer el ascendiente de su gracia y de su voluptuosidad, obtener el sultanato de amor” (1961, p. 138); así como su arte de cuidarse, de maquillarse, o sea, de cultivar esa belleza artificial tan añorada en la época finisecular12 que se une con lo exterior y decorativo:

¡Oh, esos pinceles lentos que pasan y repasan sobre el rostro, tamizando las luces de las pupilas, suavizando las sombras de las ojeras, languideciendo la expresión de la mirada! [...] Oh, esos dedos sutiles que alargan las pestañas, que dibujan los bordes de los párpados, que agrandan las líneas de las cejas! [...] Un boudoir oriental es un verdadero museo de afeites y de esencias. (1961, p. 140)

Las crónicas de Gómez Carrillo se convierten así en un museo de lo exótico y lo raro y en sus escaparates el elemento femenino ocupa un espacio predilecto. Por consiguiente, la temática de la mujer está predeterminada por esta perspectiva de un visitante que va mirando artículos expuestos... (Además, en un museo de corte clásico, nada de espectáculos multimediáticos). ¿Cómo solemos mirar los objetos en una exposición? Desde fuera, desde cierta distancia, parcial y fugazmente. Para un conocimiento profundo habría que detenerse, estudiar diferentes fuentes, “tocar” y “escuchar”

A pesar de esta visión “decorativa” del sexo femenino (¿o gracias a ella?), el autor le confiere a la mujer un poder enorme, una capacidad de subyugar al hombre y quitarle fuerzas -recordemos otra vez la icónica imagen de Salomé-. Gracias a su belleza, a su atractivo, a su gracia, la mujer, entonces, emerge de los textos de Gómez Carrillo como objeto, pero como un objeto sumamente potente: “una esfinge viva que, con su cuerpo de gran felino voluptuoso, con sus garras cubiertas de terciopelo y con su palpitante rostro, domina al mundo” (1907, pp. 94-95).

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Notas

11 José María Martínez Cachero habla de 2667 crónicas escritas solo para el diario madrileño El Liberal, unas 570 para ABC y muchos otros textos para diferentes periódicos y revistas en París, España e Hispanoamérica. Véase Martínez Cachero, 1995, p. 30.

22 “El periódico fue una condición de posibilidad de la modernización literaria, aunque también materializaba los límites de la autonomía” (Ramos, 2009, p. 198).

33 Me dediqué a estas obras en el artículo “El guatemalteco parisiense Enrique Gómez Carillo” (Poláková, 2016).

44 J. L. García Martín menciona, por ejemplo, la obra Barrio latino (1914) de Federico García Sanchiz, donde se habla de un tal periodista Fernando Álvarez Brunetti caracterizado “como una compilación de alcohol, la voluptuosidad sexual, el hastío y los duelos caballerescos” (1998, p. 11).

55 Véase El despertar del alma, en Gómez Carrillo, 2011 [1918].

66 Escribió memorias sobre la relación con Gómez Carrillo: Mi vida con Enrique Gómez Carrillo (1929).

77 “Con gran sorpresa entereme de que circulaba por la prensa una conseha, según la cual yo había sido el amante de Mata-Hari, y yo la había llevado a París, y yo la había delatado ante la justicia militar como espía, y yo, en suma, la había conducido, no sé si por interés o por despecho, hasta los fosos siniestros de Vincennes…” (Gómez Carrillo, 2011 [1918], pp. 283-284).

88 En el mismo texto, véase también pp. 234-238.

99 “Pero es en la crónica modernista donde hemos de hallar la expresión más plena de los tópicos de la conversión/confesión/peregrinaje” (González, 1983, p. 133).

1010 “Lo que busca [Gómez Carrillo], ante todo, es el Oriente literario de las fábulas y las leyendas, de las sensaciones que persigue el modernismo” (Morán, 2005, p. 394).

1111 El mismo capítulo aparece en otro libro del autor: El Japón heroico y galante (1912).

1212 Julián del Casal afirma: “La Belleza Artificial, de cualquier orden que sea, por ser la única que no muere, que no engaña jamás” (2001, p. 87).

Agradecimientos

13Este trabajo ha sido financiado por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional, Proyecto “Creatividad y adaptabilidad como condiciones del éxito de Europa en un mundo interrelacionado” (Reg. N.º CZ.02.1.01/0.0/0.0/16_019/0000734).

Recibido: 15 de Junio de 2021; Revisado: 18 de Octubre de 2021; Aprobado: 28 de Septiembre de 2021

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