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Discursos del sur

versión impresa ISSN 2617-2283versión On-line ISSN 2617-2291

Discursos del sur  no.11 Lima ene./jun. 2023  Epub 31-Jul-2023

http://dx.doi.org/10.15381/dds.n11.25863 

Dossier

Arqueologías y lugares de memorias en los Andes peruanos: una visión diacrónica desde la arquitectura

Archaeology and places of memories in the Peruvian Andes: a diachronic vision from architecture

Miguel Guzmán Juárez 1  
http://orcid.org/0000-0001-9012-1145

1Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Perú

RESUMEN

Se exploran las trayectorias y miradas que se construyen sobre los lugares de memorias en los Andes peruanos, donde los diferentes grupos sociales materializaron sentires, conocimientos y urgencias temporales mediante acciones rituales, organizaciones espaciales y símbolos en el paisaje recreado. La sacralidad de los espacios adquiere una dimensión especial en las trayectorias y transformaciones desde lo precolonial, donde la ancestralidad y sus palabras, conceptos y sistemas de pensamiento adquieren renovadas vigencias hasta la contemporaneidad. Se trata de un análisis diacrónico de las experiencias espaciales que se desarrollaron y se desarrollan en edificios, asentamientos y territorios, a partir de casos específicos y relevantes. Se postula que la arquitectura, desde sus diferentes dominios -espacial, temporal y social-, articula configuraciones, imágenes y experiencias que constituyen las bases para generar complejos espacios de memorias, en sintonía con lo cotidiano, lo subalterno y la otredad.

Palabras clave: lugares de memorias; ancestralidad; ritualidad; arquitecturas; paisajes y símbolos

ABSTRACT

Here we explore the pathways and views conceived about the places of memories in the Peruvian Andes, where different social groups materialized feelings, knowledge, and temporal urgencies through ritual actions, spatial organizations and symbols in the recreated landscape. The sacredness of the spaces take on a particular dimension in the paths and transformations since precolonial times, where ancestry and the words, concepts, and thought systems acquire renew validity until present times. This is a diachronic analysis of the spatial experiences that took place and are held in buildings, settlements, and territories on the basis of specific and relevant cases. We argue that architecture, from its different fields - spatial, temporal and social -, articulate configurations, images, and experiences that constitute the foundations for creating complex spaces of memory, in sync with everyday life, subalternity, and otherness.

Keywords: places of memory; ancestry; rituality; architectures; landscapes and symbols

Sin embargo, lo que nos mantiene en nuestra esencia solo nos sustenta mientras nosotros mismos por nuestra parte retenemos lo que sostiene. Lo retenemos si no lo dejamos escapar de la memoria. La memoria es la congregación del pensamiento. Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?

No existe una sino muchas miradas para comprender algún fenómeno de las dimensiones humanas (y no-humanas), en especial aquellos referidos a procesos mentales, siempre complejos, que exploran diferentes vertientes del accionar, tanto individual como colectivamente. Es por ello el plural -arqueologías y memorias-, para enfatizar lo múltiple, lo diverso, lo heterogéneo, lo inter o multidisciplinario, también lo subjetivo o lo subalterno; desde las materialidades y sus temporalidades, y desde las distintas posturas de estudios contemporáneos. Se mira críticamente las diversas formas o representaciones en las que las sociedades se esforzaron en plasmar y registrar sus vínculos con el pasado: las memorias y sus huellas, y cómo se generan ahora renovadas interpretaciones, donde la reflexividad apuesta por integrar o recuperar ciertos olvidos.

En el caso andino, los lugares de las memorias1 serían cada uno de esos sitios donde las sociedades precedentes generaron «marcas» en el territorio, construyendo lugares de convivencia con la consciencia suficiente sobre su trascendencia temporal, diseñando configuraciones con códigos que señala- rían conocimientos empleados a partir de narrativas a decodificarse, desde la conciencia de la espacialidad, la temporalidad y su ancestralidad, en esa tensión entre recuerdos y olvidos, y entre pasado y presente.

Las arqueologías buscan acercarse a comprender los modos de vida y sus transformaciones, a partir de materialidades existentes, y postular interpretaciones basándose en complejas redes de indicadores y variables, guiadas desde diferentes enfoques metodológicos y teóricos. Aquellos artefactos, productos de procesos de ejecución y construcción, están dotados de saberes especializados. Ello genera ciertas tensiones que pretenden acercamientos a los productores y sus formas de pensamiento: conductas o convivencias (sentido social y religioso), inteligencias (procesos de racionalización y organización) y simbolizaciones (reinterpretaciones cosmológicas y representaciones comunicativas), es decir, acciones, pensares y memorias (y sentires), respectivamente.

En esos procesos iniciales de interacción, cada uno de los grupos, tratando de dar solución a su subsistencia y reproducción, generaron estrategias articuladas al reconocimiento de los comportamientos y sistemas ecológicos: racionalidades propias marítimo-andino-amazónicas. Estrategias especializadas en la domesticación -o crianza-2 del espacio y del tiempo, y eso requirió mecanismos de activación social donde los grupos involucrados se reconociesen por medio de la identificación, el arraigo y los recuerdos: las memorias como trabajo (Jelin 2012). Estas memorias están materializadas en dichos objetos sociales. Una de las expresiones más significativas es la arquitectura, por su trascendencia, no solo en sus procesos de producción (trabajos, con implicancias en organizaciones sociales) (Lefebvre 2013; Ludeña 1997, 2001), sino en sus sentidos de espacios para la existencia y vivencias («espacio existencial») (Norberg-Schulz 1975), y «lugares» simbólicos de referencia y memoria (pensamientos) como sistemas de comunicación social (Cassirer 1971, Elías 1994).

Las arqueologías deben estar atentas a las diferentes recreaciones espaciales de la arquitectura, para observar continuidades y gestos simbólicos. Nos referimos también al pasado reciente: arqueologías de lo contemporáneo, sobre todo hacia aquella arquitectura que maneja dichos códigos, ligados a conocimientos andinos ancestrales. Labor realizada por las historias del arte o historias de la arquitectura, aunque en esos estudios resulta evidente una fascinación por el orden formal, por tipologías y transformaciones -tanto como las clasificaciones y seriaciones de la cerámica, que desde fragmentos construyen culturas: entidades complejas reducidas a pocas expresiones materiales-, donde la arquitectura resulta contenedor: objeto formal carente de sentimientos. En el mundo andino antiguo, cada una de las entidades poseían energías cámac diferenciadas, comprendidas en los procesos de desarrollo y crecimiento. La arquitectura fue entendida como lugar vital de interacciones, de acciones humanas y no humanas, entidad con existencias cargadas de memorias, donde los «humores» personales se hallan impregnados en las superficies y ambientes, y los flujos intensos fueron percibidos como presentes a partir de secuencias reiteradas. Pensando en esos lugares compuestos de experiencias es que disciplinas como el psicoanálisis, la lingüística o la etnología «han descentrado al sujeto en relación con las leyes de su deseo, las formas de su lenguaje, las reglas de su acción, o los juegos de sus discursos míticos o fabulosos» (Foucault 1970, 21).

Las arqueologías de las memorias3 (Van Dyke y Alcock 2003a) buscan mirar, profundizar y construir historiografías -desde el pasado remoto al contemporáneo- a partir de otras dimensiones, más allá de lo puramente material (pero basándose en ellos), buscando indagar en los pensamientos y sistemas, o en las estructuras sociales que hicieron posible diferentes simbolizaciones y materializaciones. Los nuevos enfoques de la arqueología han generado lazos con disciplinas que se acercan a ontologías (andinas) donde la dimensión humana puede ser interpretada desde la comprensión de sus múltiples sistemas relacionales con las dimensiones no-humanas (Viveiros de Castro 2004), y todos los elementos poseen de manera homóloga una energía vital con cualidades particulares. Tamara Bray presenta un acercamiento arqueológico a la dimensión andina de lo sagrado (wak’a), señalando que será imprescindible sustentarse en renovadas teorías de la antropología contemporánea, sobre todo en los aspectos de «materialidad, agencia y personalidad» (Bray 2021, 26), como el sentido religioso, generando interacciones desde inquietudes, necesidades y acciones cotidianas. Así, las exploraciones sobre las memorias se sustentan en esa complejidad de sentidos ontológicos.

Se presentarán reflexiones a partir de algunos casos particulares diferencia- dos temporalmente, un análisis diacrónico de la arquitectura, buscando ciertas tensiones, relaciones, continuidades y recreaciones en las formas de construir memorias desde los espacios como productos arquitectónicos, que implican sugestivos gestos desde decisiones discursivas simbólicas y sociales, arraiga- das en las particularidades de los territorios centro andinos. Resulta sugerente el periodo Formativo Inicial (3500-1700 a. C.), por la construcción calculada de edificios simbólicos, donde el círculo y la circularidad se convierten en una espacialidad de convocación, reunión y tránsito, que podría ligarse conceptualmente al contemporáneo Ojo que Llora, un lugar de las memorias con un trazo circular-lineal-concéntrico complejo en su recorrido interno. El siglo XX resulta propicio para explorar diversos lugares de memorias sobre ciertos momentos clave: los conflictos por afianzar nacionalismos, y la terrible década de 1980, donde espacios y relaciones sociales fueron vulnerados por los horrores de la muerte, y la arqueología sería una herramienta para enfrentar dichos traumas (Van Dyke 2009, 209); y luego, importantes edificios como propuestas de reflexión arquitectónica en tanto reinterpretación de ciertos códigos del mundo andino.

La arquitectura como memoria: construcciones de las memorias en los Andes precoloniales

La memoria -ese lugar donde se congregan los pensamientos individuales y comunes, en tanto memoria social o colectiva (Halbwachs 2004a; Ricoeur 2004)- es una realidad vital para las continuidades de los grupos étnicos, que construyen y reinterpretan sus pasados con cargas de intencionalidad en la elección de códigos que permitirán lecturas posteriores, recreándose cíclicamente. Ancestralidad, ritualidad y sacralidad serán dimensiones que vinculándose con las materialidades se acercarán con énfasis en las mentalidades, entrelazamientos y relacionalidades, a las construcciones de las memorias andinas contemporáneas desde sus trayectorias complejas.

La arquitectura queda inserta de espacialidad y sensorialidad (Hamilakis 2015b) y, desde sus lógicas constructivas, implica una revelación de lo social en cuanto organización dinámica y construcción de sus identidades, ya que «la memoria es ante todo una función colectiva» (Halbwachs 2004b, 337), y el pasado contribuye a legitimar la autoridad política (Van Dyke 2019, 217). Por lo tanto, la arquitectura es memoria a través de sus diferentes procesos: nacimientos, construcciones, transformaciones, muertes y renovaciones, que implican nociones de temporalidad. Connerton (1989) señala la importancia de los procesos de acumulación de memorias. Por un lado, definidas en prácticas y acciones ligadas a la corporalidad, al hacer, al repetir, al ejecutar y construir, donde la ritualidad constituye cohesión e identidad, mientras que, por otro lado, serán inscripciones, materializaciones físicas las que visualicen y evidencien esos hechos. Así, la arquitectura es proceso y objeto, relacionándose a «prácticas de incorporación» y «prácticas de inscripción» respectivamente (Connerton 1989, 72-73), donde ambas son acumulaciones de conocimientos, tecnologías y saberes: memorias.

Las búsquedas de las memorias requieren múltiples miradas, que implica pensar desde los giros ontológico (Alberti 2016, Díaz 2020), fenomenológico y epistemológico (Vidal 2011). La arqueología es un campo interdisciplinario ligado a las diferentes esferas de la existencia, vinculado a las ciencias físicas, biológicas o geográficas, en un sistema complejo de interacciones. La neurociencia, por ejemplo, viene tratando de comprender el funcionamiento del sistema nervioso y los procesos y mecanismos cerebrales de cognición, que actúan con complejos circuitos neuronales, donde se van construyendo aprendizajes y memorias humanas.4 Desde la antropología o la arqueología se han generado cuestionamientos internos acerca de sus tradicionales objetos de estudio. Desde un giro ontológico se proponen pautas para comprender, más allá, las amplias condiciones humanas -y no-humanas, en especial desde la aparición de las posiciones teóricas basadas en el posprocesualismo-5, desde esquemas de la acción cotidiana; no solo desde los objetos materiales de cierta objetividad física, sino desde las tensiones entre sensibilidad, percepción, estados de ánimo y todo aquello que implica lo fenomenológico y la proxemia. Estudios sobre mentalidades (pensamientos, tecnologías, epistemologías), materialidades (cosas, cuerpos, fenomenologías) y relacionalidades (convivencias, subjetividades, ontologías) estarían dando consistencia a nuevas mi- radas acerca de contextos sociales y sus memorias.6

Estas preocupaciones sobre las memorias en los Andes precoloniales fue desarrollada por Peter Kaulicke, tratando de estructurar categorías sobre significados de muerte, construcciones de memorias y correlaciones con la historia y la ancestralidad: las ha llamado formas de memoria. Por un lado, diversos sistemas de expresión: quipus, quellcas, tocapus y pinturas, además, canta- res, discursos y oraciones; y, por otro, la memoria materializada, destacando arquitectura y paisaje (Kaulicke 2001, 10-21).7 Entendemos la arquitectura desde sus tres dominios:8 1) los procesos: planificación, diseño, construcción, habitación y transformación; 2) las materializaciones: transformación del territorio, organización de asentamientos y diseño de edificios; y 3) las ideas referidas en el mundo andino a su sistema de pensamiento, donde el tiempo es cíclico (cuti), así como a la naturaleza culturizada como entidad sacralizada (wak’a) y a sus sistemas de comunicación simbólicos en tanto diseño y memoria (quillca-yuyay) (Guzmán 2021a, 16; 2022, 48).

La arquitectura no es solo objeto material (edificio), sino que en esas es- calas señaladas sus comunidades construyeron y construyen paisajes: lugares simbólicos socialmente identificados, con arraigo, pertenencia y memoria. Esta debió reconocer el devenir de la condición existencial, con especial asombro numinoso frente a las características complejas de la territorialidad y la temporalidad9 que implicaron, para el primero, construcciones de sistemas de orientación, referencia y pregnancia, así como sistemas de subsistencia y crianza en lugares determinados; mientras que el segundo está ligado a genealogías, a condiciones climático ambientales, al reconocimiento de fenómenos astronómicos y a la organización de calendarios.

Fue primordial el aporte de la Misión Japonesa, hacia 1960, en los descubrimientos de los procesos constructivos de superposición y renovación de los templos en Kotosh (2400 a. C.), denominados tradición arquitectónica mito (Bonnier 2007; Izumi y Sono 1963; Onuki 1994, 81). Resalta el carácter ritual del enterramiento del edificio, aludiendo a su vitalidad y a su particular agencia, quedando sacralizado y recibiendo sobre él el nacimiento de otro edificio, produciéndose una regeneración, continuidad y transfiguración, en el sentido de reaparición simbólica de componentes e instauración de memorias a través de generaciones: se produce «la perpetuación de la memoria tanto por el entierro reiterado como por emulación de elementos arquitectónicos aun visibles después del abandono» (Kaulicke 2022, 118). Este arraigado pensamiento en la arquitectura ha sido corroborado para el Periodo Formativo Inicial (3500-1700 a. C.) en los Andes norcentrales a partir de investigaciones de las sociedades Caral (Shady 2014) y los circuitos de interacción (Guzmán 2021a, 30; Kaulicke 2019, 65-73).

En esos edificios de funciones múltiples y especializadas, de organizaciones espaciales complejas y recorridos o secuencias especiales, relativas generalmente a lo ritual, ceremonial y administrativo, se diseñaron configuraciones arquitectónicas con el uso reiterado de algunos símbolos que buscaron perpetuar las memorias sociales de manera visual y materializada, con superficies (muros-paredes) que en muchos casos sirvieron de soportes para impregnar diferentes escenificaciones (gráficas o pictóricas), o simplemente para mostrar su presencia jerarquizada. Resaltan los modelos de edificios de plataformas superpuestas (y no «pirámides») cuti, los edificios circulares (y no «plazas») muyuy, y los edificios compuestos por ambos, articulados por un eje ceque que los acopla calculadamente: el edificio de plataformas y el edificio circular en un yanantin -paridad-, dos edificios en equilibrio y complementariedad (Guzmán 2021a, 190).

El edificio de plataformas se convierte en un referente de verticalidad, de ancestralidad y de memoria resguardada en sus espacios interiores, de celebraciones rituales con relación a contenidos cosmológicos, por medio de «altares al fuego». El edificio circular alude implícitamente a la temporalidad, a nociones de circularidad y ciclicidad, y específicamente a la comprensión de movimientos y fenómenos astronómicos, al uso de ejes desde puntos visuales significativos. Es percibido como un espacio conectado telúricamente con la tierra, se hunde en un acto de fertilidad, un espacio propicio de congrega- ción y sacralidad. Un ejemplo significativo corresponde a Bandurria (Huacho, 1800-1600 a. C.), donde el edificio circular «de los sacrificios» (ver figura 1) presentó tres cuerpos mutilados, jóvenes y femeninos: dos en los extremos cardinales este y oeste, y el tercero en el centro chaupi (Chu 2011, 20). Un gesto simbólico y ritual que correspondería a la orientación de los edificios y las marcas de la «muerte» para definir los puntos extremos (vida-muerte) en los equinoccios. La ritualización en los edificios circulares debió ser parte de las construcciones de la memoria, ligadas a dichos eventos de temporalidad.

Figura 1 Bandurria (Huacho, Huaura): edificio circular «de los sacrificios» articulado al edificio con plataformas, ubicado entre los edificios con plataformas «oeste» (izquierda) y «este» (derecha). Foto: MGJ (22-09-2017). 

Memorias, indigenismos y nacionalismos en la arquitectura

La producción de edificios y espacios públicos realizados desde las primeras décadas del siglo XX evidencian gestos por decir y construir ciertas tendencias, estilos o tipologías, que buscaron consolidar identidades sociales a partir de la recuperación de otras memorias: narrativas vinculadas a la ilusión de utopías y nacionalismos, ligados a pasados ancestrales y a autonomías. Veremos ejemplos ponderando las relaciones entre construcciones de símbolos y evocación de memorias desde la percepción de continuidades y recreaciones, que estarían consolidando una «arquitectura simbólica» contemporánea. Un con- junto de elementos en el diseño arquitectónico y sus configuraciones aluden más que a cuestiones formales, a una semántica de territorialidades y temporalidades, donde se observan lógicas de ritualidades y conmemoraciones, en la articulación entre arquitectura y territorio y sus resultados como paisajes y memorias.

Uno de esos movimientos intelectuales materializado en la arquitectura fue el neoperuano, expresado desde la práctica por Piqueras Cotolí para darle sentido a una nueva arquitectura «netamente peruana»,10 como consecuencia coyuntural de miradas reflexivas desde los indigenismos -cuyo origen en realidad estaría vinculado a la pintura de Francisco Laso y su Habitante de las cordilleras del Perú (1855) (Majluf 2022)-, y también de las investigaciones de Julio C. Tello. Resulta sintomática la fecha 1919: descubrimiento de Chavín de Huántar, presencia de Manuel Piqueras Cotolí, inicio del Oncenio de Leguía y su apuesta política por lo nacional desde la Patria Nueva, exposición de José Sabogal en la Casa Brandes inaugurando el indigenismo-2 (Lauer 1997), ingreso a la Escuela de Bellas Artes de Elena Izcue, y las inauguraciones de dos museos -el Museo Arqueológico de San Marcos y el primer Museo Larco Herrera- como construcción de la memoria y reconciliación con ese mundo mágico de lo andino precolonial, olvidado sistemáticamente desde los inicios de la república.

El neoperuano generó obras arquitectónicas controvertidas y emblemáticas. La remodelación de la fachada de la Escuela Nacional de Bellas Artes (Piqueras, 1920-1924), la construcción «casa del inca» de José Sabogal (1928, parque de la Reserva), el Museo de Arqueología (hoy, Museo de la Cultura Peruana) en la avenida Alfonso Ugarte (Ricardo Malachowski, 1924), la casa Incawasi de Julio C. Tello (recientemente demolida),11 entre otras intervenciones, también públicas, como escenificaciones o monumentos (Ramón 2014), en las que predominan composiciones donde se juntan íconos tomados literalmente de aquellas culturas aborígenes: chavín, moche, tiwanaku o inca, entre otras.

Un segundo momento coincide con el ingreso de la modernidad arquitectónica al imaginario peruano, donde las propuestas racionales de los muros y sus superficies exentas de ornamentación recordaban la tectónica de los edificios precoloniales conocidos como huacas, en sus sentidos de claridad, dirección, sencillez, solidez y «honestidad» sobre sus propios materiales y procesos constructivos, como Chan Chan, Puruchuco o Huaycán de Pariachi, entre muchos otros. Resalta Enrique Seoane Ros,12 con el diseño del ex Ministerio de Educación (1956) y sus murales con texturas iconográficas que retomaron temáticas de textiles o frisos de las sociedades andinas antiguas, y el manejo de planos evocando lo ancestral. Otro arquitecto que buscó el uso de códigos como memorias andinas fue Carlos Milla Villena, resaltando el diseño y construcción de su propia vivienda (urbanización Santa Catalina, La Victoria, 1968), con su pequeña fachada de piedra «estilo» chavín y con una cabeza clava, además del tratamiento abstracto de líneas y sutiles volúmenes del segundo y tercer piso que remiten a lo wari, con la presencia vertical hacia el centro de la casa de un árbol mallqui, alrededor del cual circula literalmente el recorrido hacia las diferentes habitaciones. Se generaría luego, un tránsito de la abstracción andina (Guzmán 2015) a los minimalismos contemporáneos. En esa dirección, algunos arquitectos han profundizado la temática -pues en recientes edificios han percibido esa «riqueza» en la utilización del muro (compacto y expresivo) como lenguaje tectónico propio de lo andino-13 que busca construir y consolidar una renovada arquitectura peruana, como lugares de memorias andinas, como las propuestas y continuidades que se expresan en los museos y museos de sitio (Guzmán 2013), directamente conectados con la ancestralidad, convirtiéndose en agentes de memorialización, como todo lo que concierne al Lugar de la Memoria.

Memorias del terror-dolor y los lugares de memorias

La desaparición humana por medio de otros grupos es quizás el fenómeno más cruel y atroz que se pueda cometer y pensar, marcando profunda y psico- lógicamente a cada una de las personas y a las sociedades en conjunto. Lo más cercano y doloroso a nuestra memoria colectiva contemporánea fue realizado por Sendero Luminoso en la trágica década de 1980, donde la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en su Informe final, estimó una pérdida de vidas cercana a las 70 000 personas (Comisión de Entrega de la CVR 2004, 9; Farias 2012; Feldman 2022, 64).14 Estas dimensiones globales han marcado sentidos de urgencias posteriores y forman parte de memorias discursivas del dolor, de lo inexplicable y de lo inhumano. Se han expresado materialmente de distintas formas desde intensos requerimientos, con fórmulas de reparaciones, y en diferentes lugares del territorio peruano. Algunos puntos espacio- temporales resultan claves para comprender los hilos que buscan articular sensiblemente las construcciones de estas contemporáneas memorias, en este caso desde la idea de símbolos y persistencias (con lo ancestral): la muestra Yuyanapaq, el Ojo que Llora y el Lugar de la Memoria (LUM).

De yuyay a yuyanapaq o las memorias contemporáneas

En el mundo andino antiguo existió la concepción de los sucesos temporales (lineales o cíclicos) que se instalaban en el recuerdo, o la evocación de imágenes bajo formas de retrodecir y enunciarlos. Yuyay significa recuerdo o memoria (Santo Thomas 2006, 686-687). Fue célebre la primera muestra de memoria gráfica y sensorial constituida como acción social para restituir acuerdos con aquel pasado reciente producto del terror. El montaje en la Casa Riva Agüero (Chorrillos), inaugurada el 9 de agosto del 2003, fue Yuyanapaq. Para recordar, relato visual del conflicto armado interno en el Perú, 1980- 2000. Espacios de reconciliación a partir de texturas de muros desgarrados que aprovecharon esa naturaleza de descuido y olvido, una paradoja que incluía justamente posibilidades del recuerdo desde una espacialidad trágica y sugerente, y desde una secuencia liminar de imágenes que aparecían a través de flujos espaciales, direcciones que enfatizaban fotografías especiales para convocar experiencias de dolor, tragedia, duelo, recuerdo de cada una de las personas: arqueología de la mente o de las sensibilidades explorando huellas de pensamientos, sentimientos y experiencias capturadas en ciertas atmósferas, como reinterpretación de aquellos trágicos sucesos. Luis Longhi recreó esa memoria de la muerte desde imágenes y atmósferas «para recordar» yuyanapaq, El propio recorrido de la muestra se convirtió en una exploración sugestiva y personal, casi como un acto propiciatorio ritual.

De los edificios circulares a la espiral del Ojo que Llora

El principal gesto realizado en un especial espacio público de la capital pe- ruana, aunque desde la iniciativa privada, para conmemorar a las víctimas del conflicto armado fue la propuesta del proyecto de la Alameda de la Memoria,15 sobre un sector del Campo de Marte (Jesús María, Lima), donde se ubicaría la instalación escultórica del Ojo que Llora, de la artista holandesa Lika Mutal (1939-2016) (Degano 2019, Drinot 2007; García 2017, Moraña 2012), ejecutado en el año 2005, quien desde hacía unos años venía trabajando sobre las condiciones de la materialidad y sus posibilidades expresivas tanto como simbólicas de lo que significa la piedra misma, en ese sentido de sacralidad con el territorio.

Es un espacio de forma circular con un ingreso en su extremo, que conduce desde el perímetro, a partir de una serie de once círculos concéntricos por medio de desfases radiales en cada cierto tramo de circunferencia, al punto central chaupi, donde está colocada una singular piedra guanca de forma vertical, irregular y sinuosa, en cuya zona superior se incrusta un canto rodado, un ojo, de donde brota un flujo constante de agua, a manera de lágrimas o llanto continuo. Lika Mutal conoció muy bien los espacios sagrados en las diferentes civilizaciones -sobre todo el famoso «laberinto» de la catedral de Chartres-16 y el significado profundo de las piedras como elementos fundamentales, introduciendo la concepción del sentido ritual de los recorridos; manejo calculado del espacio por transitar, marcados por dichos senderos definidos por alineamientos de pequeños cantos rodados (donde están escritos los nombres de los fallecidos), en un diseño simbólico con aquellas formas circulares concéntricas, presentes además en el mundo andino desde el Formativo Inicial. Ese dar vueltas como repetición rítmica enfatiza el punto central chaupi, a donde se debe llegar, en esa idea de sacralización del lugar que comprende el ritmo cósmico y la presencia de los astros: configuraciones simbólicas que denotan profundo conocimiento cosmológico. Ese compromiso por recrear la memoria contemporánea alude a códigos universales donde se revela el manejo de la espacialidad, que remite directamente a la concepción de circularidad, tan significativa en el mundo andino, como por ejemplo desde el sistema de ceque y el señalamiento de direcciones (Guzmán 2016, 2021b; Zuidema 1995, 2010) y su articulación territorial a partir de lógicas de ritualidad en la construcción del paisaje social, religioso y simbólico.

La asignación de laberinto a la configuración del diseño de círculos concéntricos, en un sentido coloquial y cotidiano, presenta una idea de organización algo confusa. Más bien alude a una construcción espacial que no puede ser reconocida o leída tan fácilmente, que implicaría el sentido de pérdida, búsqueda o desorientación, un sentimiento por demás desolador de aquellas inolvidables décadas de sufrimiento. Lo que está allí es más bien un escenario dispuesto con una lógica de una organización ritual, el manejo del espacio abierto característico de lo andino, donde las trayectorias logran coherencia en el diseño calculado del ir y venir, del tiempo por transcurrir y de los cambios de sentido que señalarían diferentes etapas perceptuales de espacios direccionados, hasta llegar al centro, donde se conjugan piedra-guanca, círculo-muyuy y agua-yaku: la construcción del mito-memoria-yuyay que se regenera cíclicamente por medio del flujo vital de los líquidos.

Figura 2 El Ojo que llora. Lugar de memorialización diseñado por Lika Mutal (2005). Campo de Marte, Jesús María (Lima) Foto: MGJ (30-01-2023). 

El Lugar de la Memoria

Después de una década desde la aparición del Ojo que Llora y sus diferentes reconocimientos y controversias, así como sus acciones y activaciones rituales que han incluido también algunas protestas; paralelamente, y luego de múltiples gestiones, discusiones y compromisos de reparación social frente a las víctimas de los conflictos armados; desde los diferentes estamentos se acordó y se concretó la construcción del Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social, conocido como el LUM (Feldman 2022, Ledgard et al. 2018). Inaugurado el 17 de diciembre del 2015, sobre un escenario inusitado que le impregna condiciones y características espaciales particulares: un terreno en pendiente de complejo trabajo estructural, en un acantilado de la Costa Verde (Miraflores), como producto del concurso arquitectónico (2010) ganado por Barclay & Crousse.17 El resultado: un paisaje de la memoria, un punto de encuentro entre la tierra y el mar, entre la bajada hacia la playa con- formada por el acantilado y el océano Pacífico. Es decir, la quebrada como ruptura resulta un eje de articulación entre lo de arriba y lo de abajo, una huella que atraviesa el sistema frontal del acantilado, donde justamente aparecía un cierto vacío en la secuencia lineal del borde, en el que la arquitectura buscó completar culturalmente dicho paisaje. La arqueología deberá pensar- lo desde sus múltiples dimensiones: sociales, políticas e ideológicas, pero, además, desde los símbolos, rituales y narraciones, implícitas y explícitas. Arqueología de la arquitectura, del paisaje, de los sentipensamientos y de los objetos múltiples y los cuerpos asociados a ellos que se buscan rememorar.

Desde allí, se ha convertido en un edificio emblemático y referente, obviamente por su carga social y el deseo de institucionalizar la memoria en el sentido de reconciliaciones e integración, con búsquedas de acuerdos (no siempre saldados) sobre las narraciones de lo sucedido, con tensiones por lo difícil aún de asimilar la pérdida, el dolor y el recuerdo traumático de muertes y violaciones. El LUM es un lugar de sinergias, pero es también un organismo con una disposición, con una apariencia y con un sistema de recorridos que pretende construir espacialmente esa memoria reclamada, en la que se articulan una serie de símbolos. La disposición equivale al emplazamiento en el territorio, a la construcción de vínculos con los elementos referentes del contexto: desde arriba el maravilloso litoral y horizonte del mar que muestra una escala de la arquitectura referida al cosmos, señalada por los ejes longitudinales (ceque) del ingreso superior, de la terraza lateral o de la gradería de salida-ascenso, y desde abajo ese vértigo a través del gesto de lo vertical, enfatizado por la arista del volumen que es el extremo del edificio que se muestra retando a la gravedad, o por el sistema de escaleras laterales articuladas a la superficie del acantilado, como símbolo de integración y complementariedad. La apariencia está generada por la composición de los componentes volumétricos, por la organización espacial y por la materialidad en equilibrio entre la solidez y las transparencias, además de gestos puntuales a manera de grietas, separaciones o tensiones espaciales que enfatizan profundidades y texturas, conllevando además de las relaciones interior-exterior, a un aura de misterio sostenida en las narraciones de los sucesos interiores.

Figura 3 Lugar de la Memoria. Edificio, acantilado y mar (Barclay y Crousse, 2015). Foto: MGJ (17-03-2022). 

Los dos elementos anteriores se completan con la experiencia de los cuerpos (Fernandini y Muro 2019) y las sensibilidades (Hamilakis 2015a), y desde allí sentimientos y reflexiones, personales o grupales que suceden a partir de los recorridos. Se deberán explorar las secuencias y las formas de transitar, de aparecer-desaparecer-reaparecer, y sobre todo el carácter lo- grado de interrelaciones entre espacios exteriores, a manera de lugares de encuentro tinkuy, como la amplia terraza-explanada del lado norte (explanada de la Reconciliación), que puede ser tomada libremente. Las formas de recorrer los espacios son también una iconografía espacial, un sentido de flujos donde se jerarquizan momentos. De manera general, desde el vestíbulo de ingreso (abajo) predominan circulaciones longitudinales y laterales internamente al edificio, que se dan por rampas que ascienden y permiten esa concepción de temporalidad, y luego de atravesar los entrepisos -cargados de una museografía de complejos objetos, además de los énfasis propuestos por los ingresos de diferentes halos de luz cenitales o laterales, o ventanas que enmarcan imágenes precisas buscando construir paisajes y memorias perceptuales desde cada uno de los individuos- se emerge a la terraza- gradería exterior, donde uno se reconecta con ese mundo de arriba,18 en un último tránsito que se dirige hacia el borde del mar, donde las referencias se hacen patentes: el mar como lugar de fertilidad y como escenario de la muerte del sol, sean quizás ciertas imágenes o metáforas para evocar desde la intimidad el significado de la experiencia de aquellas memorias que desde la arquitectura se podrían instalar simbólicamente. Asimismo, quizás la empatía de los visitantes, sobre todo de aquellos ligados a las cosmovisiones andinas (que en gran mayoría son los familiares de las víctimas), podría darse a partir de las correlaciones con los mundos de las energías telúricas de abajo (la oscuridad-ucku pacha), que transitan por el mundo de aquí, del presente (kay pacha), para conectarse con el mundo de arriba, de los astros y de los dioses (hanaq pacha).

Figura 4 Lugar de la memoria. Esquina como remate del eje longitudinal. (Barclay y Crousse, 2015) Foto: MGJ (17-03-2022). 

Figura 5 Monumento a las víctimas de Tarata, Miraflores (1994, 2009). Foto: MGJ (12-12-2022). 

Otros lugares de memorias contemporáneas

Tarata es una calle con edificios de viviendas en Miraflores, transversal a la famosa avenida Larco -lugar simbólico y referente de la capital, por su concentración de instituciones económicas y la dinámica turística-. Fue el lugar escogido para producir el mayor golpe, en extremo sanguinario, que ejecutó Sendero Luminoso en Lima, en julio de 1992.19 Luego de algunos años, el 16 de julio de 1994 se instaló un lugar de memoria: la calle se transformó a uso peatonal y pequeño comercio local, y en el medio se colocó un símbolo de recuerdo, una placa-monumento de unos tres metros de altura en la que existe una simbología dual en tonos grises, demarcando dos trazos zigzagueantes de arriba hacia abajo donde se juntan, a manera de grieta que pretende reconciliarse.

Posteriormente se reinauguró (16 de julio del 2009) (Vara 2022) colocando alrededor un espacio circular, que funciona como pileta-espejo de agua. En el fondo, parece tratarse nuevamente de la articulación icónica entre la guanca (dual), el círculo como espejo y el flujo del agua vital que remite a la regeneración.

De otro lado, pensar en las manifestaciones de agentes reivindicativos, grupos activistas en derechos humanos realizadas en lugares propicios para la consolidación de memorias, que se dieron como actos conmemorativos o de reclamo, planificados y pensados sobre espacios públicos -calles, atrios o plazas-, quizás en un sentido de memorias efímeras, capturadas y registradas en imágenes sugerentes, como actos o gestos de urgente necesidad y representación, como por ejemplo «lava la bandera» (sobre el atrio de la catedral de Lima) o el «muro de la vergüenza», ejecutados hacia el año 2000,20 son una constante señal para evitar el olvido. Lo que sucede es una potenciación del espacio público y la revelación de su agencia, desde sus activaciones y recreaciones.21 Así, el «objetivo ha sido siempre el mismo: interrumpir el espacio público e intentar reconfigurarlo como un lugar de memoria sobre lo ocurrido» (Vich 2015, 273), de tal manera que se percibe la jerarquía de aquellos espacios de encuentro social que concitan presencias y atenciones.

En el reciente contexto peruano (2022-2023) es inevitable referirse a su coyuntura política inestable, que ha generado diferentes sucesos cargados de violencia, como respuesta a demandas de comunidades postradas largamente en el olvido sistemático. Han traído a la memoria social aquellas tensiones e imágenes del desgarro y del dolor exacerbadas por grupos extremistas (de ambos lados) de la década de 1980. La memoria reciente ha sido tocada. Nuevamente, lugares y espacios públicos de pertenencia social han recibido flujos intensos -a manera de procesiones rituales- de rostros, gestos, heridas y fuegos que han impregnado superficies y ambientes con humores y convicciones desde la otredad y lo subalterno. Memorias que quieren resistirse al olvido (Augé 1998, Ricoeur 2004). Lo evidente es la paradoja de los enfrentamientos que han dejado ya más de sesenta fallecidos.

La mayoría de las comunidades que se han movilizado pertenecen a sociedades con largas trayectorias temporales, como grupos de genealogías que de diversas maneras incorporan aún gestos, conocimientos, tradiciones, rituales e idiomas que constituyen una memoria viva, y que han servido en muchos casos para comprender -desde las estrategias etnográficas- el mundo andino antiguo. A través de ellos se han reconocido y reconectado los mundos, a través de sus ojos y miradas se han visto otras dimensiones y temporalidades; mantienen identidades referidas a antiguas sociedades. Eso parece olvidarse desde ciertas posturas oficiales. Las arqueologías de las memorias buscarán articular discursos y narrativas desde aquellos momentos, también coyunturales, contradictorios y ¿efímeros?, donde expresiones y representaciones públicas se convierten en gestos materiales, desde los cuerpos, sentires, gritos, desgarros y huellas expresados sobre diferentes espacialidades.

Ahora citemos algo sumamente sensible, producido en uno de los espacios de referencia del centro de la capital peruana, sobre la explanada del paseo de los Héroes Navales, entre el monumento a Miguel Grau (al sur) y la casa Rímac (al norte) como extremos longitudinales, teniendo hacia ambos lados significativos edificios, al oeste el hotel Sheraton y el Centro Cívico (cuyos terrenos antes ocupó la Penitenciaría de Lima), y al este el Palacio de Justicia. Cada edificio tiene sus historias, que adquieren mayor dimensión si se recuerda que el trazo de la vía señalada fue parte de una de las rutas del Qhapaq Ñan de la costa. Hay allí una significación social importante en la construcción de sucesos. El amplio atrio del Palacio de Justicia se convirtió fugazmente en un escenario de homenaje y recuerdo sobre las víctimas-héroes, producto de dichas protestas sociales, con las simbólicas «62 lágrimas por nuestros muer- tos» colocadas sobre las gradas, luego de un sugerente recorrido ritual, en una suerte de transfiguración: lágrimas-espectadores del espacio y los sucesos, desde una tribuna privilegiada pero cargada posiblemente de injusticia.22

En dichos casos, se trata de espacios referidos a memorias del dolor, desde sus usos recurrentes en tanto puntos críticos de ciertas cartografías mentales, adquiriendo umbrales de pregnancia social. En algunos se instalaron objetos icónicos que apuestan por materializar dichas memorias. Singular es la trans- formación del espacio que ocupó el antiguo edificio del Banco de la Nación (cruce entre la avenida Nicolás de Piérola con jirón Lampa), punto de referencia por su magnitud, estilo arquitectónico, materialidad y composición volumétrica, expresión de una época de desarrollo de la modernidad (1962-1963, diseñado por Enrique Seoane). Una explosión generó su incendio y luego su demolición y desaparición total, producto de los sucesos durante la Marcha de los Cuatro Suyos (julio del año 2000) en contra del Gobierno de Alberto Fujimori (que por tercera vez quería continuar ejerciendo el poder). En ese vacío urbano se construyó simbólicamente la plaza de la Democracia el 2006 (Hamann 2012). La memoria sobre el edificio anterior genera un extremo contraste de espacialidad volumétrica. Trazado con dos diagonales sobre el terreno, a manera de pequeña «plaza mayor», tratamiento de áreas verdes en sus cuatro sectores, y en la zona central un pequeño piso cuadrado girado con respecto al perímetro, donde se ha colocado el elemento más simbólico: un para- lelepípedo negro vertical de base cuadrada, asemejando a una piedra guanca fundacional, que sacraliza el espacio y deja constancia de su atemporalidad para señalar esa institución de la memoria. Esta columna, asentada sobre un pequeño jardín de forma circular, está compuesta por un pequeño basamento cúbico de sección algo mayor que el resto vertical, dividido perceptualmente en tres sectores, en cuya zona central se ha reafirmado el uso simbólico de los elementos iconográficos más característicos del mundo andino, la cruz andina o cruz escalonada (chakana), y el elemento circular (muyuy) concéntrico con motivos geométricos dividido en seis sectores.

Figura 6 Plaza de la democracia, 2006 (centro de Lima). Monumento o «nueva» guanca de memorialización 

Además de los ejemplos narrados, aparecen otros singulares espacios públicos, donde de alguna manera «casual» se han instalado íconos que restituyen símbolos como memorias ancestrales que perduran en el «inconsciente colectivo». Uno hace referencia a la sacralidad o al carácter religioso del edificio y el otro a lo cívico e institucional. El primero corresponde a la iglesia- parroquia católica San Juan Masías (La Victoria), con una fachada rectangular cuya composición dual alterna equilibradamente el ingreso ubicado abajo a la izquierda, con una secuencia de pequeñas ventanas rectangulares (verticales) -que recuerdan los nichos de la arquitectura inca-, colocados arriba a la derecha sobre un sólido muro. La composición se completa con una cruz de concreto muy esbelta, el símbolo católico por antonomasia, dispuesta hacia la derecha, separada del volumen. Lo más interesante en este proceso de memorialización está delante de la cruz: una significativa piedra guanca de casi tres metros de altura, asentada sobre una base cuadrada negra, dentro del centro chaupi de un círculo definido por un sardinel. La guanca tiene una serie de íconos en bajo relieve del repertorio andino precolonial, destacando la cruz cuadrada con el círculo en el centro, dividido además diametralmente en su sentido vertical. Se trata de un gesto público donde conviven religiones diferentes, resaltando procesos de sincretismo y continuidad.

El segundo se ubica frente al edificio del municipio de Ate (Carretera Central). Se diseñó longitudinalmente una «alameda» enfatizando y direccionando el eje ceque que conduce al ingreso. Opuesto al edificio se construyó un espacio público que concita a la reunión, conformado por dos elementos arquitectónicos sumamente simbólicos. Hacia el norte una pileta de agua constituida por tres círculos muyuy concéntricos ascendentes (hanaq) -cuyo eje está alineado con el del municipio, con una declinación de -23° SO, vinculado a los solsticios-, produciendo una secuencia por donde discurre el líquido conectando esos tres niveles. A su costado, al sur, se diseñó un pequeño teatro circular muyuy, con tres gradas concéntricas que se hunden en el terreno (ucku). Se explicitan así símbolos de dualidad y tripartición andina, y conceptos de yanantin y cuti, entendidos como la paridad desde un eje de simetría y la inversión del orden (o retorno), respectivamente (uno asciende y el otro desciende), señalando al mismo tiempo la complementariedad. Una memoria ancestral instalada contemporáneamente.

Figura 7 Parroquia San Juan Masías (La Victoria). Tensión y memoria entre guanca y cruz católica, incluyendo símbolos como la piedra, el cuadrado y el círculo 

Figura 8 Pileta y teatro circulares en remate de alameda frente a la municipalidad de Ate (circa, 2000). Expresión y permanencia de conceptos y símbolos andinos: dualidad, tripartición, paridad yanantin 

Reflexiones finales: repensar las memorias

Las memorias del mundo andino (precolonial y contemporáneo), desde la arquitectura, podrían expresarse simultáneamente dentro de tres conceptos o dimensiones fundamentales de las existencias sociales: paisaje llaqta, renovación cuti y símbolos quillca, que dentro de una mirada trialéctica corresponderían a finalidades, funciones y formas de la arquitectura, en su sentido de experiencia social, respectivamente. Llaqta no es solo «pueblo» como estructura física donde residieron las comunidades, sino son las relaciones simbólicas establecidas por aquellas personas con sus entidades circundantes, con sus apu o wak’a locales, en esa idea de arraigo, interacción e identificación.23 Aquello en realidad constituye la construcción simbólica del paisaje y sus memorias. Es decir, cada lugar está contextualizado espacial, temporal y socialmente. En la comprensión del sistema de interconexiones o «una red de dependencias» (Hodder 2019, 127) es que aquellos grupos pudieron haber construido sus narrativas (míticas) particulares. La memoria es selectiva, y para instalarse en los pensamientos sociales debe celebrarse por medio de acciones o activaciones de memorialización, procesos de acuerdos y ceremonias rituales que le imprimen sacralidad, tanto a los lugares de realización como a las propias acciones en momentos acordados, en el sentido de renovaciones o regeneraciones cuti. Además, lo palpable se hace necesario y se sostiene en cuerpos, de unos o de otros, en objetos o materialidades con propiedades sensoriales y simbólicas, que remiten a ideas o narraciones, recogidas en íconos y composiciones elaboradas en particulares diseños quillca, donde la arquitectura adquiere una condición estructural y semiótica.

La arquitectura propuesta desde los nacionalismos o desde las reinterpretaciones de los códigos andinos ancestrales conjuga criterios de la modernidad en el sentido de la abstracción, similar al diseño telúrico y tectónico de las antiguas «huacas». Son dos momentos importantes: las décadas de los indigenismos y la recuperación de íconos arqueológicos, y el despliegue tecnológico del uso de las posibilidades moldeables del concreto con sus singularidades, acercamientos y evocación a la materialidad de la tierra compacta (adobe y tapial), donde aparecen proyectos en los que las líneas ceque resultan especialmente enfatizadas, como ejes de organizaciones y direcciones astronómicas (aunque ello pocas veces se reactiva, resultando una deuda por saldar en el ejercicio del diseño arquitectónico), con envolventes de espacialidades que construyen atmósferas ininterrumpidas, donde sí parece existir contemporáneamente una mayor preocupación por el equilibrio con el territorio en las construcciones de paisajes.

En los casos institucionalizados como lugares de memoria, en las últimas décadas, se encuentran tensiones por construir articulaciones temporales en los sentidos de búsquedas mayoritarias de reivindicaciones y narraciones oficialistas, en ambos extremos. En el «qué se debe recordar» se percibe definitivamente una impronta política, manejos sutiles por posicionamientos de las memorias sociales, muchas veces como «trampas de la memoria» (Brodsky 2018) que desplazan eventos o situaciones tratando de construir historias objetivas. La propia historia de la concepción, conceptualización y funciona- miento del LUM es una construcción en disputa por definir posiciones en busca de «objetividades» que difícilmente lleguen a acuerdos. Ello demuestra que la construcción de la memoria tiene una carga social, pero sobre todo política, en juegos y tensiones por consolidar historias que se arraigan de diversas maneras en el tiempo.

Si la historia es el relato de los sucesos pasados, resultan aún tendenciosos los adjetivos o clasificaciones acerca de las cronologías o periodificaciones, cuando se señala por ejemplo la división que proviene del patrimonio -uno arqueológico y otro histórico-, percibiéndose una fuerte aura de dependencia y de separaciones, jerarquizando y privilegiando unos momentos de los otros (¿la arqueología no es historia?). Algo similar sucede con los procesos de patrimonialización (Asensio 2018), que no permiten acercarse e interactuar con aquellos lugares, que más bien se desconectan por medio de cercos, rejas y divisiones que conducen nuevamente a olvidos sistemáticos.

Las construcciones de las memorias y las arqueologías asociadas deberán contemplar mayores sensibilidades, quizás una reconciliación a través de los símbolos, como expresiones cargadas de sentimientos. En dichos casos, las arqueologías deberán explorar el trazo, la intencionalidad y los vínculos con el territorio para la construcción del paisaje como memoria y simbolización de la temporalidad. Asimismo, fundamental será postular explicaciones e interpretaciones también desde los otros, desde los lenguajes y sus sentidos especiales en sus expresiones y narraciones (muchas veces míticas) que son memorias vivas. Por ello, a través del texto hemos tratado de correlacionar términos y conceptos espaciales (aunque tomados de lenguas tardías como el quechua, y conscientes del riesgo que supone) que permitirían aproximaciones a esas memorias construidas ancestralmente, referidas a las dimensiones de la arquitectura. Como puntos clave, a manera de nudos quipu, entidades que han resguardado memorias en el tiempo.

Desde la perspectiva trialéctica aludida, pensamos en la complejidad de las dimensiones de las memorias por interpretar simultáneamente -espacia- les, temporales, sociales-, vinculadas a la ritualidad (encuentro en, orientación), a la historicidad (narración, ciclicidad) y a la simbolicidad (estructuras, tecnologías, saberes).

En el fondo, de nuevo la reflexión: cómo acercarnos desde las materialidades espaciales de la arquitectura a las memorias particulares de aquellas personas y a las memorias colectivas de grupos identitarios, quienes se vieron diariamente, se tocaron, conversaron y convivieron percibiendo aquellas sensaciones acerca de lo inexorable del transcurso temporal, por lo que debieron inventar y construir códigos y simbolizaciones que reafirmasen sus conocimientos, acciones y eventos, imprescindibles de resguardar, en una suerte de enterramiento ritual (de los sentires a las espacialidades), es decir, en el hacer arquitectura están también el habitar y el pensar. Proyectar es articular e imaginar símbolos y rituales como memorias sociales. La persistencia de los símbolos -piedra, agua, círculos o fuego- en los lugares públicos revisados, remotos y contemporáneos, se hacen significativos y convocan, evocan, ritualizan y sacralizan las memorias, siempre en tensión entre lo individual y lo colectivo, entre las espacialidades y las temporalidades, y los significados de la ancestralidad y la ritualidad.

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Recibido: 17 de Marzo de 2023; Aprobado: 06 de Junio de 2023

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