1. Introducción
El 2 de noviembre de 1883, Ricardo Palma fue nombrado director de la Biblioteca y Archivo Nacional, saqueados por los chilenos, por el presidente de la República, general Miguel Iglesias, y el ministro de Justicia, Culto, Instrucción y Beneficencia, Manuel Antonio Barinaga. El nombramiento se debió a sus notorios méritos literarios, pero también al secreto y decisivo respaldo que le dio Julio S. Hernández, secretario particular y persona de confianza de Iglesias y, a la vez, amigo y admirador de Palma. Este artículo enfoca la relación entre ambos hombres de letras y recrea la crítica en verso que, en 1885, Palma le hizo a Ernesto, una comedia social de Hernández, la respuesta de este último y, finalmente, «Levantiscos», una de las «cartas literarias» de don Ricardo (1898)1.
2. Julio S. Hernández (1853-1906)2
Julio Santiago Hernández Barrios, nacido en Lima, en 1853, fue poeta, periodista y político. Ingresó a San Marcos en 1870 y, en los siguientes años, se hizo conocer como poeta y narrador por sus colaboraciones en El Álbum, La Alborada, El Correo del Perú y El Nacional, entre otros diarios y revistas limeños, en los que empleó el seudónimo de Luis del Lago. Ejemplo de su poesía es el siguiente soneto, elogiado por sus contemporáneos, síntoma de su idiosincrasia romántica:
Precito ¡Ser… y no ser! Esfinge de la Ciencia, de la Razón tortura, eterno arcano: abismo abierto en el cerebro humano, en cuyo fondo ruge la Demencia… ¡Nacer… para morir! De la existencia en que solo el dolor no es sueño vano, guarda, mudo, la clave, el Gran Tirano que nos impuso el alma y la conciencia. Da su aroma la flor, su trino el ave, el astro rueda en su órbita medida sin el terror de su futura suerte; y solo llora el hombre, porque sabe que inconsciente trajéronle a la vida y consciente le llevan a la muerte. (Amézaga, 1906)
Hernández realizó actividad periodística y administrativa al servicio del Estado en Piura e Ica (1873-1878) y fue diputado por la provincia de Piura (1875). Durante la guerra con Chile, desempeñó comisiones importantes, con el grado de coronel, en el sur del país y en La Libertad (1879-1880). De regreso a Lima, fue director y redactor del Boletín militar. Publicación oficial, cuyo primer y quizá único número se publicó el 3 de enero de 1881, solo diez días antes de la batalla de San Juan. Más tarde, desarrolló intensa actividad periodística y política en Cajamarca y Trujillo (1881-1883): secretario de la jefatura política y militar de los departamentos del norte, oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores, secretario general y privado del general Iglesias, diputado por Piura en la Asamblea de Cajamarca, etc.
Los sucesivos desastres de la guerra suscitaron en él un objetivo pragmático y realista: firmar cuanto antes la paz para acabar la pesadilla. Frente a la derrota y a la situación del Perú ocupado por Chile, se manifestó con descarnada crudeza, señalando la imposibilidad de expulsar al enemigo por la vía militar. Elocuentemente y con plena convicción, negó toda posibilidad a las distintas fórmulas no territoriales de finalizar la guerra. Su habilidad comunicadora le permitió practicar un periodismo de opinión directo y convincente en los órganos que frecuentó, especialmente desde La Reacción, que fundó en Cajamarca a inicios de 1882, donde hizo tenaz campaña en favor de la paz y la regeneración. Su decidido verbo debió de influir en Iglesias, quien, desde abril y, más aún, agosto de 1882 («Manifiesto de Montán»), expresó públicamente su opinión pacifista. López Martínez sostiene que Hernández redactó el documento (López Martínez, 1989a, p. 147), lectura que tiene sustento pues Iglesias carecía de práctica letrada. Al cabo de unos meses, Iglesias logró formar un gobierno reconocido en el norte peruano y, más tarde, en el resto del país, aunque nunca dejó de existir y expresarse el partido encarnado en el general Andrés A. Cáceres, contrario a todo acuerdo de paz con Chile que mutilara el territorio nacional. Hernández planteaba la regeneración del país para superar la derrota, propuesta ideológica representada por Iglesias, de quien se convirtió en un cercano colaborador, consejero y, finalmente, su secretario general y privado, redactando sus proclamas y mereciendo que ese caudillo expresara (marzo de 1883) «cuanto diga y haga en mi nombre… será aceptado como dicho y hecho personalmente por mí, como jefe del Estado» (López Martínez, 1989a, p. 149). Con solo treinta años, Hernández formó parte del grupo íntimo iglesista y fue quizá su mejor exponente, siendo hondamente contrario al civilismo3.
Enviado por Iglesias para colaborar en las negociaciones de paz a cargo de José Antonio de Lavalle y Mariano Castro Zaldívar, Hernández estuvo en Lima, con comunicaciones para ambos, entre abril y junio de 1883 (Vargas Ugarte, 1971, vol. 10, pp. 377-378; Miró Quesada S., 1981-1982, p. 28). Iglesias lo presentó como su exsecretario general y su amigo. A Lavalle le causó una buena impresión: «Me ha dado un gran placer en hacerme conocer a Hernández. Es un joven de notabilísimo talento y de muy buenas ideas y recto juicio. Nos hemos entendido perfectamente en las largas conversaciones que hemos tenido» (ibid., p. 21). Hernández, que también se entrevistó con el jefe chileno Lynch, manifestó con énfasis su objetivo pacifista creyendo factible la pronta suscripción de un tratado. La decidida actitud que demostró pudo haber apurado, en mayo, el convenio preliminar ajustado con Chile, antecedente esencial del Tratado de Ancón4.
Acordado el Tratado de Ancón e instalado Iglesias en Lima, Hernández continuó como su secretario general, siendo también oficial mayor de Relaciones Exteriores (1883) y diputado por las provincias de Piura, Chincha y La Unión en la Asamblea Constituyente, de la cual fue su segundo vicepresidente (1884). Sabedor del importante papel del periodismo oficial, hizo renacer La Reacción, en Lima, desde el 2 de enero de 1884, mereciendo un premio por su editorial patriótico -«de alientos apocalípticos» (Amézaga)- del 15 de enero de 1884, presente por mucho tiempo en la memoria colectiva, con motivo de los aniversarios de las batallas de San Juan y Miraflores, que empezaba así: «¡Y no poder arrancarnos la memoria!». En agosto del mismo año, apareció bajo su dirección el diario El País, órgano del pierolista Partido Demócrata, y, en octubre, fundó El Oasis. Semanario de literatura y recreo, destinado al público femenino, en el que colaboraron dos generaciones de escritores peruanos: la romántica, con Palma, Numa Pompilio Llona, Juan Francisco Ezeta, Luis Enrique Márquez, Federico Flores Galindo y Domingo de Vivero, entre otros; y la realista, con Carlos Germán y Jorge Miguel Amézaga, Abelardo Gamarra, Germán Leguía y Martínez, Manuel Moncloa y Covarrubias, etc. (Tauro, 2001, vol. 6, p. 906). En 1885, escribió Ernesto, una comedia de crítica social que dio pie a un amical juicio de Ricardo Palma, materia central de este artículo.
Nombrado por Iglesias enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Argentina y Uruguay (1885), Hernández integró el juvenil y contestatario Círculo Literario (1886), saliendo desterrado al Ecuador (1887), de donde se trasladó a Chile (1888). En 1896, asumió por segunda vez la dirección del resucitado El País, órgano pierolista. Más tarde, fue senador por Huancavelica (1900-1905) y, en 1905-1906, dirigió el apreciado quincenario Prisma, la mejor revista en el aspecto gráfico.
Muy enfermo, viajó a París, donde fue operado sin éxito y murió en 1906. La mala noticia ocasionó en Lima expresiones como las siguientes: «… periodista agudo y batallador, correcto en la forma y apasionado, casi siempre, en el fondo» (Actualidades); «…brilló con la luz propia de su voluntad y de su talento» y «su pluma era tajante como una espada. Hería las cuestiones de un solo golpe; iba hasta el fondo de ellas y no se perdía jamás en inútil palabrería» (Amézaga, 1906, p. 2). Su recuerdo pervivió muchos años: fue «político, periodista y sabio en verbales orfebrerías, y que dio a nuestra prensa sentido hidalgo de gramática y sindéresis» (More, 1916, p. 38).
3. Palma, Hernández y la dirección de la Biblioteca Nacional
La función de los “validos” variaba según la idiosincrasia de los caudillos; por lo general les correspondía redactar, aconsejar, legislar. Redactaban las proclamas, los oficios, los decretos, los mensajes. Aconsejaban los cuartelazos, los apresamientos, las posturas políticas. Legislaban en el Congreso… Al lado del general o coronel que ostentaba ese último entorchado que para ellos era la banda presidencial, estaban los hombres de frac o sotana... (Basadre, 1931, p. 50)
Palma, secretario particular de Balta (1868-1872), encaja en el perfil que Basadre traza de los validos peruanos, mientras Hernández lo hace en relación con Iglesias. A más de la simpatía personal, del aprecio intelectual y de semejantes ideas políticas, a Palma y Hernández los igualó el ejercicio del poder por comisión y a la sombra de un caudillo. Por cierto, pudieron variar las formas y tratamientos, pero lo que siempre se dio fue la superlativa confianza del caudillo en su valido, hombre múltiple encargado de las tareas y comisiones más reservadas. En España, los monarcas también delegaron en sus validos funciones esenciales.
Palma era un antiguo simpatizante y amigo de Piérola, pero cuando este dejó el país y puso entre paréntesis el liderazgo que aún ejercía, decidió dar su respaldo a Iglesias, único caudillo que proponía llegar a un acuerdo de paz con Chile, verdad que al doloroso precio de la cesión territorial, a diferencia del almirante Lizardo Montero, a quien Chile vetaba por rechazar esa exigencia. En Lima, en abril o mayo de 1883, Palma debió de tratar a Hernández y manifestarle su apoyo a Iglesias, si aún no lo había hecho. Lo cierto es que colaboró en la formación y el establecimiento del gobierno de Iglesias mediante el recurso que mejor conocía y manejaba: la pluma. En forma anónima o bajo seudónimo, Palma debió de escribir a favor de la paz con Chile y, sobre todo, del partido que acaudillaba Iglesias. La prensa limeña, conforme avanzó 1883, se diversificó con nuevas hojas representativas de diversos grupos políticos y sociales peruanos, a pesar de que las normas dictadas por los ocupantes no les permitían expresarse con libertad.
Palma conocía a Hernández desde la década anterior y, seguramente, le profesaba verdadero aprecio personal y literario. Cuando Iglesias lo nombró secretario general, en una de sus cartas al director de El Canal (Panamá) lo llamó «joven bastante hábil e ilustrado» (octubre de 1882). Opuesto visceralmente a García Calderón, Montero y sus seguidores, Palma aplaudió la salida de La Reacción, periódico iglesista de Cajamarca dirigido por Hernández, que también los cuestionaba (Palma, 1984, p. 227). Así, a Palma y a Hernández también los unieron la búsqueda pragmática y resignada de la paz con Chile, incluso al doloroso precio de la pérdida territorial, y el orgánico anticivilismo.
Ser un notorio intelectual partidario de la paz representada por Iglesias le permitió a Palma pedirle a Hernández su personal apoyo para lograr un sueño ha tiempo acunado: el nombramiento de director de la Biblioteca Nacional. En efecto, Palma le habló a Hernández de su pretensión bibliotecaria y el 29 de octubre de 1883 le dirigió una carta: «Si hay en el gobierno decidida voluntad para crear Biblioteca Nacional, no olvide Ud. que tengo la pretensión de ser nombrado director de la Biblioteca y Archivo Nacional», solicitándole que lo presentara a Iglesias «pues, aunque somos viejos amigos, acaso tenga olvidada mi estampa», lo que debía ocurrir en la casa del presidente y no en el Palacio de Gobierno. Al día siguiente, Palma volvió a la carga para decirle a su «excelente amigo» Hernández que el ministro de Justicia, Culto, etc., Manuel Antonio Barinaga, ya tenía en sus manos los proyectos de decretos sobre la materia, que él mismo había redactado, rogándole «la tarea de ajitarlo [sic], digo, si no es ello abusar del afecto con que Ud. me honra. Si el proverbio italiano dice qui vá piano vá lontano, el refrán español reza quien da pronto da dos veces. Y no digo más, que buen entendedor es Ud.» (López Martínez, 1989b, pp. 165 y 166). Palma no estuvo corto en el autobombo, mas sí en la proyección, pues la Biblioteca reabrió con cerca de 28,000 volúmenes, más de la mitad de los que había perdido:
Sin falsa modestia, creo que solo yo puedo reorganizar una biblioteca, se entiende si el Gobierno no me desampara en la tarea y me concede el personal de empleados que propongo. Mis relaciones literarias en España y en las repúblicas americanas me colocan en condición ventajosa para conseguir siquiera tres mil volúmenes obsequiados al establecimiento por los principales literatos del estrangero [sic]. Y con poco que gaste el gobierno, me prometo que para el 28 de julio [de 1884] podremos reabrir con solemnidad la Biblioteca ostentando siquiera la quinta parte de los libros que antes tuvo. (Ibid., p. 166)
Nombrado en el puesto que con secretísimo empeño solicitó, Palma quedó sumamente obligado a Hernández. Por ese y quizá otros favores, le agradeció dedicándole la tradición «Entre libertador y dictador» («A Julio S. Hernández»), incluida en la sexta serie de la edición Prince de sus afamados relatos (Palma, 1883 [1884], vol. 6, pp. 53-55).
Palma fue uno de los colaboradores principales de La Reacción desde sus primeros números (enero de 1884), pero prefirió guardar el anonimato; también le envió artículos político-literarios (Palma, 1964, p. 86). Hernández le agradeció asegurándole que era «su mejor y más digno contribuyente», por lo que La Reacción se prometía «bueno y mucho del conocido escritor y mi muy querido amigo» (Hernández, 1884a). Meses después (octubre de 1884), Hernández publicó el primer número de la revista literaria femenina El Oasis, que desde que la concibió puso «bajo su protección. No podría hacer un ‘debut’ medianamente ‘decente’ sin algunas líneas de U.» (Hernández, 1884b); la salida del impreso, que sin duda le hizo recordar los tiempos felices de la preguerra, entusiasmó a Palma: «Cuente U. con que ya que no siempre pueda darle fruta de mi pobre huerta, que otras ocupaciones no me dejan vagar para aprender la bella literatura, por lo menos le enviaré semanalmente algún material gracioso de poetas del extranjero, amigos míos» (Palma, 1964, p. 86). En efecto, Palma le brindó materiales literarios propios: la poesía «Ídolo de piedra», que salió en el primer número, y tradiciones como «Entre libertador y dictador», «El tío Monolito» y «La victoria de las camaroneras» (Ponce Palacios, 2015, p. 45), así como poesías del cubano José Joaquín Palma y artículos del español Pedro Antonio de Alarcón, su amigo (Palma, 1964, p. 86). Palma se asoció al homenaje póstumo que, en El Oasis y junto a intelectuales gobiernistas como Andrés A. Aramburú, Juan de Arona, Manuel A. San Juan y Celso N. Zuleta, recibió el general Lorenzo Iglesias, hermano del gobernante, muerto inesperadamente en campaña (López Martínez, 1989c, p. 215). La confianza y trato amical entre ambos escaló hasta brindarse servicios mutuos, como cuando Hernández le pidió favorecer a un tal Ignacio Valdez, expresándole con toda llaneza coloquial a renglón seguido: «Más claro no canta un gallo» (Hernández, 1884c).
4. Ernesto. Cuadro social, comedia de Hernández, y la crítica de Palma
En la posguerra, a pesar de la inestable actividad teatral, se produjo un florecimiento de la creación escénica y no pocos estrenos de obras nacionales (Velásquez Montenegro, 2008 [2009], p. 619; Rengifo Carpio, 2015, pp. 162-164). Surgieron algunos autores nuevos, pero no ingenios excepcionales, sobre todo de comedias y zarzuelas, que se sumaron a los ya iniciados (Basadre, 2005, vol. 10, pp. 299-300), y se escribieron y representaron muchas más comedias que dramas. Las comedias reflejaron una ruptura respecto de las prebélicas -una incipiente crítica social- y se volvieron tragicomedias (Rengifo Carpio, 2015, pp. 166, 180). En general, representaron una sociedad en crisis y a su clase media arruinada, como en Ña Codeo (estrenada en 1887), de Abelardo Gamarra, en la cual una madre busca el matrimonio de su hija como un negocio para evitar la pobreza, y en La caja fiscal tal cual será en 1986 (1886), de Acisclo Villarán, que pinta la estrechez de los sectores medios encarnados en las viudas de los militares (Rengifo Carpio, 2015, pp. 168, 169; Vallejo Sameshima, 2021, p. 154; Basadre, 2005, vol. 10, p. 299). Con su preferencia por las comedias y zarzuelas, el público de Lima parece haber querido olvidar o evadir la dureza del momento que vivía.
En 1885, cuando Lima sufría una prolongada convalecencia posbélica marcada por el luto, la pobreza, el desempleo y la incertidumbre política5, Hernández escribió Ernesto. A fines de ese año, el régimen de Iglesias colapsó tras ser derrotado por las fuerzas de Cáceres6.
4.1 Argumento
El único acto transcurre en una sala lujosamente amueblada de la casa de D. Roque, cuyo cumpleaños se celebra con una soirée (velada). En toda la obra y de acuerdo a los parlamentos, se escucha música de piano y se alcanza a ver a damas y caballeros danzantes en la contigua sala de baile. Ernesto, un joven abogado sin caudal, le declara su amor a Fidelia, hija de D. Roque, quien lo rechaza porque es pobre y ha sido comprometida, por su padre, con el rico y viejo D. Casimiro. Ernesto se lamenta:
¡Mujeres! ¿Por qué fingir? ¿Por qué siempre habéis de ser ligeras en prometer lo que no podéis cumplir? (Hernández, 1885b, p. 15)
Fidelia lo ama, pero no tiene reparos en confesar su interés por la fortuna de D. Casimiro:
y el paso que doy lo fundo en exigencias del mundo. (Ibid., p. 16) Suponga usted, por mi mal, que acepte sus pretensiones; ¿quién abrirá sus salones a mis trajes de percal? ¿Cómo pasar día y noche siempre humilde y siempre viendo a tantas, que irán luciendo sedas, diamantes y coche? Si a nodrizas mis prolijos padres quisieron confiarme, ¿cómo podré acostumbrarme a amamantar a mis hijos? ¿Cómo podré renunciar a mis hábitos… decentes rebajándome hasta gentes que me hablan… de trabajar7? El que con ruin artificio me pretenda alucinar, ese, no me puede amar ¡y quiere mi sacrificio! (Ibid., p. 17)
Ernesto lamenta que haya desaparecido el sincero sentimiento amoroso:
El Siglo todo lo trunca, y es la cosa más corriente, puesto que nada se siente, mentir amor más que nunca. Ese amor tan noble y fuerte que llenaba la existencia, cuando enfermaba la ausencia y el olvido daba muerte, hoy es un cuento de abuelas, un mito, una extravagancia, que solo se hace sustancia en dramones y novelas. (Ibid., p. 19)
Augusto, idealista amigo de Ernesto, y que también ama a Fidelia, se entera de que se va a casar con D. Casimiro -«viejo bruto, tonto y feo, / ex agiotista, ex vampiro, / ex sátiro, ex camaleón; / ¡pero muy rico!, ¡¡muy rico!!» (ibid., p. 27)-. La misma Fidelia le confirma la noticia y, con desembozado cinismo, reconoce que lo ama:
Augusto mío, consiento en tan ventajosa unión mirando a mi bienestar, pero tú debes contar siempre con mi corazón. Ni debe inspirarte horror que me enlace a un viejo vano, a él solo le doy mi mano, a ti te guardo mi amor. (Ibid., p. 33)
La parte cómica la pone Maclovia, madura hermana de D. Roque, que pretende a Ernesto, el cual, obviamente, la rechaza; desairada, Maclovia tiene que aceptar los requerimientos amorosos de Gramal, el joven, interesado y necio secretario de D. Casimiro. Gramal es el encargado de proyectar la boda:
¡Una fiesta soberana! Recepción a la francesa, concierto y baile a la inglesa y ambigú a la americana: Flores en el corredor, guirnaldas en la antesala, ramilletes en la sala, bouquets en el comedor. A las ocho, bendiciones, dúos de ópera y pastillas; en seguida las cuadrillas, potpourrís y rigodones. En seguida… una mazurca, el jerez, los confitados, los azahares, los helados y los ponches a la turca. La cena viene al final, y en seguida, los dichosos enamorados esposos ¡a la cámara nupcial! (Ibid., p. 35) Al final de la obra, los invitados celebran los dos compromisos y Ernesto, con ironía, felicita a las dos parejas. Todos se retiran, salvo Augusto y Ernesto, este exclama: ¡Sodoma! ¡Sodoma! ¿Cuándo desatas tu ira, Dios mío? ¡Pero esos infames llevan en el pecado el castigo! (Ibid., p. 47)
Y le dice a Augusto:
¡Aquí adoran la malicia, la farsa y el egoísmo, al orgullo, al sensualismo al lujo y a la codicia! ¡Oro, oro! ¡Placeres vanos y en farsa eterna vivir! ¡Qué seductor porvenir el que espera a los humanos! (Ibid., p. 41) Fe, lealtad, abnegación, hallarás, y hogar honrado, donde aún no haya penetrado la moderna corrupción. Donde aún se llora y se reza, donde aún se espera y se cree, donde por lujo, se ve la honradez de la pobreza. (Ibid., p. 42) La peste materialista domina en estos salones, huyamos a otras regiones, donde el sentimiento exista. Nunca la virtud asoma donde el sensualismo impera, y esta bacanal supera a Síbaris, Capua y Roma. (Ibid., pp. 42-43)
4.2. Valoración
La obra contiene algunos pasajes de comicidad suscitados por los personajes Maclovia y Gramal, los cuales no ocultan que su objetivo es denunciar un problema que Hernández consideraba social, de ahí el subtítulo «cuadro social»: los condicionantes cálculos materiales de algunas limeñas jóvenes al tener que elegir o aceptar esposo. Los diálogos son sugerentes e intencionados, la versificación es correcta y acertada. Los personajes pertenecen a los niveles alto y medio alto de la élite criolla, aunque no todos cuentan con fortuna. No se traslucen los problemas económicos generados por la guerra, intencionalmente preteridos. Por cierto, la obra refleja el corriente pensamiento masculino de la época respecto del papel de la mujer en la sociedad8.
Hernández personifica a las mujeres que se casan por interés en la figura de Fidelia, quien no solo se propone hacerlo, sino lo justifica sin vergüenza en términos mercantiles. El descaro es motivo de escándalo. Su padre, D. Roque, le busca un partido rico, D. Casimiro, hombre viejo de oscuros antecedentes. Ernesto y Augusto lamentan su decisión y aquel reflexiona sobre el cambio que está experimentando la sociedad. El materialismo y el interés, así como la ausencia del tradicional amor sincero, son expresamente condenados.
La obra de Hernández posiblemente advierte que el matrimonio tradicional entre las familias limeñas golpeadas por la pobreza pasaba por un periodo de pérdida de valores y desacato de las reglas morales de antaño. El matrimonio por interés de la novia no era nada nuevo, pero la multiplicación de sus ejemplos, en un contexto de pobreza, seguramente lo hizo visible y, por ello, escandaloso. Fidelia sería el producto extremo del materialismo abrazado por las mujeres, motivación subalterna que afectaba los fundamentos de la alianza conyugal según la moral cristiana. Casar a las hijas constituía un problema grave para los padres dada la escasez de buenos pretendientes, vale decir de los que tenían medios económicos, situación que afectaba más a los sectores menos acomodados. La viuda de un militar caído en la guerra le expresó a un cronista de El Comercio, en marzo de 1885, que la pobreza no les permitía a sus tres hijas casaderas tener zapatos y mantas presentables para salir a la calle, pues
lo que más pena me da, nos decía la atribulada señora, es que mis hijas no pueden asistir los sábados a Santo Domingo a rezarle a San Jacinto, que es el único que, Dios mediante, puede sacarnos de miserias: proporcionando a mis niñas un novio apropiado a las circunstancias... Como veinte veces han principiado mis pobres niñas a rezar los rosarios de 15 misterios, que, sin interrupción, y solita cada una le decía a la Virgen del Rosario por 15 sábados consecutivos, para conseguir lo que más falta hace… en mi casa [que] son esposos para mis aniquiladas hijas. (Pacheco Ibarra, 2011)
Los estudios censales confirman la información periodística pues, «después de la Guerra del Pacífico, la endogamia de la clase alta [de Lima] habría tenido un cierto descenso, dada la baja del número de varones», número que en los primeros años del siglo xx no superó los dos tercios del de mujeres; consecuencia del fuerte desbalance fue que muchas mujeres blancas eligieran pareja entre hombres de «menor jerarquía» (Del Águila, 2019, pp. 285-286).
Hernández volvió sobre el tema en el relato «Fulano, Don Fulano y el Señor Don Fulano», que presenta las tres etapas de una relación interesada en la sociedad limeña de su tiempo: al principio, una viuda rica y su hija hermosa desprecian a un pretendiente; después, lo aceptan y, finalmente, lo atraen cuando mejora su hacienda (Hernández, 1887a).
En 1888, se publicó Blanca Sol, «novela social» de Mercedes Cabello de Carbonera, cuya protagonista, mujer amoral de la élite limeña, deja a su joven pero pobre pretendiente por un hombre viejo, muy rico y feo (Pinto Vargas, 2003, p. 539). Es probable que doña Mercedes leyera Ernesto y que la figura de Fidelia le inspirara la aún más censurable de Blanca Sol. El matrimonio por conveniencia, arreglado, no por amor, fue condenado por la literatura femenina desde las últimas décadas del siglo xix (Mannarelli, 1999, pp. 211-212). Desde el frente masculino, Hernández también denunció esa desviación.
4.3. La crítica de Palma y la respuesta de Hernández
Hernández, en mérito al aprecio y admiración que le profesaba a Palma, quien vivía un periodo de general reconocimiento por la exitosa reconstrucción de la Biblioteca Nacional, le pidió una valoración de Ernesto. Como Palma demoraba su dictamen invocando achaques y dolamas, Hernández le envió las pruebas de imprenta para que las revisara y emitiera el solicitado juicio crítico,
entre magistral e indulgente, sobre el cuadro social, que tiene ya de talón a cuello… y que solo espera un tironcillo de padrino para salir completamente a luz… Estoy confundido, desesperado y hasta decidido a hacer una novena al patrono de los literatos (por si lo tienen en el Cielo) por la salud de U. ¡Procure U. que me oiga benévolo! (Hernández, 1885a)
Es claro que Hernández esperaba un análisis consagratorio fundado en la gratitud que le tenía el tradicionista y porque este había escrito «Ídolo de piedra», poesía que también condenaba a la mujer casadera materialista (Palma, 1884). En efecto, en «Ídolo de piedra» Palma exaltó la belleza de una dama (cabellos, dientes, boca, ojos, etc., etc.),
… que parece toda luz, poesía, hada gentil que crea la fantasía,
pero no pasó por alto su codicia ni su conducta reprochable:
tiene por los diamantes culto infinito, y es coqueta de encargo, falsaria y loca, y por alma, en el pecho, trae un monolito de dura roca. (Palma, 1887)
Don Ricardo atendió el pedido, aunque no en el sentido esperado por su amigo, con una poesía ligera y graciosa que tituló «Crítica» (Palma, 1885b), que lo era de verdad, dirigida al solicitante (anexo 1):
Julio: ayer por la noche, de seis a siete, con mi Cristina, Pepa, Laura y Teresa, leímos tu cuadrito, social juguete, así, como quien dice, de sobremesa; (Palma, 1885b, p. 183)
Aprobó la forma -«intachable»- pero no halló justo el fondo, el cual consideró contradictorio, así como absurdos dos caracteres, los de Fidelia y Ernesto. El tipo de Fidelia le pareció excepcional:
¡Si se me ha atragantado la señorita, cual si fuera aceituna con su pepita! El tipo es avis rara: sin más razones, Julio, generalizas las excepciones; (Ibid., p. 183),
sirviéndole la ocasión para defender a la mujer joven:
No son así las niñas americanas; antes que interesadas son casquivanas; a un capricho bien pueden dar su decoro, mas nunca culto rinden a un cerro de oro. Quede eso a las princesas del puff alzado, pero no a las muchachas de hogar honrado. (Ibid., pp. 183-184) Palma, que tantas veces les prodigara piropos a sus paisanas, no dejó pasar la oportunidad sin exaltarlas: Nuestra mujer limeña, por excelencia, es abnegada, y huye de la bambolla; no cambia su cariño por la opulencia, y, con amor, prefiere pan y cebolla. (Ibid., p. 184)
Es más, Palma consideró falso el concepto que Hernández tenía de las mujeres, declarándose su firme defensor: «…me atrevo a romper lanzas en su defensa» (ibid., p. 184). El otro tipo cuestionado fue el de Ernesto:
Tu Ernesto es un enfermo de pesimismo, con algunos ribetes de orientalismo, que se ha forjado un mundo, mundo-quimera, que no es el que Dios quiso que mundo fuera. (Ibid., p. 184)
Seguro de la justificación de su obra, Hernández, que había tratado el tema con su interlocutor9, compuso de inmediato una extensa, sólida y polémica «Respuesta. A Ricardo Palma» (anexo 2), a su «galana carta-palmeta», «filípica… salada, sabrosa, típica»-, donde afirmó:
El cuadro que he trazado, no representa la sociedad limeña, ni sus mujeres, que son nobles y honradas; y en buena cuenta, acordes nos hallamos en pareceres sobre que la limeña de buen manejo es como el pan, la leche y el vino añejo. […] (Hernández, 1885c, p. iv) Yo he tomado mi tipo de ese elemento descreído y helado, de oro sediento, (así, cual “tus princesas del puff alzado”) que ama… el diamante, el coche, la temporada… la modista, el espejo, la trasnochada… y desdeña a “la niña de hogar honrado” porque la ve cosiendo, tarde y mañana para que no padezca la madre anciana, y porque canta, o reza soñando amores, y coronas de azahares y blanco velo, y cuida al hermanito, cultiva flores, y pasa por la tierra ¡mirando al cielo! (Ibid., pp. iv-v)
Sin embargo, pensaba que había muchas Fidelias
en ese circulito de envanecidos que echan pujos risibles de aristocracia ¡por unos milloncejos mal adquiridos! ¡huérfanas infelices de sentimiento! a quien el torpe padre da por lecciones que arreglando con Oro su casamiento, lugar se dan más tarde… ¡las ilusiones! (Ibid., p. v),
las cuales se ganaban su mala opinión, al igual que sus círculos sociales:
Así como Fidelia son todas ellas, con excepciones raras, entre esa gente viciosa, improvisada, ruin, insolente […] Mira bien que mi cuadro se desarrolla entre marcados tipos de vulgar gente cubierta de oropeles y de bambolla, donde todo se finge, ¡nada se siente! (Ibid., p. vi)
No aceptó que el tipo de Ernesto fuera contradictorio, menos aún pesimista:
Estoy por admirarme de tu cinismo, ¡Maestro, mi Maestro!, cuando aseguras que Ernesto es un enfermo de pesimismo, y hace y dice en la escena ¡solo locuras! Confiesa que mi tipo no es ilusorio ni absurdo, mucho menos contradictorio. Original, concedo; noble y valiente, de forma caprichosa, fondo excelente. (Ibid., p. viii)
Hernández atribuyó las opiniones de Palma a que viviera retirado de la «guerra mundana», vale decir a su alejamiento de la realidad:
Tu mundo son los libros que clasificas, tu cielo los cariños de tus tres chicas; y mientras vas viviendo, libre de penas, afirmas que las hembras todas son buenas. (Ibid., p. ix)
La extensa «Respuesta» concluyó en términos amables y agradecidos, pero don Ricardo no pudo recibirla con complacencia porque había cuestionado con firmeza y argumentos su simpática pero severa crítica. Hernández se rebeló contra su querido maestro dando una señal del cambio generacional que atravesaban las élites letradas peruanas. Tres años después, Palma sufrió un verdadero alud de objeciones de parte de González Prada y sus seguidores.
Ni la admiración de Hernández a Palma, ni la gratitud de este a aquel, ni el comulgar ambos con el iglesismo y el pierolismo pudieron evitar la divergencia de opiniones. Palma criticó la comedia Ernesto porque iba en contra de la imagen de la mujer limeña que él mismo había ayudado a construir, coqueta pero no interesada ni calculadora, como en innúmeros versos y relatos la había presentado. Fidelia no encajaba en el paradigma que había edificado, como tampoco Ernesto. Muchos factores debieron de influir en su disconforme punto de vista, entre ellos una lectura social aferrada a la mentalidad tradicional sobre las relaciones de género, mientras Hernández, miembro de una generación ganada por el realismo, expresó la desromantización del momento, acelerada por el paso del tiempo y la situación del país, así como su profundo desacuerdo con cierto sector de la élite económica, enriquecido a costa de especulaciones y negociados, sector al cual pertenecía Fidelia. Hernández reflejó el debilitamiento del paradigma femenino en el trance de la elección matrimonial, mientras Palma, posiblemente, no alcanzó a advertirlo. Por lo demás, en Ernesto surgieron otros motivos de alarma para los espíritus conservadores.
Palma y Hernández, limeños de distintos orígenes y generaciones separadas por veinte años de diferencia, eran intelectuales marcados por experiencias vitales diferentes, veían los cambios de conducta y mentalidad con otros ojos y desde opuestas atalayas. La vida no siempre les había sonreído porque ambos, al cumplir los veintisiete años, habían experimentado episodios muy graves: Palma conoció el exilio en Chile y Hernández sintió en carne viva las derrotas de San Juan y Miraflores. Dos años después del fin de la pesadilla, en 1885, Palma recibía reconocimientos y admiración, en tanto Hernández no podía vivir tranquilo debido al convulsionado estado político del país ante el progreso de la rebelión cacerista, que ponía en peligro la supervivencia del régimen de Iglesias, el caudillo que había reconocido su talento y prestado poder y protección. El distinto signo del personal momento que enfrentaban quizá influyó en su opuesta visión de la realidad.
Hernández hizo publicar su comedita en «edición reservada»10 y le dedicó un ejemplar a Palma:
A mi muy querido amigo y maestro Ricardo Palma. J. S. Hernández [firmado] Magdalena [?], febrero 20 /886. (Hernández, 1885b)11,
señal de que el desacuerdo no quebró sus buenas relaciones.
Palma no recogió en libro, como solía hacerlo con prosa y verso salidos de su pluma, su crítica a Ernesto, quizá porque no quiso reproducir también la convincente «Respuesta» de Hernández, omisión que finalmente condujo a su olvido. Sin embargo, ambos escritos se publicaron en la prensa limeña, quedando Ernesto en la memoria de teatreros como Moncloa y Covarrubias, que la registró como «preciosa comedita en un acto, que le valió un sabroso juicio crítico en verso» de Palma (1938 [1901], p. 276)12. La crítica de Palma y la respuesta de Hernández también se publicaron en la Revista de Artes y Letras, de Santiago de Chile, con dos mejoras introducidas en la poesía de Palma, lo que sugiere que fue este quien las hizo reproducir; se recoge esa versión en el anexo 1.
5. Una amistad entre dos siglos
En los siguientes años, Palma y Hernández ratificaron su amistad y correspondencia. En 1887, Hernández, dejando en libertad a Palma para aceptar o no la obra y hacerla publicar, le dedicó la poesía «Monólogo de Prometeo», traducción casi literal del célebre poema «Prometeo», de Goethe, y exponente de su afecto a los temas clásicos, tanto históricos y mitológicos como literarios (Hernández, 1887b). En esa ocasión, el aguerrido periodista procedió con cautela innecesaria -«Cuando quiera U. criar gallinas y pichones acuérdese de los que ‘en este destierro clamamos a Jesús bendito’»- porque, el mismo día de su preventiva carta, su trabajo salió en El Perú ilustrado con la implícita aprobación de su amigo Palma (Hernández, 1887b y 1887c).
En 1888, cuando González Prada cuestionó a Palma, sin mencionarlo, restando todo valor a sus tradiciones, este último recibió algunos ataques de miembros de la generación de Hernández y seguidores de Prada, tales como el guayaquileño Nicolás Augusto González y Carlos Rey de Castro, a los cuales se sumarían, años más tarde, Teobaldo Elías Corpancho y Abelardo Gamarra. Por cierto, fueron más los admiradores del bibliotecario: Carlos Germán Amézaga, Rómulo Cúneo Vidal, Emilio Gutiérrez de Quintanilla, Jenaro Ernesto Herrera, Germán Leguía y Martínez, Clorinda Matto de Turner, Manuel Moncloa y Covarrubias, Ismael Portal, Amalia Puga y, desde luego, Julio S. Hernández13.
El exilio de Hernández en Chile no cortó la comunicación con Palma14. De retorno en el Perú, en octubre de 1893, Hernández le escribió desde el caserío de La Punta, cerca del Callao, con el aprecio de siempre -«Querido amigo y maestro»-, pues preparaba una hoja conmemorativa del décimo aniversario «de la devolución del bicolor nacional a Lima» con el retrato de Iglesias. Se refería a la desocupación de los chilenos y, en consecuencia, al ingreso de Iglesias, producto del Tratado de Ancón, acuerdo al que tanto había contribuido. Hernández le pidió a Palma algunas líneas que honraran su publicación porque «es un hermoso asunto el de la vuelta de nuestro pabellón», asegurándole que no pretendía despertar pasiones, sino solo tomar nota de la fecha y enviar un saludo respetuoso a Iglesias, el expresidente que declinaba en su hogar; «confío en que querrá Ud. que luzca un rasgo de ingenio de nuestro más amado literato», le dijo (Hernández, 1893). Desconozco la respuesta de Palma, que se había hecho el propósito de alejarse de toda actividad vinculada a la política partidaria, pero lo cierto es que la invitación de Hernández lo movió a escribir la evocadora poesía patriótica
En octubre de 1883 Lo recuerdo muy bien. Un tiempo fuimos, del Destino por negra aberración, seres sin patria en medio de la patria, hundidos en el mar del deshonor. Arrastrábamos tristes la cadena de extranjera invasión, y ante presente de ignominia tanta, más doloridos que el doliente Job, el alma sollozando murmuraba presa de angustia atroz: -¿Será la tierra de los Incas tierra maldecida de Dios? ¿dónde la libertad? ¿dónde atributos siquiera de nación? En la Jerusalem americana no bate el viento el patrio bicolor-. Entre las densas nubes tras larga noche resplandece el sol. Tal, de la patria subyugada, un día refulgió el pabellón; y en nuevos horizontes el espíritu sus alas desplegó surgiendo la esperanza en un mañana de tanto y tanto agravio vengador. (Palma, 1911, pp. 252-253).
Cuando murió Iglesias, en 1909, Palma tuvo una participación destacada: «Hoy se sepultó a mi querido amigo el general Iglesias; asistí a los funerales en La Merced, y su familia me dispensó la atención de darme una de las cintas… fue Iglesias el fundador de la Biblioteca» (Palma, 1969, p. 51). El suceso no pasó desapercibido para el poeta15.
Triunfante la rebelión coalicionista que liquidó al segundo militarismo, Nicolás de Piérola inició su reconocido gobierno constitucional en 1895, y su fiel partidario Hernández volvió a dirigir El País. En 1898, desde las columnas de ese diario, le dirigió a Palma una amable esquela (anexo 3) para consultarle el origen de cierto soldado levantisco referido, en el Perú de 1605, por el escritor español Luis de Belmonte Bermúdez, pues el autor de Ernesto tenía aficiones filológicas. Una vez más, Hernández trató con suma galantería al viejo Palma:
¿Quiere Ud., señor, sacudir el polvo de su archivo y, con esa gracia y donaire que Dios le ha dado, y que nos hace caer la baba a cuantos amamos a esta patria, a sus tradiciones, y a sus hijos que le dan gloria; quiere usted presentarnos, en cuatro rasgos magistrales, al levantisco? Larga ha resultado la pregunta; larga es mi pretensión; larga la bondad de Ud.; y larga en valor ha de venir, aunque venga en dos renglones, la anhelada respuesta16.
Palma, colaborador de ese diario (Barrera Camarena, 2020, pp. 39-40), le contestó con una pulida y sabrosa carta que bautizó «Levantiscos»17 y, años después, incluyó en las «Cartas literarias»18 recogidas en Mis últimas tradiciones peruanas y Cachivachería (1906) (anexo 4). Don Ricardo aseguró que procedía de levantinos, gentilicio de los habitantes del Mediterráneo oriental enrolados en las tropas de Carlos V, quienes, por su carácter turbulento y alborotador, fueron bautizados levantiscos. La Real Academia Española consigna otro origen19. Como Palma no quiso que su respuesta careciera de sustento documental, recurrió a la estrategia de citar, sin referir su autor, un texto del historiador hispano Sebastián Lorente al que, astutamente, le insertó la voz de marras20. Por lo demás, Palma, que ya contaba sesenta y cinco febreros, hizo gala de saber mucho de los levantiscos de ogaño, por lo que «tela, y no escasa, tendría en qué ocupar las tijeras. Pero yo de mío soy ya pacífico, tengo la pólvora mojada, Santelmo no se me sube ya a las gavias, y no quiero camorra ni con el campanero de San Pedro que bastante me mortifica en ocasiones» (Palma, 1898a). Así, con la casticidad que imprimía a ciertas misivas, cumplió con los requerimientos de su curioso interrogador.
En 1905, Hernández, junto a Federico Larrañaga, fundó la revista Prisma y asumió su dirección, donde halló muy pronto la ocasión de manifestar públicamente su aprecio a Palma. Fue con motivo de la observación que hiciera Francisco J. Eguiguren, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, a una resolución legislativa que a Palma le permitía gozar de una pensión de jubilación extraordinaria. Don Ricardo hizo campaña contra el ministro quejándose de maltrato y poca gratitud a sus señeros servicios al frente de la Biblioteca, logrando que el Congreso le diera la razón. Entonces, Prisma publicó un largo artículo suscrito por la Redacción, «Don Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional», seguramente obra de Hernández o de Carlos Germán Amézaga. El articulista, justificando la inserción de una foto a toda página de Palma, dijo que Prisma deseaba presentarlo «en su modesto escritorio de oficinista, como alma y vida de su hija predilecta», la Biblioteca de Lima, no escatimándole elogios ni reconocimiento: «El buen viejecito ha pasado veintitrés años de su vida, en que tenía derecho al descanso, entregado precisamente a la activísima tarea de hacer Biblioteca» (Redacción, 1905, p. 18), y ha cosechado en el campo oficial ingratitudes y amarguras. Por cierto, lanzó críticas al ministro Eguiguren, sin mencionar su nombre, llamándolo «un señorón de los improvisados». También señaló que Palma había «merecido bien de la patria y de las letras» y que pocos como él tenían «asegurada la inmortalidad por partida doble». Reconociéndolo como «óptimo maestro de la naciente y prometedora generación intelectual…», reveló que Palma patrocinaba a Prisma y no le escasearía su colaboración (loc. cit.). En efecto, don Ricardo publicó allí no pocas composiciones, tradiciones y poesías, entre estas «Ídolo de piedra», en el primer número (Palma, 1905a), con la cual iniciara sus colaboraciones en El Oasis (1884), y la inédita «Desobediencia ejemplar», breve poesía jocosa cuyo manuscrito original, corregido, se insertó en facsímil a toda página (Palma, 1905b).
Apercibida para la inauguración del monumento a Bolognesi con la presencia del político argentino y héroe de Arica, general Roque Sáenz Peña, Prisma preparó una «Edición extraordinaria a la gloria de Francisco Bolognesi» (diciembre de 1905) con abundante material gráfico. Para editarlo, conformó una comisión constituida por Ricardo Palma, Javier Prado y Ugarteche, Federico Elguera, Carlos Wiesse, Carlos Germán Amézaga, Luis Ulloa y Francisco García Calderón Rey21. Sáenz Peña fue objeto de numerosos homenajes y agasajos, no faltando el de la Biblioteca Nacional dirigida por Palma. En efecto, a la una y media de la tarde del 2 de diciembre de 1905, más de cuarenta «personas distinguidas de nuestra sociedad», elegidas por el tradicionista, unas por devoción, otras por obligación, aguardaban en la dirección de la Biblioteca al ilustre invitado. Entre los concurrentes estuvieron Teresa González de Fanning, Salvador Cavero (primer vicepresidente de la República), Manuel Irigoyen (presidente del Senado), Federico Elguera (alcalde de Lima), Cesáreo Chacaltana, José Antonio Miró Quesada, Ignacio de La Puente, Carlos Wiesse, Andrés Avelino Aramburú, Carlos Paz Soldán, Alejandro Garland, Carlos Germán Amézaga. Pablo Patrón, José de la Riva-Agüero, Carlos Rey de Castro, Clemente Palma, Pedro Pablo Arana y no pocos alumnos universitarios (García Irigoyen, 1905, p. 75). La prensa dio cuenta detallada de la ceremonia, y Prisma, en la cual escribía Clemente Palma, publicó cinco páginas de crónica ilustrada con una foto (ibid., pp. 71, 73-76).
Al saberse la muerte de Hernández, en París, el 30 de junio de 1906, sus colegas periodistas y escritores le rindieron homenaje destacando sus servicios al país, cualidades y talentos. Don Ricardo, que en ese mismo año publicó en Barcelona, por la Casa Editorial Maucci, Mis últimas tradiciones peruanas y Cachivachería, recogió en ese libro, por primera vez, la «carta literaria» «Levantiscos». Quizá así expresó su gratitud al joven admirador y amigo que, en 1883, hiciera posible su nombramiento al frente de la Biblioteca. Clemente Palma, encargado por Hernández de la sección «Notas de artes y letras» de la revista Prisma y futuro director de la misma, en la necrología que le dedicó, reconoció que «más que político era poeta» (Adriazola Silva, 2020, p. 447; Clemente Palma, 1906, p. 23).
La relación entre Palma y Hernández fue de sumo provecho para don Ricardo. Lo fue también para las letras nacionales porque el «avezado periodista y brillante literato» (Basadre) le solicitó la crítica rimada a su comedia Ernesto (1885), los reminiscentes versos de «En octubre de 1883» (1893) y la «carta literaria» «Levantinos» (1898), así como, muy probablemente, las poesías «Ídolo de piedra» (1884) y «Desobediencia ejemplar» (1905), entre otras obras cuyo origen y circunstancia aguarda ser esclarecido.